miércoles, 30 de noviembre de 2022

Las zonas oscuras de la fábula

La relación fracturada –a veces redimida– entre un padre dominante y un hijo que se rebela suele ser el punto de partida de mitologías innumerables y diversas que comienzan en el Génesis judeocristiano y se extienden hasta el psicoanálisis, Kafka o Star Wars. La figura paterna, ogro filantrópico y monstruo amoroso, resurge sin descanso en el bestiario de la narrativa fantástica. Entre las variantes mejor conocidas en la cultura global tendría que contarse Las aventuras de Pinocho (1883) de Carlo Collodi, florentino, masón, filósofo, miliciano de la unificación italiana y, después de todo aquello, fabulista infantil cuyos cuentos no escondían las ideas políticas de sus años turbulentos.

El Pinocho de Collodi no es solo un producto natural del romanticismo pagano, tan popular en la Europa central del siglo XIX; igual que en otros mitos románticos colindantes como el Golem o el Frankenstein (1818) de Shelley, Pinocho invita al juicio sobre las figuras del padre creador, dominante, protector pero errático, y del hijo como rebelde que, entre falla y bache, traza un camino propio desde su materia original –madera tallada por el padre– hasta su liberación final y autónoma: ser un niño de verdad.

Pinocho también funciona para quien lo lea como una brújula moral para las infancias en la lastimada Italia del Risorgimento y como una fábula en torno al ideario de la masonería: la verdad racional como ruta inevitable hacia el progreso, so pena de que el oscurantismo resurja, se lo trague a uno la ballena –otra alegoría bíblica– o te crezca la nariz: el estigma del paria a la vista de todos. ¿Es posible abarcar semejante prisma de interpretación en una adaptación cuya primera vocación sea industrial? Si nos atenemos al clásico extraordinario pero sanitizado, dirigido por Sharpsteen y Luske para Disney (Pinocho, 1940), la respuesta es no. El Pinocho de Collodi, que manda a Geppetto a prisión, es torturado por los carabineri y colgado de un árbol, quemado y que asesina al Grillo en un arranque, no aparece en la mayoría de las adaptaciones conocidas.

Pinocho

Imagen de Pinocho (2022), de Guillermo del Toro y Mark Gustafson

Sin ninguna explicación racional para la coincidencia, en los cuatro años recientes cineastas de latitudes y raíces diversas, todos con peso propio y trayectoria considerable, estrenaron tres versiones distintas y distantes entre sí del Pinocho de Collodi: Matteo Garrone (2019), Robert Zemeckis (2022) y, en fechas recientes, Mark Gustafson y Guillermo del Toro (2022). Haciendo a un lado la versión desalmada y prefabricada de Zemeckis, encargada como maquila para streaming y dirigida sin la menor pasión ni inventiva, las apuestas de Garrone, Del Toro y Gustafson destacan por su compromiso apasionado con el material original. En el caso de la más reciente, actualmente en salas del circuito independiente y próxima a estrenarse en Netflix, es notable su voluntad por abrazar las zonas oscuras de la fábula y dotar a sus personajes de humanismo y personalidad palpables.

Visto en retrospectiva, el encuentro entre Del Toro, Geppetto y Pinocho funciona como dos cauces de un mismo río que inevitablemente se unen en una misma corriente. En muchos de los proyectos más personales a íntimos del realizador mexicano la figura paterna, biológica o no pero siempre ambigua y compleja, reaparece en los personajes de Federico Luppi (Cronos, 1993; El espinazo del diablo, 2001), Sergi López (El laberinto del fauno, 2006) o Richard Jenkins (La forma del agua, 2017) hasta desembocar, inevitablemente, en un Geppetto (voz del legendario David Bradley) poblado de claroscuros, con un pasado complejo y que es un personaje desarrollado más allá del rol tradicional.

En consecuencia, el segundo acierto fundamental de la adaptación es enmarcar la historia, quizá por primera vez, en la Italia palpable, reconocible y fascista de los años treinta, cuya sombra se extiende hasta la actual administración de Giorgia Meloni y la extrema derecha en el mundo. Extraordinaria y amorosa, tan atenta a la delicadeza del detalle artesanal como al dominio firme del espectáculo en crescendo, Pinocho de Guillermo del Toro y Mark Gustafson amerita ser recordada como la primera adaptación madura y compleja que brota del cuento original de Collodi, expandiendo sus resonancias a territorios valientes y desafiantes.

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Las zonas oscuras de la fábula

La relación fracturada –a veces redimida– entre un padre dominante y un hijo que se rebela suele ser el punto de partida de mitologías innumerables y diversas que comienzan en el Génesis judeocristiano y se extienden hasta el psicoanálisis, Kafka o Star Wars. La figura paterna, ogro filantrópico y monstruo amoroso, resurge sin descanso en el bestiario de la narrativa fantástica. Entre las variantes mejor conocidas en la cultura global tendría que contarse Las aventuras de Pinocho (1883) de Carlo Collodi, florentino, masón, filósofo, miliciano de la unificación italiana y, después de todo aquello, fabulista infantil cuyos cuentos no escondían las ideas políticas de sus años turbulentos.

El Pinocho de Collodi no es solo un producto natural del romanticismo pagano, tan popular en la Europa central del siglo XIX; igual que en otros mitos románticos colindantes como el Golem o el Frankenstein (1818) de Shelley, Pinocho invita al juicio sobre las figuras del padre creador, dominante, protector pero errático, y del hijo como rebelde que, entre falla y bache, traza un camino propio desde su materia original –madera tallada por el padre– hasta su liberación final y autónoma: ser un niño de verdad.

Pinocho también funciona para quien lo lea como una brújula moral para las infancias en la lastimada Italia del Risorgimento y como una fábula en torno al ideario de la masonería: la verdad racional como ruta inevitable hacia el progreso, so pena de que el oscurantismo resurja, se lo trague a uno la ballena –otra alegoría bíblica– o te crezca la nariz: el estigma del paria a la vista de todos. ¿Es posible abarcar semejante prisma de interpretación en una adaptación cuya primera vocación sea industrial? Si nos atenemos al clásico extraordinario pero sanitizado, dirigido por Sharpsteen y Luske para Disney (Pinocho, 1940), la respuesta es no. El Pinocho de Collodi, que manda a Geppetto a prisión, es torturado por los carabineri y colgado de un árbol, quemado y que asesina al Grillo en un arranque, no aparece en la mayoría de las adaptaciones conocidas.

Pinocho

Imagen de Pinocho (2022), de Guillermo del Toro y Mark Gustafson

Sin ninguna explicación racional para la coincidencia, en los cuatro años recientes cineastas de latitudes y raíces diversas, todos con peso propio y trayectoria considerable, estrenaron tres versiones distintas y distantes entre sí del Pinocho de Collodi: Matteo Garrone (2019), Robert Zemeckis (2022) y, en fechas recientes, Mark Gustafson y Guillermo del Toro (2022). Haciendo a un lado la versión desalmada y prefabricada de Zemeckis, encargada como maquila para streaming y dirigida sin la menor pasión ni inventiva, las apuestas de Garrone, Del Toro y Gustafson destacan por su compromiso apasionado con el material original. En el caso de la más reciente, actualmente en salas del circuito independiente y próxima a estrenarse en Netflix, es notable su voluntad por abrazar las zonas oscuras de la fábula y dotar a sus personajes de humanismo y personalidad palpables.

Visto en retrospectiva, el encuentro entre Del Toro, Geppetto y Pinocho funciona como dos cauces de un mismo río que inevitablemente se unen en una misma corriente. En muchos de los proyectos más personales a íntimos del realizador mexicano la figura paterna, biológica o no pero siempre ambigua y compleja, reaparece en los personajes de Federico Luppi (Cronos, 1993; El espinazo del diablo, 2001), Sergi López (El laberinto del fauno, 2006) o Richard Jenkins (La forma del agua, 2017) hasta desembocar, inevitablemente, en un Geppetto (voz del legendario David Bradley) poblado de claroscuros, con un pasado complejo y que es un personaje desarrollado más allá del rol tradicional.

