viernes, 30 de junio de 2023

La creación de lo cotidiano

Hay diseño en todo… en una nube, en una pared, en una silla, en el mar, en la arena, en una maceta.

Clara Porset

Ana Elena Mallet, curadora mexicana especializada en diseño moderno y contemporáneo, se ha desempeñando como investigadora, docente y crítica de arte. Creadora del Corredor Cultural Roma Condesa, en 2003 realizó la primera muestra dedicada a la moda contemporánea en México, Boutique, en el Museo de Arte Carrillo Gil. Entre sus exposiciones destacan Inventado un México moderno: el diseño de Clara Porset (2006) y Huellas de la Bauhaus: Van Beuren, México (2010), ambas realizadas en el Museo Franz Mayer capitalino. Junto a Zoë Ryan, del Art Institute of Chicago, curó In a Cloud, in a Wall, in a Chair: Six Modernists in Mexico at Midcentury (2020).

En 2022 Mallet presentó la exposición Una modernidad hecha a mano en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), que planteó una revisión de la producción de diseño en México ligada al imaginario de una modernidad formulada desde el vocabulario mexicanista. Ese mismo año, junto a Pilar Obeso, curó la exposición Diseño en femenino. México 1940-2022 en el Franz Mayer, que reunió el trabajo de 110 diseñadoras radicadas en el país e integró trabajos de diseño editorial, industrial y textil. Es una fiel investigadora del trabajo de la diseñadora cubano-mexicana Clara Porset, que en 1952 organizó la primera exposición de diseño en el país: El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México, en el Palacio de Bellas Artes y en Ciudad Universitaria.

Entrevistamos a Ana Elena Mallet con el objeto de conocer más a profundidad su visión curatorial y sus posturas frente al diseño hecho en México.

Quisiera comenzar con tu noción de curaduría. ¿Qué intenciones te animan, qué deseos te mueven, qué preguntas te haces?

En la actualidad, al menos como yo lo entiendo, el curador es un agente cultural que tiende puentes entre obras, creadores y audiencias, entre las instituciones y la escena independiente. Un curador debe estar pendiente de la escena y a la vez conocer la historia de las relaciones materiales, sociales y culturales que existen entre objetos, diseñadores, artistas e instituciones, para poder plantear narrativas que, de alguna manera, nos revelen ciertas historias que permitan a las audiencias relacionarse con el trabajo de los creadores.

Has hablado de que el diseño en México todavía no tiene una historia hegemónica, y que tú trabajas con microhistorias…

Empecé a trabajar con las microhistorias porque es lo que había. Se trata de construir un personaje que te conecta con otro y otro. Después te das cuenta de que la historia con H ya no existe. Existen estas historias en minúscula y en plural, historias de personajes, de objetos, de momentos, de instituciones que de alguna manera van construyendo una narrativa más amplia.

¿Hay un fin último en el diseño?

“A diferencia del arte, el diseño es accesible, y no hablo desde el punto de vista económico sino del emocional. El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana.”

Sí, mi primera definición sería mejorar la vida de los demás. El arte contemporáneo pone sobre la mesa muchas de las problemáticas que estamos viviendo, a las que el diseño podría darles solución. Para mí arte y diseño son un binomio, tendrían que estar conviviendo todo el tiempo. El diseño se ha convertido también en esa conciencia con la vida cotidiana; logra una especie de empatía, produce nostalgia y pertenencia con cierto momento histórico. Nos vestimos todos los días, nos sentamos en sillas, bebemos agua en cierto tipo de recipientes. Estos objetos pueden conectarnos con el pasado. A diferencia del arte, el diseño es accesible, y no hablo desde el punto de vista económico sino del emocional. El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana.

¿Ha cambiado la producción del diseño hecho por mujeres en México?

