Frente a un Estado en crisis permanente, frente a una ciudad que hace tiempo dejó morir su idea del futuro en aras de sostener un presente continuo, frente a la desconsolada imagen de una casa siempre a punto de finalmente ser una casa, Sandra Calvo tiende un hilo. Radicada desde hace tiempo en Ciudad de México, intrigada por los procesos del arte participativo, el año pasado condensó en un libro, también mediante hilos –esta vez del lenguaje–, también mediante la construcción colectiva, uno de sus proyectos más ambiciosos: Arquitectura sin arquitectos (2012-2014).
Aunque nunca experimentó de primera mano la vida en la periferia de las ciudades latinoamericanas, siempre colapsadas y por lo tanto en constante expansión, Sandra Calvo se aproximó a ellas con la inteligencia de quien no pretende extraer nada para sí. Una de las grandes dificultades que el arte latinoamericano enfrenta es su imposibilidad de dar ese salto. En la gran mayoría de las ocasiones se obtiene, si la cosa marcha por buenos rieles, una obra bien ejecutada, pero ridiculizada por su visión paternal, oscurecida por sus ambiciones extractivistas y con un efecto similar al de una estampilla conmemorativa. Sin duda acontece una transculturación, pero en una época donde los conceptos se han hecho tan frágiles como accesibles, Calvo reconoce que tiene que ir más allá de la justificación que pueda darle el texto; sólo el dejarse afectar hará que el arte salga de esta encrucijada.
El espacio como negociación
Estuvo dos años en Ciudad Bolívar, Bogotá, viviendo con una familia cuya casa había sido hecha, al igual que gran parte de las casas en Latinoamérica, mediante la autoconstrucción. La concepción del proyecto era simple en idea y a la vez desanudaba toda su complejidad en la ejecución: construir una casa de hilo que simbolizara la fragilidad de los asentamientos informales para la vivienda, es decir, la fragilidad del hogar del 60% de las personas en el mundo.
Para muchos de nosotrxs la idea de vivienda de hecho siempre ha sido así: la casa se construye a medida que es habitada, y esto es una regla en casi todas las ciudades latinoamericanas que cuentan con asentamientos ilegales. La casa es siempre un proyecto improvisado, el material llega a cuentagotas, los planos han sido escritos por nuestros padres y tíos en cuadernos a los cuales les sobran unas cuantas hojas tras finalizar el ciclo escolar, el conocimiento empírico e intuitivo, la metis, nos brinda una casa, el gobierno en turno, tarde o temprano, la llama ilegal.
Calvo supo rápidamente que en un proyecto como éste iba a ser imposible desclasarse. Había que, en sus palabras, “meter el cuerpo, la cabeza, lo que eres. Tratar de ser osada”. Es cierto, cuando la mirada es sólo guiada por el extrañamiento y la compasión, pero no hay un solo acto de osadía, ni un sólo conflicto entre el artista y el entorno que pretende abarcar, el resultado es del todo insípido.
Regresando a la casa: se usó hilo negro para los espacios construidos en consenso entre la familia y la artista; para aquellos en discordia, se empleó hilo rojo. El resultado, no considerado a priori, era determinado todo el tiempo por estas fluctuaciones, el AutoCAD se modificada en vivo, los puntos de vista entre la artista y los distintos miembros de la familia generaron un proyecto imposible de domesticar. Calvo comprendió esto y no luchó contra ello. “La propia autoconstrucción iba mutando. Nada estaba dado, la casa no es una estructura planeada de bienestar y confort. Tiene las características de ser dúctil y dinámica. El artista debe entender que este tipo de proyectos se viven; si no se viven, si no dejan caer su pesada losa sobre las concepciones del artista, entonces simplemente no funcionan”.
Conflictos generadores
Al arrancarse esa concepción inútil sobre la ternura, se encontró con una familia con diversas problemáticas, una comunidad sin inocencia, incluso conflictiva, dueña de sus propias dinámicas, que de ninguna manera tiene que ser mejorada por la inserción del arte. El conflicto permitió crear una tercera cosa producto del lenguaje, mejor dicho, del choque de lenguajes que daba continuidad a los esfuerzos de construcción. Un acontecimiento que no pertenece a Sandra Calvo, a la artista o a la familia, pero afecta a los tres. La resolución de lo aprendido pone en práctica una potencia constructiva y destructiva a la vez, creando pequeños resquebrajos en la visión irónicamente aplanada de vivienda formal.
La casa de hilos no fue entonces site responsive art ni una torpe imitación de la autoconstrucción que florece en rincones de toda Latinoamérica. Ni Fred Sandback ni las casas mutantes de Alejandro Aravena, sino un coloquio en tensión permanente, una problemática siempre a punto de surgir y cuya forma es del todo imposible porque legalmente ninguna de estas casas puede ser llamada así. Pudo escribir Stirner: parece una casa, pero no lo es.
Al final, y en palabras de Calvo, “Arquitectura sin arquitectos es una práctica política que habita la ciudad informalizada, creando pequeñas incisiones en la visión anestesiada de la vivienda formal”, un proyecto que no busca retratar o representar sino colocarse en la línea de fuego. Reconoce que el arte ya rara vez puede ser un acto de resistencia al nivel de las casas autoconstruidas en la periferia de las ciudades latinoamericanas. Alcanza, acaso, a nombrar y tensar. En casos así de afortunados, puede en verdad destruir una cierta idea del espacio formal y el mercado de la vivienda en regiones tan pobremente preparadas para la vida, como la nuestra.
Sandra Calvo conserva lo aprendido. Supo, incluso antes de cerrar el proyecto, que éste no finalizaba con la construcción de la casa de hilos. Un diálogo de esa intensidad puede sólo sostenerse en las palabras. Por eso existe el libro. “Es una suerte de escultura en proceso. Su diseño está hablando de la autoconstrucción, el mismo hilo le cruza un lomo abierto”, y dentro de él también conviven las disidencias, visiones que se trenzan y contradicen. Los textos de Pedro Ortiz Antoranz, Juan Carlos Cano, Vyjayanthi Rao, Tatiana Lipkes y José Luis Paredes Pacho no apuntan al mismo lugar, miran el proyecto desde posiciones distintas: como arquitectura, como teoría poscolonial, como poesía. Permanecen atados por la misma potencia que mantiene la casa en pie: un lenguaje que sólo puede sostenerse en la incertidumbre, hasta que un megaproyecto lo deshaga por completo, tan frágil como la vivienda de millones de latinoamericanos. Contra esto, el libro es la única casa posible.
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