En consecuencia, el segundo acierto fundamental de la adaptación es enmarcar la historia, quizá por primera vez, en la Italia palpable, reconocible y fascista de los años treinta, cuya sombra se extiende hasta la actual administración de Giorgia Meloni y la extrema derecha en el mundo. Extraordinaria y amorosa, tan atenta a la delicadeza del detalle artesanal como al dominio firme del espectáculo en crescendo, Pinocho de Guillermo del Toro y Mark Gustafson amerita ser recordada como la primera adaptación madura y compleja que brota del cuento original de Collodi, expandiendo sus resonancias a territorios valientes y desafiantes.

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martes, 29 de noviembre de 2022

El silencio de Mimi Parker

El pasado 5 de noviembre falleció Mimi Parker (1967-2022), mitad de la celebrada banda estadounidense Low. Reconocida por su estilo –a la vez discreto y emotivo– de tocar la batería y una voz de profunda intensidad, su partida cierra un capítulo central para la música alternativa de las últimas décadas. Siete voces analizan su legado, desde un lugar crítico.

 

Érika Arroyo

Con el paso del tiempo, cada vez más, disfruto que los hallazgos no sean necesariamente el resultado de búsquedas. No tengo muy claro cuándo, un día Mimi Parker ya era parte del tapiz mental que me he ido formando a pedazos. Sus modestas e inusuales percusiones, su voz y su presencia, siempre me parecieron pinceles capaces de hacer tangible lo mucho que necesita la oscuridad de la luz.

Escuchar a Low era, sí, sumergirse en esa tormenta perfecta que es y ha sido el conjunto pero, sobre todo, dejarse abrazar por ella, sentir su rebosante golpeteo, derramándose muy por encima de los bordes. Curioso que, sin interesarse en figurar, siempre al fondo, fuese nuestra interlocutora en esa habitación que es la música de esta banda y que nos sostiene en la intimidad de una inusitada calma, muy parecida a la poética aparentemente inanimada de los bodegones.

Hay en Mimi Parker, en todo eso que hizo sonar y resonar, una constante aclaración y celebración de lo que es, sin estridencias ni adornos porque no era lo suyo tratar de convencernos de algo. Sin embargo, escuchándole descubrí que hay una fuerza subyacente que hace que a través su voz y golpeteos suaves, los limones que yacen en la mesa de esa habitación de la que hablaba, brillen con vida, aún si es por un breve momento, develándonos con ello todo lo que se está yendo.

Sí, al final todos morimos, incluso la gente bonita.

Corina Valadez Solís

Había escuchado la canción “Sunflower”, aunque no sabía de quién era. Aquella tarde, luego de haber terminado una relación de cinco años, estaba profundamente triste. Un alumno me preguntó qué pasaba y se lo conté. Sacó de su mochila el CD Things We Lost in the Fire (2001). Lo escuché y me pareció bellísimo: las letras, la música, las voces… La belleza es atroz, dijo Borges. Ahí lo entendí. Entre más lo escuchaba más triste me ponía. Era como si la calidez de ese disco abriera un profundo camino para mi dolor y sólo quería encontrar una tina de baño en cualquier hotel, unas cuantas pastillas y hasta ahí todo. Un disco cuya belleza era el resplandor de la muerte. Finalmente paré, porque iba muy en serio. Juré jamás volver a escuchar a Low. Aunque ahora resulta tentador regresar a ellos.

Bartolomé Delmar

No es raro que la experiencia estética se informe y enriquezca con las penurias de la anécdota o el detalle biográfico-contextual. Ver a Freddie Mercury descomponerse frente a nuestros ojos en el video de “These Are the Days of Our Lives”, corroído por el sida, es la obra de arte, como lo es la complejidad implícita en reconocer la belleza de los símbolos del nazismo. Que nuestros monstruos más temibles o nuestra vulnerabilidad más absoluta se detallen con “lo bello” es seña de que, por momentos, existe tal cosa como una Totalidad (humana) expresada.

Sin embargo, sucedió en mí (y hablo de mi persona porque Mimi Parker existe para casi todos como una extensión de nuestra psique, no más) que con Low siempre pude separar por completo lo que escuchaba de lo que sabía de ellos. Es decir, esa música, la más pura que nos ha dado Estados Unidos durante las últimas décadas (y con esa declaración fulminante, somera y sin exageraciones expreso lo que significan para mí) jamás se contaminó de los espacios mugrosos que nos regala nuestra pobre humanidad.

No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha.

No así al revés. Quiero decir con esto que, si la vida personal de Mimi Parker y Alan Sparhawk nunca manchó para mis oídos la majestuosidad de su sonido, lo que de él emanaba me parecía difícil de acomodar dentro de lo que sí sabía o notaba de su día a día. Digo “notaba” porque nunca lo supe de cierto y, en realidad, todo lo anterior es un abultado preámbulo para sugerir una ironía: Mimi Parker siempre se veía hasta la verga. Cagada. Harta. “Quizás el buen Alan la ha llevado, en ese pacto casi sectario del matrimonio mormón, a entrarle a esta mamada del ‘rock’. Quizá ella no pidió esta vida y jala porque es una mujer entera, comprometida con su contexto”. Alguna cosa así.

No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha y una garganta a niveles, sin lugar a dudas, irrepetibles.

Lo dicho aquí de Mimi Parker es producto del prejuicio, la injusticia, la conjetura. Pero el mensaje que importa es, justamente, que nada de lo que yo he pensado de su persona importa. Porque sé, con la seguridad de quien siente y existe, que su obra y su expresión son la prueba más clara de que la trascendencia, todo eso que va más allá de lo humano, existe.

Rafael Villegas

Si yo escribiera algo del tipo “Todo lo que necesitaba en ese entonces era escuchar la voz de Mimi Parker cantando ‘If I could just make it stop, from breaking my heart, get out of the way…’ para estar bien” estaría minimizando la complejidad del quiebre existencial por el que atravesaba aquel fin de año de 2018, quiebre producto de la pérdida de control de mi consumo de cocaína y sexo, así como las posibilidades de la música de Low.

Pero a los pocos días de haber llegado –con varias costillas rotas y otras tantas marcas de autodestrucción física y espiritual quizás no tan visibles pero no por ello menos dolorosas– a una comunidad terapéutica*, quien eventualmente se convertiría en mi psicoterapeuta de cabecera hasta el día de hoy detectó algo en mi mirada y me preguntó, rompiendo mi estado de suspensión temporal:

—Rafa, ¿puedo ayudarte? ¿Qué necesitas?

—¡Escuchar música!

Gracias a ella pude tener acceso por unos minutos a Soulseek y a una memoria USB. Aún muy madreado por mi consumo en días anteriores, elaboré rápidamente una lista mental de necesidades sonoras y descargué varias canciones. “Just Make It Stop” de Low fue la que más escuché, casi obsesivamente, en las pocas oportunidades que tuve de poner música por varias semanas.

En vivo, la música Mimi y Alan podía, con distorsión total y ruido, llenar la cúpula monumental de una iglesia o, a partir de sus casi a capelas, serenar el espacio abierto de un campo de lindes difíciles de vislumbrar, mientras sus letras plasman lo más duro de la vida con una franqueza brutal que funciona tan bien –pienso– gracias a los contrastes con la parte sonora. Eso es en gran medida lo que hizo a esta banda algo colosal e irrepetible. En sus últimos dos discos estaban poniéndose muy extraños ¡otra vez! Malditos genios, estaban inventando un nuevo género o algo así. La pérdida de Mimi Parker sí que duele.