Ha cambiado muchísimo. En la primera mitad del siglo XX las mujeres sólo podían hacer diseño circunscrito al ámbito doméstico. Por eso destacaban en prácticas asociadas con lo “femenino”, como textiles, joyería o cerámica. Posteriormente, la educación formal las orientó al diseño gráfico y la comunicación visual. Hoy las mujeres con formación universitaria o técnica se aventuran no sólo en aquellas prácticas consideradas “femeninas” sino a otras miles de cosas: el diseño entendido como práctica sustentable, con nuevos materiales y técnicas innovadoras. Es muy interesante lo que generan muchas de estas mujeres al experimentar con materiales y cuestionar desde su propia obra los procesos de trabajo colectivos e individuales.

Ana Elena Malle

Vista de exposición Diseño en femenino, Museo Franz Mayer, 2022. Fotografía: Javier Hinojosa. Cortesía de Ana Elena Mallet y Pilar Obeso

La perspectiva de género me parece fundamental. Tiene que seguir haciéndose conciencia no solamente asociada al género sino en lo utilitario: el excusado donde nos sentamos todos los días basa sus medidas en las de los hombres, las calles tienen una morfología masculina. Las diseñadoras podrían producir cambios. La idea moderna del “progreso” nos hizo pensar en la masa, pero la masa son muchas personas con distintas necesidades y condiciones corporales y fisiológicas, no es sólo una cuestión de género, se involucran diferentes capacidades.

La exposición Diseño en femenino atrajo una discusión interesante sobre los binarismos y los roles de género. Sin embargo, el texto curatorial hace un cuestionamiento de lo “femenino”. ¿Sabían que el título iba a producir esa discusión?

Era la intención. Yo me decía: Nunca se ha hecho una exposición de mujeres en el diseño y hay que poner en juego todas estas discusiones. Pensé que teníamos que mostrar lo que ha existido, lo que a nosotras nos parecía interesante, y cuestionar otras cosas. Para mí, desde el punto de vista curatorial, las exposiciones deben generar preguntas y cuestionamientos. Pilar Obeso y yo hablamos mucho sobre el título con la entonces directora del Museo Franz Mayer, Alejandra de la Paz; la idea era preguntarse qué es lo “femenino” hoy.

“La idea moderna del “progreso” nos hizo pensar en la masa, pero la masa son muchas personas con distintas necesidades y condiciones corporales y fisiológicas, no es sólo una cuestión de género, se involucran diferentes capacidades.”

Nos interesaba, además, sumar otras voces. En México y en Latinoamérica, donde tenemos pocos recursos, los curadores deben organizar el programa público, lo que suele volverlo redundante. En ese sentido, invitar a Diseña Colectiva fue fantástico. Ahí se cuestionó todo el tiempo la exposición. La idea era abrir otras ventanas, otras plataformas y otras voces que discutieran cosas que a lo mejor yo no estoy viendo. Con estas otras narrativas el programa público puso en jaque lo “en femenino”.

¿Por qué hablar de diseño mexicano, qué identidades, imaginarios o sesgos reproduce?

Me gusta más hablar de diseño hecho en México. “Lo mexicano” tiene que ver con un “ser mexicano”, está ligado a la identidad nacional. En este sentido, en Diseño en femenino hubo una intención muy distinta a Una modernidad hecha a mano. Esta exposición estaba saturada de forma intencional, para decir: Este es el archivo de los mexicanismos, basta, busquemos otra manera de acercarnos a la herencia cultural. En Diseño en femenino hay una visión más contemporánea. El pensamiento de Clara Porset sigue siendo vigente: Sí, hay que volver al territorio, pero para proponer algo acorde con nuestro tiempo.

Ana Elena Mallet

Vista de la exposición Una modernidad hecha a mano, MUAC, 2022. Cortesía de Ana Elena Mallet

¿Se relaciona la línea mexicanista en el diseño con el turismo de masas y la gentrificación?

