La relación fracturada –a veces redimida– entre un padre dominante y un hijo que se rebela suele ser el punto de partida de mitologías innumerables y diversas que comienzan en el Génesis judeocristiano y se extienden hasta el psicoanálisis, Kafka o Star Wars. La figura paterna, ogro filantrópico y monstruo amoroso, resurge sin descanso en el bestiario de la narrativa fantástica. Entre las variantes mejor conocidas en la cultura global tendría que contarse Las aventuras de Pinocho (1883) de Carlo Collodi, florentino, masón, filósofo, miliciano de la unificación italiana y, después de todo aquello, fabulista infantil cuyos cuentos no escondían las ideas políticas de sus años turbulentos.
El Pinocho de Collodi no es solo un producto natural del romanticismo pagano, tan popular en la Europa central del siglo XIX; igual que en otros mitos románticos colindantes como el Golem o el Frankenstein (1818) de Shelley, Pinocho invita al juicio sobre las figuras del padre creador, dominante, protector pero errático, y del hijo como rebelde que, entre falla y bache, traza un camino propio desde su materia original –madera tallada por el padre– hasta su liberación final y autónoma: ser un niño de verdad.
Pinocho también funciona para quien lo lea como una brújula moral para las infancias en la lastimada Italia del Risorgimento y como una fábula en torno al ideario de la masonería: la verdad racional como ruta inevitable hacia el progreso, so pena de que el oscurantismo resurja, se lo trague a uno la ballena –otra alegoría bíblica– o te crezca la nariz: el estigma del paria a la vista de todos. ¿Es posible abarcar semejante prisma de interpretación en una adaptación cuya primera vocación sea industrial? Si nos atenemos al clásico extraordinario pero sanitizado, dirigido por Sharpsteen y Luske para Disney (Pinocho, 1940), la respuesta es no. El Pinocho de Collodi, que manda a Geppetto a prisión, es torturado por los carabineri y colgado de un árbol, quemado y que asesina al Grillo en un arranque, no aparece en la mayoría de las adaptaciones conocidas.
Sin ninguna explicación racional para la coincidencia, en los cuatro años recientes cineastas de latitudes y raíces diversas, todos con peso propio y trayectoria considerable, estrenaron tres versiones distintas y distantes entre sí del Pinocho de Collodi: Matteo Garrone (2019), Robert Zemeckis (2022) y, en fechas recientes, Mark Gustafson y Guillermo del Toro (2022). Haciendo a un lado la versión desalmada y prefabricada de Zemeckis, encargada como maquila para streaming y dirigida sin la menor pasión ni inventiva, las apuestas de Garrone, Del Toro y Gustafson destacan por su compromiso apasionado con el material original. En el caso de la más reciente, actualmente en salas del circuito independiente y próxima a estrenarse en Netflix, es notable su voluntad por abrazar las zonas oscuras de la fábula y dotar a sus personajes de humanismo y personalidad palpables.
Visto en retrospectiva, el encuentro entre Del Toro, Geppetto y Pinocho funciona como dos cauces de un mismo río que inevitablemente se unen en una misma corriente. En muchos de los proyectos más personales a íntimos del realizador mexicano la figura paterna, biológica o no pero siempre ambigua y compleja, reaparece en los personajes de Federico Luppi (Cronos, 1993; El espinazo del diablo, 2001), Sergi López (El laberinto del fauno, 2006) o Richard Jenkins (La forma del agua, 2017) hasta desembocar, inevitablemente, en un Geppetto (voz del legendario David Bradley) poblado de claroscuros, con un pasado complejo y que es un personaje desarrollado más allá del rol tradicional.
En consecuencia, el segundo acierto fundamental de la adaptación es enmarcar la historia, quizá por primera vez, en la Italia palpable, reconocible y fascista de los años treinta, cuya sombra se extiende hasta la actual administración de Giorgia Meloni y la extrema derecha en el mundo. Extraordinaria y amorosa, tan atenta a la delicadeza del detalle artesanal como al dominio firme del espectáculo en crescendo, Pinocho de Guillermo del Toro y Mark Gustafson amerita ser recordada como la primera adaptación madura y compleja que brota del cuento original de Collodi, expandiendo sus resonancias a territorios valientes y desafiantes.
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