Ese otoño-casi-invierno de 2018 “Just Make It Stop” fue parte de mi acompañamiento terapéutico para empezar a recuperarme. No funcionó como una canción de esas que se escuchan para pasar el rato. Fue más bien algo que una parte de mí –esa a la que le cuesta mucho trabajo detenerse frente al placer desmedido que me ha roto una y mil veces– necesitaba escuchar para tener algo a qué afianzarse. Puedo decir entonces que Low resolvía ahí parte de una apremiante y dolorosa necesidad espiritual.

Xitlálitl Rodríguez Mendoza

Luz de magma / musgo de voz que no mana de otro sitio / sino del fondo / de ese filo del mundo llamado Mimi Parker / herida expansiva / plasma pluvial / un nuevo órgano / en mí que supe / supurar las partículas ocre / primero y coralqueloides / después / despacita y suspendida / de la dicha

Marcos Hassan

Low eran mucho más de lo que aparentaban a simple vista o a primera escucha. Podemos decir que hacían una música de trascendencia casi religiosa alrededor de voces de belleza inmaculada, sobre todo al describir la contribución más notoria de su vocalista y baterista Mimi Parker. Pero esto es sólo un fragmento de la historia. En esa voz había belleza, sí, pero también había dolor, enojo, euforia y muchas emociones más que no se iban por el lado histriónico. Había contención en ese tono claro y resonante, simple pero profundo, minimalista pero lleno de matices. Su música podía ser lenta, aunque tomaba forma de rock; podía derretirse entre electrónicos o convertirse en villancicos. Escuchar a Low es como experimentar la vida misma en pequeños pasajes sonoros.

Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total.

Conocí a Low como la banda más extrema que Steve Albini había grabado hasta el momento. Al contrario de las discordantes guitarras y gritos que lo hicieron notorio, Low tocaba música sumamente armoniosa, que se desenvuelve con paciencia. Tiempo después descargué un MP3 de su canción “In Metal» y de ahí comenzó mi obsesión. Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total, llevado al siguiente plano por el fervor religioso de su ejecución. Les vi dos veces en vivo y ese minimalismo extremo me hizo percibirlos como únicos y maravillosos, todo lo que deseo sin saber que lo deseaba. Mimi Parker nunca exigió el reflector para ella pero los corazones de sus escuchas se alineaban con su voz como pequeños faros. Duele perder a alguien que encarnaba de forma tan pura eso que nos vincula fuertemente con lo transformador de la música.

Atahualpa Espinosa

Aunque poco le falta a mi ateísmo para ser militante, siento debilidad por varios representantes de una música que podría llamar, con algunas licencias, religiosa secular. Esa categoría no es estilística, sino que está definida por una clara espiritualidad religiosa, sin ser sacra. Ahí podrían estar desde Maja S. K. Ratkje a Éliane Radigue, Spiritualized o David Berman. Funciona como una especie de prótesis con la que personas carentes de fe podemos asomarnos al fervor y al pánico que despierta lo divino.

Aunque antes del 2000 había escuchado con descuido a Low, lo primero que me atrapó fue su disco en vivo One More Reason to Forget (1998). Desde ese momento me rendí a la suave autoridad de su sonido y sentí que me convirtieron (no a una forma cualquiera de religión sino a Low). Ahí pude conocer varios de los rasgos de su primera fase, con la que definieron el sonido slowcore. Pero me di una idea de su amplitud de rango con la devastadora (y amplísima) “Do You Know How to Waltz”. En ella se dibujaban varios de los territorios hacia los que crecerían en los últimos años. En parte lo que me rindió ante ellos fue el hecho de que, con elementos tan distintos, pudieran convocar ese sentido de lo sagrado o lo sobrehumano.


Low es una banda irrepetible, en más de una manera: no se antoja posible que vuelva a existir música con una fuerza comparable, hecha a partir de recursos similares, cuando las bandas actuales de rock se enfrentan a una presión mercantil mucho mayor (Low pudo llegar a un público relativamente amplio durante esa parte de los noventa en la que los sellos apostaban por lo más inusual). Eran, además, alérgicos a repetirse. El desplazamiento estilístico en sus primeros años fue infinitesimal, aunque nítido. Luego, durante este siglo, se abrieron en varias direcciones, hasta que con sus últimos dos álbumes crearon algo inalcanzable, demasiado lejos del resto de la música que era concebible hasta entonces.

La muerte de Mimi Parker es, entre muchas otras cosas, la pérdida de lo que no llegará a ser, esa nueva música de Low que nos habría sorprendido, desbordado. Y sí, de esa voz y aquel sentido sagrado del ritmo. Pocas veces una persona que hizo de la música su vida pudo evocar tan fielmente la belleza del silencio.

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El silencio de Mimi Parker

El pasado 5 de noviembre falleció Mimi Parker (1967-2022), mitad de la celebrada banda estadounidense Low. Reconocida por su estilo –a la vez discreto y emotivo– de tocar la batería y una voz de profunda intensidad, su partida cierra un capítulo central para la música alternativa de las últimas décadas. Siete voces analizan su legado, desde un lugar crítico.

 

Érika Arroyo

Con el paso del tiempo, cada vez más, disfruto que los hallazgos no sean necesariamente el resultado de búsquedas. No tengo muy claro cuándo, un día Mimi Parker ya era parte del tapiz mental que me he ido formando a pedazos. Sus modestas e inusuales percusiones, su voz y su presencia, siempre me parecieron pinceles capaces de hacer tangible lo mucho que necesita la oscuridad de la luz.

Escuchar a Low era, sí, sumergirse en esa tormenta perfecta que es y ha sido el conjunto pero, sobre todo, dejarse abrazar por ella, sentir su rebosante golpeteo, derramándose muy por encima de los bordes. Curioso que, sin interesarse en figurar, siempre al fondo, fuese nuestra interlocutora en esa habitación que es la música de esta banda y que nos sostiene en la intimidad de una inusitada calma, muy parecida a la poética aparentemente inanimada de los bodegones.

Hay en Mimi Parker, en todo eso que hizo sonar y resonar, una constante aclaración y celebración de lo que es, sin estridencias ni adornos porque no era lo suyo tratar de convencernos de algo. Sin embargo, escuchándole descubrí que hay una fuerza subyacente que hace que a través su voz y golpeteos suaves, los limones que yacen en la mesa de esa habitación de la que hablaba, brillen con vida, aún si es por un breve momento, develándonos con ello todo lo que se está yendo.

Sí, al final todos morimos, incluso la gente bonita.

Corina Valadez Solís

Había escuchado la canción “Sunflower”, aunque no sabía de quién era. Aquella tarde, luego de haber terminado una relación de cinco años, estaba profundamente triste. Un alumno me preguntó qué pasaba y se lo conté. Sacó de su mochila el CD Things We Lost in the Fire (2001). Lo escuché y me pareció bellísimo: las letras, la música, las voces… La belleza es atroz, dijo Borges. Ahí lo entendí. Entre más lo escuchaba más triste me ponía. Era como si la calidez de ese disco abriera un profundo camino para mi dolor y sólo quería encontrar una tina de baño en cualquier hotel, unas cuantas pastillas y hasta ahí todo. Un disco cuya belleza era el resplandor de la muerte. Finalmente paré, porque iba muy en serio. Juré jamás volver a escuchar a Low. Aunque ahora resulta tentador regresar a ellos.

Bartolomé Delmar

No es raro que la experiencia estética se informe y enriquezca con las penurias de la anécdota o el detalle biográfico-contextual. Ver a Freddie Mercury descomponerse frente a nuestros ojos en el video de “These Are the Days of Our Lives”, corroído por el sida, es la obra de arte, como lo es la complejidad implícita en reconocer la belleza de los símbolos del nazismo. Que nuestros monstruos más temibles o nuestra vulnerabilidad más absoluta se detallen con “lo bello” es seña de que, por momentos, existe tal cosa como una Totalidad (humana) expresada.