Los últimos diez años han sido de promoción del diseño entre los bazares, la Lonja Mercantil, la Design Week, el Abierto de Diseño y los festivales, incluido el Corredor Cultural Roma Condesa, pero nos hace falta mucha reflexión. ¿Hacia dónde va el diseño hecho en México? ¿Hacia dónde debe de ir? ¿Qué debe buscar? ¿Queremos hacer diseño para Zona MACO, coleccionable, o pensar desde el territorio? ¿Cómo podemos ofrecer soluciones a las comunidades? Hay que repensar cómo y para quién se hace diseño en México. La historia da herramientas para repensar el presente y proyectar un futuro.

Néstor García Canclini ha reflexionado sobre el turismo cultural, aporta ideas para pensar un fenómeno contemporáneo que incluye la producción de diseñadores extranjeros que vienen a exotizar la herencia cultural. Si los jóvenes ven que eso funciona, eso seguirán haciendo. Los últimos 15 años han sido de promoción, divulgación y visualización del diseño. Ahora necesitamos diez años de reflexión, sin dejar de producir pero haciendo otro tipo de preguntas.

Recordé el concepto de etnofagia de Héctor Díaz-Polanco, una práctica de asimilación por medio de la homogeneización. ¿Qué puede hacerse para que esta tendencia no se reproduzca?

Hay que entender cuál es el paradigma del diseño hecho en México. Me aterra que los nuevos planes de estudio de las carreras de diseño no incluyan la materia de historia, ya no digamos historia del diseño en México sino historia del diseño a secas. Han decidido que ocupa mucho tiempo y que no hay quién la imparta. Habría que ver cómo hackear las universidades para que se siga enseñando historia en los programas de diseño.

Ana Elena Mallet

Vista de la exposición Diseño en femenino, Museo Franz Mayer, 2022. Fotografía de Javier Hinojosa. Cortesía de Ana Elena Mallet y Pilar Obeso

En un ejercicio especulativo, ¿hacia dónde crees que debe dirigirse el diseño en México?

Hay muchos caminos. Tenemos una enorme herencia cultural y un legado manual impresionante. Soy de la idea de que el diseñador tiene que involucrarse con esos legados, no desde el extractivismo sino desde lo colaborativo, construir correas de transmisión que permitan que ese legado siga creciendo. Hay que involucrar a la industria. El diseño sigue siendo una disciplina relativamente nueva, y no solamente aporta valor agregado, realmente transforma realidades. Ni los empresarios ni el gobierno entienden que el diseño podría plantear soluciones.

El proceso de desobjetualización iniciado en los años sesenta en el campo de las artes debería llegar al diseño. Es una forma de pensamiento que va más allá de la creación de objetos.

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La creación de lo cotidiano

Hay diseño en todo… en una nube, en una pared, en una silla, en el mar, en la arena, en una maceta.

Clara Porset

Ana Elena Mallet, curadora mexicana especializada en diseño moderno y contemporáneo, se ha desempeñando como investigadora, docente y crítica de arte. Creadora del Corredor Cultural Roma Condesa, en 2003 realizó la primera muestra dedicada a la moda contemporánea en México, Boutique, en el Museo de Arte Carrillo Gil. Entre sus exposiciones destacan Inventado un México moderno: el diseño de Clara Porset (2006) y Huellas de la Bauhaus: Van Beuren, México (2010), ambas realizadas en el Museo Franz Mayer capitalino. Junto a Zoë Ryan, del Art Institute of Chicago, curó In a Cloud, in a Wall, in a Chair: Six Modernists in Mexico at Midcentury (2020).

En 2022 Mallet presentó la exposición Una modernidad hecha a mano en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), que planteó una revisión de la producción de diseño en México ligada al imaginario de una modernidad formulada desde el vocabulario mexicanista. Ese mismo año, junto a Pilar Obeso, curó la exposición Diseño en femenino. México 1940-2022 en el Franz Mayer, que reunió el trabajo de 110 diseñadoras radicadas en el país e integró trabajos de diseño editorial, industrial y textil. Es una fiel investigadora del trabajo de la diseñadora cubano-mexicana Clara Porset, que en 1952 organizó la primera exposición de diseño en el país: El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México, en el Palacio de Bellas Artes y en Ciudad Universitaria.

