A juzgar por la cantidad de documentales y series sobre el tema que se han producido recientemente, uno podría pensar que en Estados Unidos, en tanto motor del capitalismo avanzado, preocupa una cuestión: el fraude. Como corresponde a cualquier narrativa surgida de las entrañas del espectáculo, este problema es abordado como una suerte de carencia moral: sujetos ferozmente codiciosos, sin escrúpulos, capaces de cualquier cosa con tal de exprimir las cuentas bancarias ya sea de mujeres hambrientas de amor que de inversionistas en busca de una nueva empresa unicornio.
Hay una línea que vincula, más allá del desfile de productos audiovisuales en las pantallas, a Anna Sorokin (alias Delvey) y Shimon Yehuda Hayut (alias Simon Leviev) con figuras como Elizabeth Holmes o Adam Neumann. Todos participan, de alguna manera, del fenómeno de la posverdad, donde los hechos verificables son secundarios en una realidad moldeada por emociones y percepciones. Al margen de su irrelevancia artística, documentales como El estafador de Tinder (Felicity Morris) o los docudramas seriales Inventando a Anna (Shonda Rhimes), The Dropout (Elizabeth Meriwether) y WeCrashed (Drew Crevello y Lee Eisenberg), todos de este año, son efectivos a la hora de mostrar la naturaleza del monstruo: estos sujetos fueron capaces lo mismo de endeudar a mujeres encandiladas (Leviev, Delvey) que de recibir cientos de millones de dólares de fondos de inversión, ya fuera creando falsas expectativas o prometiendo imposibles: una revolucionaria tecnología sanitaria (Theranos), la reinvención del concepto de oficina (WeWork).
Unos están presos, otros no. Todos hicieron perder dinero a quienes se involucraron en sus negocios, con mayor o menor ilegalidad. Pero ¿qué los hizo posibles? ¿Acaso no representan la figura que demanda el sistema? Toma riesgos, piensa en grande, no te atengas a lo convencional: son el tipo de consignas que se repiten. Antes de su caída, nada impidió que Holmes poblara su consejo de administración de halcones (incluyendo al criminal casi centenario Henry Kissinger) o recibiera elogios públicos de Joe Biden. Antes de ser obligado a renunciar por un miserable millardo de dólares, Neumann pensaba vivir por siempre, abrir una sucursal de WeWork en Marte y convertirse en “presidente del mundo”. ¿A nadie alarmaban las excentricidades, el gasto desmedido, las promesas irreales? Los defraudados prefirieron creer que habría una recompensa. Monetaria, principalmente.
Lo que la existencia de estos farsantes indica es algo más profundo, incluso, que la cíclica revelación del carácter corrupto del sistema económico que nos rige. Le confianza ciega en las apariencias parece responder a una suerte de desesperación, como si se corriera el riesgo de perder el cohete que lleva a la estratósfera. En la etapa terminal del capitalismo (resta por ver si es también terminal para la vida en la Tierra), el espacio intermedio entre los grandes capitales y quienes no tienen nada se erosiona a velocidades vertiginosas. O damos el salto hacia las grandes fortunas o quedamos atrapados en la masa de precarios. Digámoslo sin rodeos: el capitalismo se parece bastante a una estafa piramidal, y sus mejores hijos son los que lo asumen sin reparos.
Netflix, Apple TV+ y Star+, las plataformas que difunden estas historias ejemplares, quieren convencernos de que Leviev, Delvey, Holmes o Neumann son manzanas podridas cuyas historias, como las de los asesinos seriales, conviene mirar con un gesto reflexivo… para que luego sigamos consumiendo. Pero ninguna nos ofrece las diez horas de Noticias de la antigüedad ideológica: Marx/Eisenstein/El capital de Alexander Kluge.
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