Sin embargo, sucedió en mí (y hablo de mi persona porque Mimi Parker existe para casi todos como una extensión de nuestra psique, no más) que con Low siempre pude separar por completo lo que escuchaba de lo que sabía de ellos. Es decir, esa música, la más pura que nos ha dado Estados Unidos durante las últimas décadas (y con esa declaración fulminante, somera y sin exageraciones expreso lo que significan para mí) jamás se contaminó de los espacios mugrosos que nos regala nuestra pobre humanidad.

No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha.

No así al revés. Quiero decir con esto que, si la vida personal de Mimi Parker y Alan Sparhawk nunca manchó para mis oídos la majestuosidad de su sonido, lo que de él emanaba me parecía difícil de acomodar dentro de lo que sí sabía o notaba de su día a día. Digo “notaba” porque nunca lo supe de cierto y, en realidad, todo lo anterior es un abultado preámbulo para sugerir una ironía: Mimi Parker siempre se veía hasta la verga. Cagada. Harta. “Quizás el buen Alan la ha llevado, en ese pacto casi sectario del matrimonio mormón, a entrarle a esta mamada del ‘rock’. Quizá ella no pidió esta vida y jala porque es una mujer entera, comprometida con su contexto”. Alguna cosa así.

No cuadró nunca ver ese rostro frustrado, cansado, aburrido, cantando así. Cantando eso. Elevando las posibilidades de lo que puede hacerse con una batería maltrecha y una garganta a niveles, sin lugar a dudas, irrepetibles.

Lo dicho aquí de Mimi Parker es producto del prejuicio, la injusticia, la conjetura. Pero el mensaje que importa es, justamente, que nada de lo que yo he pensado de su persona importa. Porque sé, con la seguridad de quien siente y existe, que su obra y su expresión son la prueba más clara de que la trascendencia, todo eso que va más allá de lo humano, existe.

Rafael Villegas

Si yo escribiera algo del tipo “Todo lo que necesitaba en ese entonces era escuchar la voz de Mimi Parker cantando ‘If I could just make it stop, from breaking my heart, get out of the way…’ para estar bien” estaría minimizando la complejidad del quiebre existencial por el que atravesaba aquel fin de año de 2018, quiebre producto de la pérdida de control de mi consumo de cocaína y sexo, así como las posibilidades de la música de Low.

Pero a los pocos días de haber llegado –con varias costillas rotas y otras tantas marcas de autodestrucción física y espiritual quizás no tan visibles pero no por ello menos dolorosas– a una comunidad terapéutica*, quien eventualmente se convertiría en mi psicoterapeuta de cabecera hasta el día de hoy detectó algo en mi mirada y me preguntó, rompiendo mi estado de suspensión temporal:

—Rafa, ¿puedo ayudarte? ¿Qué necesitas?

—¡Escuchar música!

Gracias a ella pude tener acceso por unos minutos a Soulseek y a una memoria USB. Aún muy madreado por mi consumo en días anteriores, elaboré rápidamente una lista mental de necesidades sonoras y descargué varias canciones. “Just Make It Stop” de Low fue la que más escuché, casi obsesivamente, en las pocas oportunidades que tuve de poner música por varias semanas.

En vivo, la música Mimi y Alan podía, con distorsión total y ruido, llenar la cúpula monumental de una iglesia o, a partir de sus casi a capelas, serenar el espacio abierto de un campo de lindes difíciles de vislumbrar, mientras sus letras plasman lo más duro de la vida con una franqueza brutal que funciona tan bien –pienso– gracias a los contrastes con la parte sonora. Eso es en gran medida lo que hizo a esta banda algo colosal e irrepetible. En sus últimos dos discos estaban poniéndose muy extraños ¡otra vez! Malditos genios, estaban inventando un nuevo género o algo así. La pérdida de Mimi Parker sí que duele.

Ese otoño-casi-invierno de 2018 “Just Make It Stop” fue parte de mi acompañamiento terapéutico para empezar a recuperarme. No funcionó como una canción de esas que se escuchan para pasar el rato. Fue más bien algo que una parte de mí –esa a la que le cuesta mucho trabajo detenerse frente al placer desmedido que me ha roto una y mil veces– necesitaba escuchar para tener algo a qué afianzarse. Puedo decir entonces que Low resolvía ahí parte de una apremiante y dolorosa necesidad espiritual.

Xitlálitl Rodríguez Mendoza

Luz de magma / musgo de voz que no mana de otro sitio / sino del fondo / de ese filo del mundo llamado Mimi Parker / herida expansiva / plasma pluvial / un nuevo órgano / en mí que supe / supurar las partículas ocre / primero y coralqueloides / después / despacita y suspendida / de la dicha

Marcos Hassan

Low eran mucho más de lo que aparentaban a simple vista o a primera escucha. Podemos decir que hacían una música de trascendencia casi religiosa alrededor de voces de belleza inmaculada, sobre todo al describir la contribución más notoria de su vocalista y baterista Mimi Parker. Pero esto es sólo un fragmento de la historia. En esa voz había belleza, sí, pero también había dolor, enojo, euforia y muchas emociones más que no se iban por el lado histriónico. Había contención en ese tono claro y resonante, simple pero profundo, minimalista pero lleno de matices. Su música podía ser lenta, aunque tomaba forma de rock; podía derretirse entre electrónicos o convertirse en villancicos. Escuchar a Low es como experimentar la vida misma en pequeños pasajes sonoros.

Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total.

Conocí a Low como la banda más extrema que Steve Albini había grabado hasta el momento. Al contrario de las discordantes guitarras y gritos que lo hicieron notorio, Low tocaba música sumamente armoniosa, que se desenvuelve con paciencia. Tiempo después descargué un MP3 de su canción “In Metal» y de ahí comenzó mi obsesión. Conocer su música fue conocer que con poco se puede lograr mucho en términos de impacto con el escucha, un minimalismo sin escuela y en libertad total, llevado al siguiente plano por el fervor religioso de su ejecución. Les vi dos veces en vivo y ese minimalismo extremo me hizo percibirlos como únicos y maravillosos, todo lo que deseo sin saber que lo deseaba. Mimi Parker nunca exigió el reflector para ella pero los corazones de sus escuchas se alineaban con su voz como pequeños faros. Duele perder a alguien que encarnaba de forma tan pura eso que nos vincula fuertemente con lo transformador de la música.

Atahualpa Espinosa

Aunque poco le falta a mi ateísmo para ser militante, siento debilidad por varios representantes de una música que podría llamar, con algunas licencias, religiosa secular. Esa categoría no es estilística, sino que está definida por una clara espiritualidad religiosa, sin ser sacra. Ahí podrían estar desde Maja S. K. Ratkje a Éliane Radigue, Spiritualized o David Berman. Funciona como una especie de prótesis con la que personas carentes de fe podemos asomarnos al fervor y al pánico que despierta lo divino.

Aunque antes del 2000 había escuchado con descuido a Low, lo primero que me atrapó fue su disco en vivo One More Reason to Forget (1998). Desde ese momento me rendí a la suave autoridad de su sonido y sentí que me convirtieron (no a una forma cualquiera de religión sino a Low). Ahí pude conocer varios de los rasgos de su primera fase, con la que definieron el sonido slowcore. Pero me di una idea de su amplitud de rango con la devastadora (y amplísima) “Do You Know How to Waltz”. En ella se dibujaban varios de los territorios hacia los que crecerían en los últimos años. En parte lo que me rindió ante ellos fue el hecho de que, con elementos tan distintos, pudieran convocar ese sentido de lo sagrado o lo sobrehumano.


Low es una banda irrepetible, en más de una manera: no se antoja posible que vuelva a existir música con una fuerza comparable, hecha a partir de recursos similares, cuando las bandas actuales de rock se enfrentan a una presión mercantil mucho mayor (Low pudo llegar a un público relativamente amplio durante esa parte de los noventa en la que los sellos apostaban por lo más inusual). Eran, además, alérgicos a repetirse. El desplazamiento estilístico en sus primeros años fue infinitesimal, aunque nítido. Luego, durante este siglo, se abrieron en varias direcciones, hasta que con sus últimos dos álbumes crearon algo inalcanzable, demasiado lejos del resto de la música que era concebible hasta entonces.