Entrevistamos a Ana Elena Mallet con el objeto de conocer más a profundidad su visión curatorial y sus posturas frente al diseño hecho en México.

Quisiera comenzar con tu noción de curaduría. ¿Qué intenciones te animan, qué deseos te mueven, qué preguntas te haces?

En la actualidad, al menos como yo lo entiendo, el curador es un agente cultural que tiende puentes entre obras, creadores y audiencias, entre las instituciones y la escena independiente. Un curador debe estar pendiente de la escena y a la vez conocer la historia de las relaciones materiales, sociales y culturales que existen entre objetos, diseñadores, artistas e instituciones, para poder plantear narrativas que, de alguna manera, nos revelen ciertas historias que permitan a las audiencias relacionarse con el trabajo de los creadores.

Has hablado de que el diseño en México todavía no tiene una historia hegemónica, y que tú trabajas con microhistorias…

Empecé a trabajar con las microhistorias porque es lo que había. Se trata de construir un personaje que te conecta con otro y otro. Después te das cuenta de que la historia con H ya no existe. Existen estas historias en minúscula y en plural, historias de personajes, de objetos, de momentos, de instituciones que de alguna manera van construyendo una narrativa más amplia.

¿Hay un fin último en el diseño?

“A diferencia del arte, el diseño es accesible, y no hablo desde el punto de vista económico sino del emocional. El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana.”

Sí, mi primera definición sería mejorar la vida de los demás. El arte contemporáneo pone sobre la mesa muchas de las problemáticas que estamos viviendo, a las que el diseño podría darles solución. Para mí arte y diseño son un binomio, tendrían que estar conviviendo todo el tiempo. El diseño se ha convertido también en esa conciencia con la vida cotidiana; logra una especie de empatía, produce nostalgia y pertenencia con cierto momento histórico. Nos vestimos todos los días, nos sentamos en sillas, bebemos agua en cierto tipo de recipientes. Estos objetos pueden conectarnos con el pasado. A diferencia del arte, el diseño es accesible, y no hablo desde el punto de vista económico sino del emocional. El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana.

¿Ha cambiado la producción del diseño hecho por mujeres en México?

Ha cambiado muchísimo. En la primera mitad del siglo XX las mujeres sólo podían hacer diseño circunscrito al ámbito doméstico. Por eso destacaban en prácticas asociadas con lo “femenino”, como textiles, joyería o cerámica. Posteriormente, la educación formal las orientó al diseño gráfico y la comunicación visual. Hoy las mujeres con formación universitaria o técnica se aventuran no sólo en aquellas prácticas consideradas “femeninas” sino a otras miles de cosas: el diseño entendido como práctica sustentable, con nuevos materiales y técnicas innovadoras. Es muy interesante lo que generan muchas de estas mujeres al experimentar con materiales y cuestionar desde su propia obra los procesos de trabajo colectivos e individuales.

Ana Elena Malle

Vista de exposición Diseño en femenino, Museo Franz Mayer, 2022. Fotografía: Javier Hinojosa. Cortesía de Ana Elena Mallet y Pilar Obeso

La perspectiva de género me parece fundamental. Tiene que seguir haciéndose conciencia no solamente asociada al género sino en lo utilitario: el excusado donde nos sentamos todos los días basa sus medidas en las de los hombres, las calles tienen una morfología masculina. Las diseñadoras podrían producir cambios. La idea moderna del “progreso” nos hizo pensar en la masa, pero la masa son muchas personas con distintas necesidades y condiciones corporales y fisiológicas, no es sólo una cuestión de género, se involucran diferentes capacidades.

