Para Mariano
Escogía un hummus cuando vi a Pauline. Es el Bónus del centro de Reikiavik, el súper más barato en este país de comida cara, donde la gente se pasea con vestimentas todoterreno: botas de escalar, chamarras Patagonia y mochilas que elongan una manguera a sus bocas para no perder hidratación ni un segundo. Listos para enfrentar glaciares, cañones y fiordos. Junto a mí encuentro otra camiseta rojiblanca (traigo una muy vieja del Necaxa, con dos estrellas y rayos en los hombros); la de ella dice en el pecho “The floor is lava”. Viste leggins de color magma y lleva el pelo en un chongo alto que vierte chinos marrones, anaranjados y rojos.
Nos cruzamos y esquivamos para tomar un bote de hummus cada quien: yo quería el sabor jalapeño, de su lado, y ella el natural, del mío. Al final de esa breve maniobra, le dije “Hey, you’re the volcano girl”. Ella sonrió.
–I guess so.
–You know, right? “La niña del volcán”.
–¡Clarooo! It’s on my volcano playlist.
Lo siguiente que me atravesó fue la pregunta obvia, si se dirige al Meradalur, el volcán que está en erupción desde hace una semana, a 50 kilómetros de Reikiavik, en la costa sur de la isla.
–Me descubriste, aunque no era tan difícil con mis ropas –me dice Pauline en un español bastante bueno. Después de aprovisionarse, emprenderá el camino junto con sus compañeros (franceses, igual que ella) Pi-Eich-Dis en vulcanología. Viajaron ayer desde la universidad de Durham para ver ese agujero que lanza tierra en fuego.
Aún no he ido al volcán, pero ya tengo mi pequeña historia con él. (¿O ella? En Hawái, Pelée es la diosa del volcán.) Los tres o cuatro días previos a la erupción, en Reikiavik se registraron más de 400 temblores, de los cuales sentí como veinte por día. Muy diferentes a los que se sienten en el DF o en Oaxaca. Eran sacudidas como de lavadora desajustada centrifugando, que no duraban ni dos segundos. Tiraron una maceta del librero y algunos vasos en la cocina.
Los tres o cuatro días previos a la erupción, en Reikiavik se registraron más de 400 temblores, de los cuales sentí como veinte por día.
No tenía ni idea de que una erupción se aproximaba, disfrutaba los vaivenes. Solo en la casa durante días. No sé por qué me cagaba de risa. No era risita de nervios, eran auténticas carcajadas. Una ocurrió justo mientras caminaba en la sala y me trompicó. Me mató de la risa. No entendía. Eran demasiado breves como para albergar alguna incertidumbre catastrófica. Le escribí a mi amiga Kamila –me quedé en su departamento mientras ella viajaba por los Eastfjords– para saber qué pasaba y entonces me dijo que se habían anunciado temblores provocados por alta actividad volcánica subterránea y una probable erupción cerca de Reikiavik, sin fecha ni ubicación cierta.
*
La niña del volcán y sus vulcanólogos planean estar ahí hasta que oscurezca, así que si los chilenos de mi empresa (chilena) me liberan de las juntas remotas a las cinco podré verla sur le terrain, como dice la doctora. Desde Reikiavik es una hora en coche, más hora y media caminando ocho kilómetros de subida y entre piedras. Si le meto llegaré antes de medianoche, que a estas alturas del año es cuando apenas empieza a oscurecer.
Al llegar a Islandia, hace un mes, no había oscuridad ni a la mitad de la madrugada; fue perfecto para gozar la luz el día entero. Recorrí con Kamila los Westfjords: podíamos manejar por horas, remojarnos en manantiales termales y tomar siestas en campos de musgo acolchado –lo único que crece en los valles de lava– y apenas a las diez buscábamos dónde acampar, a pleno sol.
Hoy ya hay unas cuantas horas oscuras entre la una y las cuatro de la mañana.
Intercambié instagrams con Pauline y salimos cada quien a nuestros rumbos después de las compras. ¡Qué pendejo que no he ido al volcán todavía! La erupción empezó hace siete días y dicen que cada vez puedes acercarte menos al cráter porque la lava se extiende. Tengo que ir hoy, son mis últimos días en Islandia y quiero ver a quien me estuvo sacudiendo con cosquillas todos estos días.
Sigo en el pinche Meets en otra junta infinita cuando me llega una foto de Pauline. Está comiendo hummus frente al volcán.
–¿Vas a venir? Tráete un sleeping bag o dos, si puedes. It’s cold already!
Al principio es plano, pero después de la primera loma se observa un valle lleno de pequeños cráteres. Con mis botas rotas rebaso a los hikers súper equipados con lámpara en la cabeza y unos palitos de caminar.