La muerte de Mimi Parker es, entre muchas otras cosas, la pérdida de lo que no llegará a ser, esa nueva música de Low que nos habría sorprendido, desbordado. Y sí, de esa voz y aquel sentido sagrado del ritmo. Pocas veces una persona que hizo de la música su vida pudo evocar tan fielmente la belleza del silencio.

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sábado, 26 de noviembre de 2022

Reescribir la historia del arte

A un lado del título de la exposición una gráfica señala el porcentaje de obras de mujeres artistas en las colecciones de algunos museos nacionales, públicos y privados. El logotipo de cada institución se va llenando de luz en la medida en que su colección alberga un mayor porcentaje de mujeres. No es, como se puede suponer, una gráfica muy iluminada.

Un cuarto de logo alcanza a leerse en el museo con mayor porcentaje, el 25% (MUAC); en el que menos, apenas se aprecia un puntito, que representa el 1.70% (Museo Nacional de San Carlos). El recinto que alberga esta muestra, el Museo Kaluz, se halla en el promedio mundial: 15%; es decir, de sus mil 800 obras de pintura figurativa mexicana del siglo XIX a la fecha, sólo 150 fueron firmadas por mujeres. Por supuesto, las condiciones políticas y sociales para desarrollarse como artistas definen estos porcentajes y explican mayor presencia femenina en los museos de colecciones más recientes.

“Desde los años setenta la pregunta flota en el aire: ¿dónde están las mujeres en las colecciones? Me pareció importante plantear esta cuestión con relación a México (cuyos promedios, hay que decir, son muy parecidos a otros países) porque realmente creo que no se ha visibilizado lo suficiente, y hacerlo es el primer paso para cambiar las políticas que definen lo que hay en ellas”. Las palabras son de la curadora Karen Cordero Reiman, historiadora del arte feminista que partió de este cuestionamiento para articular (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo, una exposición necesaria, que pone en el centro el trabajo de mujeres artistas para repensar (y reordenar) la historia del arte en nuestro país.

Mujeres en diálogo

Vista de la exposición (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo. Cortesía del Museo Kaluz

Siempre estuvieron ahí

A través del diálogo con acervos de otros museos, coleccionistas y artistas contemporáneas, Cordero objeta también las relaciones de jerarquía que han marcado la cultura y el sistema del arte: “El primer problema es qué se definía como arte. Había muchas actividades femeninas que no se consideraban como tal: tejido, bordado o muchas otras cosas que hacían en un contexto doméstico. Las pocas mujeres que llegaban a ser artistas no pudieron, en la mayoría de los casos, desarrollar su carrera a la par de los hombres porque no había espacio para ellas en la academia y tampoco les fue posible realizar exposiciones. Y cuando finalmente lo lograban, muy pronto sus obras quedaban olvidadas en las bodegas de museos”.

A través del diálogo con acervos de otros museos, coleccionistas y artistas contemporáneas, Karen Cordero objeta también las relaciones de jerarquía que han marcado la cultura y el sistema del arte.

En el catálogo de la exposición (a la venta en la tienda del museo), Silvana Gesualdo, docente y estudiosa de las mujeres artistas, contribuye al tema desde el postulado que vertebra el diálogo entre las obras: las mujeres siempre estuvieron ahí. “Supieron rebelarse contra esas limitaciones, contra esa marea de voces que las silenciaban. Las mujeres artistas han estado muy presentes –mucho más de lo que creemos– abatiendo postulados misóginos y racistas”.

Las 109 piezas que componen (Re)generando… narrativas e imaginarios van del siglo XVIII (una sola obra) a la actualidad, y se han organizado en tres secciones, planteadas de acuerdo con los ejes temáticos principales de la Colección Kaluz: “Cuerpxs”, “Entornos” e “Imaginarios”. Hay una idea central en el recorrido: cuestionar los modos convencionales de percibir el arte señalando las desigualdades y otorgando por completo la mirada a las mujeres.

Guadalupe Carpio y Berruecos, Autorretrato con familia (detalle, 1865). Cortesía del Museo Nacional de Arte

Mirar a través de ellas

“El vehículo curatorial es el diálogo entre obras de diferentes períodos alrededor de problemáticas y temáticas que confrontan a los visitantes. Ponerlas a dialogar para que lo que se experimente desde los cuerpos produzca otro tipo de conciencia sensorial, social, política, artística. Me he basado en la idea de la curadora e investigadora del arte Griselda Pollock, que ha sido una de mis inspiraciones para el trabajo de curaduría feminista que he hecho desde hace muchos años, especialmente en el libro Encuentros en el museo feminista virtual: tiempo, espacio y el archivo, donde propone un reordenamiento subversivo de los modos de contar historias. Así, el tema de la exposición no sólo es incluir mujeres artistas sino preguntar cómo cambia la historia del arte si la vemos a través de ellas: cambian las narrativas, los contenidos, la visión del cuerpo, las técnicas”, explica Karen Cordero.

“El tema de la exposición no sólo es incluir mujeres artistas sino preguntar cómo cambia la historia del arte si la vemos a través de ellas: cambian las narrativas, los contenidos, la visión del cuerpo, las técnicas.”

Quizá la decisión curatorial más acertada de (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo es evitar la visión panorámica en aras de repasar la historia. La organización temática que Codero propone convierte el recorrido en una constante charla entre pasado y presente, que muchas veces genera una rendija donde se asoma un halo de futuro. El intercambio que surge entre Guadalupe Carpio y Berruecos con su Autorretrato con familia (1865) e Inda Sáenz Romero con María Izquierdo con Tamayo como modelo (2005) es un ejemplo de la manera en que la muestra deja que el espectador imagine pasados alternos y posibilidades hasta hace poco clausuradas.

“El título tiene que ver con géneros: artístico, sexual. Pero con la palabra ‘regenerar’ quise dejar claro que es una exposición que, además de visibilizar las violencias que han sufrido las mujeres, quiere mostrar qué otras cosas podemos ver, pensar e imaginar desde las obras de mujeres artistas. La idea es generar esa mirada en perspectiva. Para hacerlo lo principal es cambiar las narrativas, utilizando el arte como dispositivo para despertar imaginarios”. A partir de las líneas centrales se derivan algunas preguntas, visibles en los muros, que el espectador podrá ir contestando (o no) desde la observación de las exploraciones temáticas, estéticas y sociales de cada creadora. Se trata de poner énfasis en la diversidad de miradas y al mismo tiempo brindar elementos para cuestionarlo todo. 

Mujeres en diálogo

Colectiva Lana Desastre, Sé-nos (2022). Cortesía del Museo Kaluz

Actividades

La exposición (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo, que estará abierta en el Museo Kaluz hasta el 24 de abril de 2023, se expandirá a través de actividades diversas. La colectiva Lana Desastre, incluida en la muestra, ofrecerá el taller de tejido “El club de las chichis” los días 20 de noviembre, 3 de diciembre, 4 de febrero y 4 de marzo. El público está invitado a tejer “chichis” que se sumarán a la instalación Sé-nos. Por su parte, Ana Garduño impartirá la conferencia “Mujeres artistas en las colecciones en México” el 30 de noviembre, en el marco de la Noche de Museos. Finalmente, la artista María Gimeno, en un fecha de febrero por definir, presentará en el recinto capitalino el performance Queridas viejas.

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Reescribir la historia del arte

A un lado del título de la exposición una gráfica señala el porcentaje de obras de mujeres artistas en las colecciones de algunos museos nacionales, públicos y privados. El logotipo de cada institución se va llenando de luz en la medida en que su colección alberga un mayor porcentaje de mujeres. No es, como se puede suponer, una gráfica muy iluminada.