La exposición Diseño en femenino atrajo una discusión interesante sobre los binarismos y los roles de género. Sin embargo, el texto curatorial hace un cuestionamiento de lo “femenino”. ¿Sabían que el título iba a producir esa discusión?

Era la intención. Yo me decía: Nunca se ha hecho una exposición de mujeres en el diseño y hay que poner en juego todas estas discusiones. Pensé que teníamos que mostrar lo que ha existido, lo que a nosotras nos parecía interesante, y cuestionar otras cosas. Para mí, desde el punto de vista curatorial, las exposiciones deben generar preguntas y cuestionamientos. Pilar Obeso y yo hablamos mucho sobre el título con la entonces directora del Museo Franz Mayer, Alejandra de la Paz; la idea era preguntarse qué es lo “femenino” hoy.

“La idea moderna del “progreso” nos hizo pensar en la masa, pero la masa son muchas personas con distintas necesidades y condiciones corporales y fisiológicas, no es sólo una cuestión de género, se involucran diferentes capacidades.”

Nos interesaba, además, sumar otras voces. En México y en Latinoamérica, donde tenemos pocos recursos, los curadores deben organizar el programa público, lo que suele volverlo redundante. En ese sentido, invitar a Diseña Colectiva fue fantástico. Ahí se cuestionó todo el tiempo la exposición. La idea era abrir otras ventanas, otras plataformas y otras voces que discutieran cosas que a lo mejor yo no estoy viendo. Con estas otras narrativas el programa público puso en jaque lo “en femenino”.

¿Por qué hablar de diseño mexicano, qué identidades, imaginarios o sesgos reproduce?

Me gusta más hablar de diseño hecho en México. “Lo mexicano” tiene que ver con un “ser mexicano”, está ligado a la identidad nacional. En este sentido, en Diseño en femenino hubo una intención muy distinta a Una modernidad hecha a mano. Esta exposición estaba saturada de forma intencional, para decir: Este es el archivo de los mexicanismos, basta, busquemos otra manera de acercarnos a la herencia cultural. En Diseño en femenino hay una visión más contemporánea. El pensamiento de Clara Porset sigue siendo vigente: Sí, hay que volver al territorio, pero para proponer algo acorde con nuestro tiempo.

Ana Elena Mallet

Vista de la exposición Una modernidad hecha a mano, MUAC, 2022. Cortesía de Ana Elena Mallet

¿Se relaciona la línea mexicanista en el diseño con el turismo de masas y la gentrificación?

Los últimos diez años han sido de promoción del diseño entre los bazares, la Lonja Mercantil, la Design Week, el Abierto de Diseño y los festivales, incluido el Corredor Cultural Roma Condesa, pero nos hace falta mucha reflexión. ¿Hacia dónde va el diseño hecho en México? ¿Hacia dónde debe de ir? ¿Qué debe buscar? ¿Queremos hacer diseño para Zona MACO, coleccionable, o pensar desde el territorio? ¿Cómo podemos ofrecer soluciones a las comunidades? Hay que repensar cómo y para quién se hace diseño en México. La historia da herramientas para repensar el presente y proyectar un futuro.

Néstor García Canclini ha reflexionado sobre el turismo cultural, aporta ideas para pensar un fenómeno contemporáneo que incluye la producción de diseñadores extranjeros que vienen a exotizar la herencia cultural. Si los jóvenes ven que eso funciona, eso seguirán haciendo. Los últimos 15 años han sido de promoción, divulgación y visualización del diseño. Ahora necesitamos diez años de reflexión, sin dejar de producir pero haciendo otro tipo de preguntas.

Recordé el concepto de etnofagia de Héctor Díaz-Polanco, una práctica de asimilación por medio de la homogeneización. ¿Qué puede hacerse para que esta tendencia no se reproduzca?