Cierro la compu y paso la junta a mi teléfono. Tal vez se pierda la señal en algún punto pero no puedo esperar más. Arranco rumbo a Keflavik por la carretera que circunda el Kleifarvatn, el lago más grande de la península de Reykjanes y uno de los más profundos del país. Después de unos valles planos y desarbolados (al parecer los vikingos arrasaron con la mayoría de los árboles del país para construir barcos) llego a un estacionamiento atascado, cientos de autos. Son las nueve y media y muchos van ya de salida, encuentro un lugar y comienzo la caminata a paso veloz.
Al principio es plano, pero después de la primera loma se observa un valle lleno de pequeños cráteres. Con mis botas rotas rebaso a los hikers súper equipados con lámpara en la cabeza y unos palitos de caminar. Todavía no entiendo para qué sirven esas madres. Pasando el tercer o cuarto kilómetro hay un camino de magma negro, de la erupción del año pasado, que aún se está enfriando. El suelo negro, formando pliegues que delatan su origen líquido y denso, llega hasta el horizonte, y después de él está el mar.
El brillo del cielo baja unos tonos –ya son las diez– y una columna de nubes que se eleva frente a mí se torna fucsia: es el vapor que sale del volcán. Con el tres por ciento de pila en mi teléfono le aviso a Pauline que llegaré pronto. De por sí venía rápido, pero ahora comienzo a correr y a celebrar. Levanto los brazos y voy cantando, mi cuerpo se inunda de himnos mientras paso la última loma, y se revela al fin el cráter.
*
Es el nacimiento de la tierra. Un parto y un manantial. El caos de la creación. Es la mamá de todas nuestras mamás. Ruge, respira, truena. Lanza meteoritos –parecen fuegos artificiales en cámara lenta–, cruje a mil grados la tierra derretida, se acomoda en dos ríos, forma una cueva y una laguna, la laguna se desborda y fluye el fuego, rojo, brillante, en hilos que tejen un manto que en segundos cubre veinte o treinta metros, y se detiene.
Llamo a Pauline pero la señal es muy mala y mi teléfono está por apagarse. Aunque todavía no oscurece por completo, es difícil distinguir entre el gentío que se mueve. Se corta la llamada y me escribe.
Je t’attends a l’arrivée
Appelle moi quand tu es la
I’m here!
Just past the hill where you can see the eruption
C’est ou l’arrivée?
Je crois que je suis ici
I’m going to whistle and you’ll here me
*hear
I don’t know how to find you haha
I’m whistling very loudly
Do you hear a loud whistle?
I heard that.
That’s me!!!
Jajaja
Again.
Follow it!
¡Me encontró! Llegó riéndose del extravagante (y desvergonzado) recurso para encontrarnos. Caminamos por una cara de la loma acercándonos al cráter. El llano frente a nosotros ya está completamente inundado del magma que lleva fluyendo los últimos siete días. Mientras nos acercamos a esa nueva explanada negra, roja y humeante, la temperatura sube.
Encontramos un cachito de musgo suave y pachón y nos sentamos a ver el espectáculo. Pauline saca de su mochila, con delicadeza, las rocas que ella y los otros Pi-Eich-Dis recolectaron hace unas horas. Con máscaras antigás, martillo y cincel consiguieron muestras de esta tierra emergida que estudiarán en los laboratorios de la universidad a su regreso.
Oscurece y los vulcanólogos –excepto la mía– equipan sus lámparas para la caminata de regreso. Pauline me pide el sleeping y me lo cambia por una botella de Jameson, que usaremos para calentarnos ahora que el viento arreció.
Nos embolsamos. Veo su sonrisa anaranjada –todo es anaranjado– dar un traguito al whisky. Sale la luna llena detrás del volcán. Fantaseamos con tirar de una pedrada alguno de los quince a veinte putos drones que hay zumbando a nuestro alrededor. Les mandamos toda nuestra mala onda para que se derritan en la lava.
Pauline me cuenta de los cristales que brotan con el magma. Pueden tener miles de años sentaditos ahí, esperando que una erupción los traiga a la superficie. Están llenos de información y revelan secretos del interior de la Tierra.
Pauline me cuenta de los cristales que brotan con el magma. Pueden tener miles de años sentaditos ahí, esperando que una erupción los traiga a la superficie. Están llenos de información y revelan secretos del interior de la Tierra. Ella conoce volcanes alrededor del mundo y todos tienen personalidades y comportamientos diferentes. Unas son mujeres y otros hombres. Crean tierras fértiles o destruyen poblaciones enteras. Cambian en un solo día. Los alaban y les temen. Aquí mismo, al sur de Islandia, en Vik, esperan las erupciones para que inunden con magma y creen más terreno, que empujen la costa más lejos.
–Nunca los podré entender, pero un poco me dirán.
Ver el Meradalur me hace llorar. Siento que me asomo a la creación de algo que tiene que ver conmigo, con el futuro, con el pasado. Pauline también está llorando. Acercamos nuestras caras anaranjadas. El rugido del volcán nos arrulla, nos canta una canción de cuna. Nos cuchareamos, cerramos los ojos y nos perdemos en nuestros mundos.
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