Un cuarto de logo alcanza a leerse en el museo con mayor porcentaje, el 25% (MUAC); en el que menos, apenas se aprecia un puntito, que representa el 1.70% (Museo Nacional de San Carlos). El recinto que alberga esta muestra, el Museo Kaluz, se halla en el promedio mundial: 15%; es decir, de sus mil 800 obras de pintura figurativa mexicana del siglo XIX a la fecha, sólo 150 fueron firmadas por mujeres. Por supuesto, las condiciones políticas y sociales para desarrollarse como artistas definen estos porcentajes y explican mayor presencia femenina en los museos de colecciones más recientes.

“Desde los años setenta la pregunta flota en el aire: ¿dónde están las mujeres en las colecciones? Me pareció importante plantear esta cuestión con relación a México (cuyos promedios, hay que decir, son muy parecidos a otros países) porque realmente creo que no se ha visibilizado lo suficiente, y hacerlo es el primer paso para cambiar las políticas que definen lo que hay en ellas”. Las palabras son de la curadora Karen Cordero Reiman, historiadora del arte feminista que partió de este cuestionamiento para articular (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo, una exposición necesaria, que pone en el centro el trabajo de mujeres artistas para repensar (y reordenar) la historia del arte en nuestro país.

Mujeres en diálogo

Vista de la exposición (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo. Cortesía del Museo Kaluz

Siempre estuvieron ahí

A través del diálogo con acervos de otros museos, coleccionistas y artistas contemporáneas, Cordero objeta también las relaciones de jerarquía que han marcado la cultura y el sistema del arte: “El primer problema es qué se definía como arte. Había muchas actividades femeninas que no se consideraban como tal: tejido, bordado o muchas otras cosas que hacían en un contexto doméstico. Las pocas mujeres que llegaban a ser artistas no pudieron, en la mayoría de los casos, desarrollar su carrera a la par de los hombres porque no había espacio para ellas en la academia y tampoco les fue posible realizar exposiciones. Y cuando finalmente lo lograban, muy pronto sus obras quedaban olvidadas en las bodegas de museos”.

A través del diálogo con acervos de otros museos, coleccionistas y artistas contemporáneas, Karen Cordero objeta también las relaciones de jerarquía que han marcado la cultura y el sistema del arte.

En el catálogo de la exposición (a la venta en la tienda del museo), Silvana Gesualdo, docente y estudiosa de las mujeres artistas, contribuye al tema desde el postulado que vertebra el diálogo entre las obras: las mujeres siempre estuvieron ahí. “Supieron rebelarse contra esas limitaciones, contra esa marea de voces que las silenciaban. Las mujeres artistas han estado muy presentes –mucho más de lo que creemos– abatiendo postulados misóginos y racistas”.

Las 109 piezas que componen (Re)generando… narrativas e imaginarios van del siglo XVIII (una sola obra) a la actualidad, y se han organizado en tres secciones, planteadas de acuerdo con los ejes temáticos principales de la Colección Kaluz: “Cuerpxs”, “Entornos” e “Imaginarios”. Hay una idea central en el recorrido: cuestionar los modos convencionales de percibir el arte señalando las desigualdades y otorgando por completo la mirada a las mujeres.

Guadalupe Carpio y Berruecos, Autorretrato con familia (detalle, 1865). Cortesía del Museo Nacional de Arte

Mirar a través de ellas

“El vehículo curatorial es el diálogo entre obras de diferentes períodos alrededor de problemáticas y temáticas que confrontan a los visitantes. Ponerlas a dialogar para que lo que se experimente desde los cuerpos produzca otro tipo de conciencia sensorial, social, política, artística. Me he basado en la idea de la curadora e investigadora del arte Griselda Pollock, que ha sido una de mis inspiraciones para el trabajo de curaduría feminista que he hecho desde hace muchos años, especialmente en el libro Encuentros en el museo feminista virtual: tiempo, espacio y el archivo, donde propone un reordenamiento subversivo de los modos de contar historias. Así, el tema de la exposición no sólo es incluir mujeres artistas sino preguntar cómo cambia la historia del arte si la vemos a través de ellas: cambian las narrativas, los contenidos, la visión del cuerpo, las técnicas”, explica Karen Cordero.

“El tema de la exposición no sólo es incluir mujeres artistas sino preguntar cómo cambia la historia del arte si la vemos a través de ellas: cambian las narrativas, los contenidos, la visión del cuerpo, las técnicas.”

Quizá la decisión curatorial más acertada de (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo es evitar la visión panorámica en aras de repasar la historia. La organización temática que Codero propone convierte el recorrido en una constante charla entre pasado y presente, que muchas veces genera una rendija donde se asoma un halo de futuro. El intercambio que surge entre Guadalupe Carpio y Berruecos con su Autorretrato con familia (1865) e Inda Sáenz Romero con María Izquierdo con Tamayo como modelo (2005) es un ejemplo de la manera en que la muestra deja que el espectador imagine pasados alternos y posibilidades hasta hace poco clausuradas.

“El título tiene que ver con géneros: artístico, sexual. Pero con la palabra ‘regenerar’ quise dejar claro que es una exposición que, además de visibilizar las violencias que han sufrido las mujeres, quiere mostrar qué otras cosas podemos ver, pensar e imaginar desde las obras de mujeres artistas. La idea es generar esa mirada en perspectiva. Para hacerlo lo principal es cambiar las narrativas, utilizando el arte como dispositivo para despertar imaginarios”. A partir de las líneas centrales se derivan algunas preguntas, visibles en los muros, que el espectador podrá ir contestando (o no) desde la observación de las exploraciones temáticas, estéticas y sociales de cada creadora. Se trata de poner énfasis en la diversidad de miradas y al mismo tiempo brindar elementos para cuestionarlo todo. 

Mujeres en diálogo

Colectiva Lana Desastre, Sé-nos (2022). Cortesía del Museo Kaluz

Actividades

La exposición (Re)generando… narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo, que estará abierta en el Museo Kaluz hasta el 24 de abril de 2023, se expandirá a través de actividades diversas. La colectiva Lana Desastre, incluida en la muestra, ofrecerá el taller de tejido “El club de las chichis” los días 20 de noviembre, 3 de diciembre, 4 de febrero y 4 de marzo. El público está invitado a tejer “chichis” que se sumarán a la instalación Sé-nos. Por su parte, Ana Garduño impartirá la conferencia “Mujeres artistas en las colecciones en México” el 30 de noviembre, en el marco de la Noche de Museos. Finalmente, la artista María Gimeno, en un fecha de febrero por definir, presentará en el recinto capitalino el performance Queridas viejas.

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jueves, 24 de noviembre de 2022

‘Tesauro’ en el CECUT

En plena celebración de su 40 aniversario, el pasado 20 de octubre fue inaugurada en el Centro Cultural Tijuana (CECUT) la exposición Tesauro. Seis términos de la pintura del siglo XX en México. La Sala 1 de El Cubo cobija 80 piezas pertenecientes a la Colección BBVA, con la curaduría de Daniel Garza Usabiaga. Se trata de una visión panorámica del arte producido en el país durante la segunda mitad del siglo XX.

Medio centenar de artistas están presentes en la muestra, entre ellos David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo, Gunther Gerzso, Leonora Carrington, Miguel Castro Leñero, Rufino Tamayo, Joy Laville, Manuel Felguérez o Helen Escobedo. Además de pinturas encontramos esculturas, objetos, fotografías y obras gráficas que se articulan en seis ejes temáticos (los términos del Tesauro): “Animales”, “Arte antiguo americano”, “Artes populares”, “Flores”, “Hombre y masculinidad” y “Paisaje”.

Con su selección, que podrá visitarse en Tijuana hasta el 26 de febrero de 2023, Daniel Garza Usabiaga teje narrativas que vinculan el ámbito artístico con problemáticas contemporáneas, como la relación con el medioambiente, la construcción de identidad o el vínculo con las culturas originarias. Antes de presentarse en el CECUT, Tesauro se ofreció este año a los públicos del Museo de Aguascalientes y el Centro Cultural Clavijero de Morelia.