Hay que entender cuál es el paradigma del diseño hecho en México. Me aterra que los nuevos planes de estudio de las carreras de diseño no incluyan la materia de historia, ya no digamos historia del diseño en México sino historia del diseño a secas. Han decidido que ocupa mucho tiempo y que no hay quién la imparta. Habría que ver cómo hackear las universidades para que se siga enseñando historia en los programas de diseño.

Ana Elena Mallet

Vista de la exposición Diseño en femenino, Museo Franz Mayer, 2022. Fotografía de Javier Hinojosa. Cortesía de Ana Elena Mallet y Pilar Obeso

En un ejercicio especulativo, ¿hacia dónde crees que debe dirigirse el diseño en México?

Hay muchos caminos. Tenemos una enorme herencia cultural y un legado manual impresionante. Soy de la idea de que el diseñador tiene que involucrarse con esos legados, no desde el extractivismo sino desde lo colaborativo, construir correas de transmisión que permitan que ese legado siga creciendo. Hay que involucrar a la industria. El diseño sigue siendo una disciplina relativamente nueva, y no solamente aporta valor agregado, realmente transforma realidades. Ni los empresarios ni el gobierno entienden que el diseño podría plantear soluciones.

El proceso de desobjetualización iniciado en los años sesenta en el campo de las artes debería llegar al diseño. Es una forma de pensamiento que va más allá de la creación de objetos.

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jueves, 29 de junio de 2023

Mónica Ojeda y la escritura del miedo

Me gusta colgar máscaras en las paredes de mi casa, los animales, las figuras de animales en miniatura, los cocodrilos y los volcanes. Adoro leer los Red Hand Files de Nick Cave y, por supuesto, a Nick Cave, gran sacerdote de la música. Ritualizo la escritura. Juego a la PS4”. Es la respuesta de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) cuando se le pide describirse a partir de algunos rasgos característicos. La escritora ecuatoriana ha publicado tres novelas –La desfiguración Silva (2014), Nefando (2016) y Mandíbula (2018)–, dos libros de poesía –El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2019)– y una colección de cuentos –Las voladoras (2020). Conversamos sobre este último trabajo, que le ha dado una visibilidad singular entre los narradores contemporáneos de la lengua, dentro de lo que algunos críticos llaman gótico andino.

Publicaste Las voladoras en Páginas de Espuma, cuyo catálogo incluye a escritoras como Samanta Schweblin, Guadalupe Nettel o Liliana Colanzi. ¿Hay puntos en común?

Sí, creo que todas nos preocupamos por lo escondido, lo que no se ve del todo bien y que con la escritura se tantea y se intuye aun conservando su misterio. Tenemos estéticas y temas muy diferentes, pero me atrevería a decir que eso nos une.

Los cuentos de Las voladoras se adscriben al llamado gótico andino. ¿Qué características unen a esa región con la literatura gótica?

Lo gótico andino es una forma de pensar el miedo en una determinada geografía, con su historicidad, sus tradiciones, sus mitos, sus paisajes. Cada sociedad tiene una manera de temer propia. Está moldeada por las marcas que la historia ha dejado en cada pueblo. Por ejemplo, es difícil pensar en el terror de Estados Unidos sin volver a las masacres escolares y al horror racial. La historia de Estados Unidos nos habla de esto: personas linchadas por ser negras, niños que llevan armas al colegio. En los Andes el terror tiene también su propia historia: hay terror racial, hay mitos coloniales en torno al miedo al incesto, pero también miedos contemporáneos que tienen que ver con la violencia escondida: la que sucede dentro de las casas, la que se pone sobre el cuerpo de las mujeres y que ocurre en lo privado y en lo público. Hacer gótico andino, o rioplatense, o santacruceño, es investigar cuáles son los miedos de nuestras sociedades y de dónde vienen. Es investigar qué nos cuenta aquello a lo que tememos.

En Slasher”, uno de los relatos, escribes: “Ella disfrutaba escarbando en el horror de los demás, asustándolos para verlos encogidos, diminutos muy adentro de sus sombras”. ¿Qué tiene el miedo que resulta tan atractivo en literatura?