El retrato, el paisaje o la naturaleza muerta son motivos que atraviesan los ejes temáticos de esta exhibición mayoritariamente pictórica. Una lectura de las estéticas del pasado reciente que permite seguir, desde tendencias plásticas específicas, preocupaciones que han capturado la imaginación de los artistas de la modernidad mexicana, y que mantienen su vigencia.

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‘Tesauro’ en el CECUT

En plena celebración de su 40 aniversario, el pasado 20 de octubre fue inaugurada en el Centro Cultural Tijuana (CECUT) la exposición Tesauro. Seis términos de la pintura del siglo XX en México. La Sala 1 de El Cubo cobija 80 piezas pertenecientes a la Colección BBVA, con la curaduría de Daniel Garza Usabiaga. Se trata de una visión panorámica del arte producido en el país durante la segunda mitad del siglo XX.

Medio centenar de artistas están presentes en la muestra, entre ellos David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo, Gunther Gerzso, Leonora Carrington, Miguel Castro Leñero, Rufino Tamayo, Joy Laville, Manuel Felguérez o Helen Escobedo. Además de pinturas encontramos esculturas, objetos, fotografías y obras gráficas que se articulan en seis ejes temáticos (los términos del Tesauro): “Animales”, “Arte antiguo americano”, “Artes populares”, “Flores”, “Hombre y masculinidad” y “Paisaje”.

Con su selección, que podrá visitarse en Tijuana hasta el 26 de febrero de 2023, Daniel Garza Usabiaga teje narrativas que vinculan el ámbito artístico con problemáticas contemporáneas, como la relación con el medioambiente, la construcción de identidad o el vínculo con las culturas originarias. Antes de presentarse en el CECUT, Tesauro se ofreció este año a los públicos del Museo de Aguascalientes y el Centro Cultural Clavijero de Morelia.

El retrato, el paisaje o la naturaleza muerta son motivos que atraviesan los ejes temáticos de esta exhibición mayoritariamente pictórica. Una lectura de las estéticas del pasado reciente que permite seguir, desde tendencias plásticas específicas, preocupaciones que han capturado la imaginación de los artistas de la modernidad mexicana, y que mantienen su vigencia.

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miércoles, 23 de noviembre de 2022

Lydia Lunch, la voz inabarcable

¿Cómo explicar lo indefinible? ¿Cómo abstraer las formas de expresión más libres, diversas y estrambóticas? ¿Limita a una obra provenir de la rabia antes que de una búsqueda estética? La mirada transgresora y la necesidad de combatir al statu quo son elementos que describen bien a Lydia Lunch, que a los 63 años conserva el espíritu aguerrido que la caracterizó en los años setenta y ochenta.

La generación No Wave, a veces ligada erróneamente al punk y postpunk británicos, fue una respuesta de la juventud de la Costa Este de Estados Unidos al arte surgido en Nueva York y extendido a lugares como Nueva Jersey o Georgia. A ella se asociaron figuras como Suicide, Pylon, DNA, Delta 5, ESG, Nick Cave, Rowland S. Howard, Richard Hell, Lizzy Mercier Descloux, Bush Tetras y, claro, Lydia Lunch, una de las personalidades más representativas de este movimiento.

Tras su visita a la Ciudad de México, donde participó en el festival Música contra el Olvido (15 de octubre, Centro Cultural Universitario), organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México, el encuentro con Lunch en un hotel al sur de la ciudad de México dejó más preguntas que respuestas.

Lydia Lunch

Lydia Lunch durante su presentación en el Festival Cultura UNAM, dentro de Música contra el Olvido

No Wave

¿Qué significó la No Wave? El movimiento no respetaba las normas musicales, visuales o académicas. No provenía de letrados ni de grandes compositores, sino de bohemios, pensadores callejeros y obreros, que abandonaron las aspiraciones tradicionales de su cultura.

Lydia Anne Koch nació el 2 de junio de 1959 en la ciudad de Rochester, Nueva York, y fue hija de una ama de casa y un vendedor de aspiradoras. Su infancia ha quedado plasmada en poemas como “Daddy Dearest”, donde describe los abusos y maltratos de su padre, el adoctrinamiento religioso y la pobreza que caracterizaba a las familias de la época.

“Voy a ser No Wave sin importar la música que haga, es más una actitud. No lo hago por ser popular o para cierta gente que necesita una forma de pensar o de escuchar.”

Para Lunch la No Wave fue un antimovimiento, dotado con la libertad de ser y hacer lo que se les viniera en gana: cine transgresor, piezas visuales o álbumes que mezclaran disco, punk y jazz. “Voy a ser No Wave sin importar la música que haga, es más una actitud. No lo hago por ser popular o para cierta gente que necesita una forma de pensar o de escuchar”, sostiene, segura de que su labor sigue siendo la misma: transgredir su propio trabajo.

Senderos creativos

En sus inicios Lydia Lunch lideró al grupo Teenage Jesus and The Jerks, para luego emprender una carrera en solitario con un sonido ajeno a la música de los charts y con una producción estilo hazlo tú mismo. Después se orientó naturalmente a la literatura, la poesía y el cine. Su obra habla de anarquismo, sexualidad, guerra y misoginia. “Los problemas de la sociedad siguen siendo los mismos. Estados Unidos dice ser una cosa y es exactamente lo opuesto; hay mucha gente pobre y tenemos más presos que China y Rusia, ¿puedes creerlo?”, pregunta.

Su documental La guerra nunca termina (2019) tiene como tema principal no sólo la guerra entre naciones sino entre individuos, etnias, géneros, sexos, religiones y niveles socioeconómicos. Es uno de sus trabajos más esclarecedores. “Tenemos los mismos problemas que en la Edad Media. Aunque hay pequeños cambios, seguimos siendo esclavos”, insiste. “En los setenta el alcalde declaró a la ciudad de Nueva York en bancarrota y hoy en día no puedes pagar ni un cenicero porque se ha vuelto muy caro… No sé cuál es la solución para terminar esta guerra, pero el problema siempre ha sido el mismo”.

Lydia Lunch

Lydia Lunch y su banda en el estacionamiento del Centro Cultural Universitario de la Ciudad de México

Al hablar con Lunch es inevitable, para alguien de una generación más joven, querer conocer la escena neoyorquina de entonces, pero la artista no se quedó atrapada en aquellos años. Con más de cuatrocientas canciones repartidas entre colaboraciones y discos solistas, como Queen of Siam (1980), 13.13 (1981), Honeymoon in Red (1987), Matrikamantra (1997) o Smoke in the Shadows (2004), ha publicado libros como Better an Old Demon Than a New God (1984), Paroxia: diario de una depredadora (1997), Medidas desesperadas (2010) o The Need to Feed: Recipes for Developing a Healthy Obsession with Deeply Satisfying Foods (2012). Son múltiples sus apariciones en películas.

La ruptura permanente

La visita de Lydia Lunch a la UNAM exige preguntar: ¿el arte contestatario debe ser estudiado en las aulas o eso rompe con su naturaleza? Con una obra vasta, para la artista las universidades han sido un refugio: en ellas depositó su archivo para que las nuevas generaciones entiendan lo que sucedió en su tiempo. “Es importante que mi obra esté en las escuelas, ni siquiera yo he escuchado todas mis canciones. Yo no fui a la escuela, me puse a crear. Las personas deben darse cuenta de que el mainstream es una mierda. Veintiún personas escriben una canción pop, mientras yo escribo un disco completo en un día”.

“Yo no fui a la escuela, me puse a crear. Veintiún personas escriben una canción pop, mientras yo escribo un disco completo en un día.”

Mientras conversamos tose, carraspea, pierde el aliento pero no el volumen ni la agilidad en las palabras. El sofá rojo contrasta con sus ojos claros y el vestido negro. Cada palabra es sostenida por cuarenta años de experiencia. “Soy muy necia y no me voy a detener, tal vez ya estoy muerta”, dice con una sonrisa. Y agrega: “Muchos artistas sufren depresión, muchos amigos tienen eso o ansiedad. Yo no lo padezco, pero tengo rabia, no una rabia emocional sino política”.

Lydia Lunch

Lydia Lunch en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, 15 de octubre de 2022

Lunch busca romper con lo ya hecho, principalmente por ella misma. Cada etapa de su carrera ha sido radicalmente distinta, desde los años en la música punk (un término que no le agrada), su paso por el cine o la spoken word (buscará traer a México, en 2023, sus talleres de expresión escénica enfocados en mujeres artistas). “Mis compañeros y amigos, por ejemplo Sonic Youth, se volvieron famosos porque siguieron haciendo lo que ya hacían. Yo cambio todo el tiempo. La gente me dice que le gusta mi música, y yo le pregunto ‘¿Cuál de todas? He estado en mil proyectos, por favor sé más específico’”.

Su medio, finalmente, es la palabra, que atraviesa disciplinas y formatos. ¿Su forma más auténtica y creativa? Es “muy traviesa” para ser revelada, asegura, “lo dejo a tu imaginación”.

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Lydia Lunch, la voz inabarcable

¿Cómo explicar lo indefinible? ¿Cómo abstraer las formas de expresión más libres, diversas y estrambóticas? ¿Limita a una obra provenir de la rabia antes que de una búsqueda estética? La mirada transgresora y la necesidad de combatir al statu quo son elementos que describen bien a Lydia Lunch, que a los 63 años conserva el espíritu aguerrido que la caracterizó en los años setenta y ochenta.

La generación No Wave, a veces ligada erróneamente al punk y postpunk británicos, fue una respuesta de la juventud de la Costa Este de Estados Unidos al arte surgido en Nueva York y extendido a lugares como Nueva Jersey o Georgia. A ella se asociaron figuras como Suicide, Pylon, DNA, Delta 5, ESG, Nick Cave, Rowland S. Howard, Richard Hell, Lizzy Mercier Descloux, Bush Tetras y, claro, Lydia Lunch, una de las personalidades más representativas de este movimiento.

Tras su visita a la Ciudad de México, donde participó en el festival Música contra el Olvido (15 de octubre, Centro Cultural Universitario), organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México, el encuentro con Lunch en un hotel al sur de la ciudad de México dejó más preguntas que respuestas.

Lydia Lunch

Lydia Lunch durante su presentación en el Festival Cultura UNAM, dentro de Música contra el Olvido

No Wave

¿Qué significó la No Wave? El movimiento no respetaba las normas musicales, visuales o académicas. No provenía de letrados ni de grandes compositores, sino de bohemios, pensadores callejeros y obreros, que abandonaron las aspiraciones tradicionales de su cultura.

Lydia Anne Koch nació el 2 de junio de 1959 en la ciudad de Rochester, Nueva York, y fue hija de una ama de casa y un vendedor de aspiradoras. Su infancia ha quedado plasmada en poemas como “Daddy Dearest”, donde describe los abusos y maltratos de su padre, el adoctrinamiento religioso y la pobreza que caracterizaba a las familias de la época.

“Voy a ser No Wave sin importar la música que haga, es más una actitud. No lo hago por ser popular o para cierta gente que necesita una forma de pensar o de escuchar.”

Para Lunch la No Wave fue un antimovimiento, dotado con la libertad de ser y hacer lo que se les viniera en gana: cine transgresor, piezas visuales o álbumes que mezclaran disco, punk y jazz. “Voy a ser No Wave sin importar la música que haga, es más una actitud. No lo hago por ser popular o para cierta gente que necesita una forma de pensar o de escuchar”, sostiene, segura de que su labor sigue siendo la misma: transgredir su propio trabajo.

Senderos creativos

En sus inicios Lydia Lunch lideró al grupo Teenage Jesus and The Jerks, para luego emprender una carrera en solitario con un sonido ajeno a la música de los charts y con una producción estilo hazlo tú mismo. Después se orientó naturalmente a la literatura, la poesía y el cine. Su obra habla de anarquismo, sexualidad, guerra y misoginia. “Los problemas de la sociedad siguen siendo los mismos. Estados Unidos dice ser una cosa y es exactamente lo opuesto; hay mucha gente pobre y tenemos más presos que China y Rusia, ¿puedes creerlo?”, pregunta.

Su documental La guerra nunca termina (2019) tiene como tema principal no sólo la guerra entre naciones sino entre individuos, etnias, géneros, sexos, religiones y niveles socioeconómicos. Es uno de sus trabajos más esclarecedores. “Tenemos los mismos problemas que en la Edad Media. Aunque hay pequeños cambios, seguimos siendo esclavos”, insiste. “En los setenta el alcalde declaró a la ciudad de Nueva York en bancarrota y hoy en día no puedes pagar ni un cenicero porque se ha vuelto muy caro… No sé cuál es la solución para terminar esta guerra, pero el problema siempre ha sido el mismo”.

Lydia Lunch

Lydia Lunch y su banda en el estacionamiento del Centro Cultural Universitario de la Ciudad de México

Al hablar con Lunch es inevitable, para alguien de una generación más joven, querer conocer la escena neoyorquina de entonces, pero la artista no se quedó atrapada en aquellos años. Con más de cuatrocientas canciones repartidas entre colaboraciones y discos solistas, como Queen of Siam (1980), 13.13 (1981), Honeymoon in Red (1987), Matrikamantra (1997) o Smoke in the Shadows (2004), ha publicado libros como Better an Old Demon Than a New God (1984), Paroxia: diario de una depredadora (1997), Medidas desesperadas (2010) o The Need to Feed: Recipes for Developing a Healthy Obsession with Deeply Satisfying Foods (2012). Son múltiples sus apariciones en películas.

La ruptura permanente

La visita de Lydia Lunch a la UNAM exige preguntar: ¿el arte contestatario debe ser estudiado en las aulas o eso rompe con su naturaleza? Con una obra vasta, para la artista las universidades han sido un refugio: en ellas depositó su archivo para que las nuevas generaciones entiendan lo que sucedió en su tiempo. “Es importante que mi obra esté en las escuelas, ni siquiera yo he escuchado todas mis canciones. Yo no fui a la escuela, me puse a crear. Las personas deben darse cuenta de que el mainstream es una mierda. Veintiún personas escriben una canción pop, mientras yo escribo un disco completo en un día”.

“Yo no fui a la escuela, me puse a crear. Veintiún personas escriben una canción pop, mientras yo escribo un disco completo en un día.”

Mientras conversamos tose, carraspea, pierde el aliento pero no el volumen ni la agilidad en las palabras. El sofá rojo contrasta con sus ojos claros y el vestido negro. Cada palabra es sostenida por cuarenta años de experiencia. “Soy muy necia y no me voy a detener, tal vez ya estoy muerta”, dice con una sonrisa. Y agrega: “Muchos artistas sufren depresión, muchos amigos tienen eso o ansiedad. Yo no lo padezco, pero tengo rabia, no una rabia emocional sino política”.

Lydia Lunch

Lydia Lunch en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, 15 de octubre de 2022

Lunch busca romper con lo ya hecho, principalmente por ella misma. Cada etapa de su carrera ha sido radicalmente distinta, desde los años en la música punk (un término que no le agrada), su paso por el cine o la spoken word (buscará traer a México, en 2023, sus talleres de expresión escénica enfocados en mujeres artistas). “Mis compañeros y amigos, por ejemplo Sonic Youth, se volvieron famosos porque siguieron haciendo lo que ya hacían. Yo cambio todo el tiempo. La gente me dice que le gusta mi música, y yo le pregunto ‘¿Cuál de todas? He estado en mil proyectos, por favor sé más específico’”.

Su medio, finalmente, es la palabra, que atraviesa disciplinas y formatos. ¿Su forma más auténtica y creativa? Es “muy traviesa” para ser revelada, asegura, “lo dejo a tu imaginación”.

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