“El miedo es una emoción que nos determina, que nos paraliza y a la vez nos impulsa, y la literatura es uno de los tantos espacios en los que podemos pensar sobre lo que es ser un ser humano.”

Normalmente no nos preguntamos qué tiene de atractivo el amor en la literatura, asumimos que es atractivo porque todos amamos. La respuesta es la misma con el miedo: es atractivo porque todos tememos, y tememos porque estamos vivos, somos frágiles y vamos a morir. En el miedo están las preguntas filosóficas más importantes que un ser humano se hace respecto a su identidad y a su lugar en el mundo. El miedo es una emoción que nos determina, que nos paraliza y a la vez nos impulsa, y la literatura es uno de los tantos espacios en los que podemos pensar sobre lo que es ser un ser humano. El miedo es una emoción misteriosa, y no importa cuánto escribamos sobre ella, siempre estaremos tanteando en la oscuridad.

Mónica Ojeda

¿Crees que el cuento, como género, tiene el reconocimiento que merece?

Sí, sin duda. La labor que hacen las editoriales que se dedican al cuento, o que lo trabajan junto a otros géneros, es inmensa. Son motores de difusión y permiten que los lectores tengan al alcance de la mano libros de relatos maravillosos.

En Candaya has publicado dos de tus novelas, Nefando y Mandíbula. Es una editorial con un catálogo muy interesante, con muchos nombres de América Latina. ¿Cómo surgió tu relación con la editorial catalana?

Los conocí mientras era estudiante en Barcelona y, como yo estaba estudiando en el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y ellos tenían un plan de publicar los mejores relatos de los últimos años de ese máster (hablamos de 2011), escogieron el mío [Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos, 2013]. Así empezó nuestra relación. Luego les envié el manuscrito y ellos quisieron publicarlo. Olga y Paco son editores apasionados y personas maravillosas. Hablo en presente pese a que Paco murió este año, porque para mí sigue vivo en cada decisión de la editorial y en la gente que lo conoció y que lo admira. El trabajo que los dos han hecho con Candaya es un ejercicio de curaduría y de resistencia.

Mandíbula es “una historia de crueldad, violencia y relaciones perversas entre mujeres”, se ha dicho. Para ti el lenguaje es un fin más que un instrumento. ¿La crueldad, la violencia y la perversión hacen que ese lenguaje nos llegue con toda su fuerza?

“No veo la oscuridad como un lugar hostil en la escritura: la noche de la escritura es amable, en mi opinión. Pienso mucho en el miedo, en la violencia y en deseos prohibidos, y el lenguaje es un cuerpo al que afectan estas cosas.”

En literatura ni la palabra ni los temas son instrumentos, así que no, no utilizo la crueldad ni la violencia ni la perversión. Para mí la escritura es un ejercicio de pensamiento, y el pensamiento es emocionante, así como la emoción dinamita el acto maravilloso de pensar. No hay nada desafiante en pensar aquello que es fácil, así que mi cabeza tiende a ir por territorios oscuros. Eso sí, no veo la oscuridad como un lugar hostil en la escritura: la noche de la escritura es amable, en mi opinión. Pienso mucho en el miedo, en la violencia y en deseos prohibidos, y el lenguaje es un cuerpo al que afectan estas cosas. Cada escritora tiene sus obsesiones, supongo, y quizás las mías sean estas.

Mónica Ojeda

En Nefando hablas de “unos jóvenes estudiantes que comparten piso en Barcelona. Sus habitaciones, convertidas en campos de batallas personales, son los escenarios en donde se gestan sus creaciones y mi escritura”. ¿Cómo surgió esta novela? ¿Tomaste algún elemento de la realidad?

Es una novela que trata de algo muy real: el deseo y su relación con la violencia, lo que somos capaces de hacerle a otros, la identidad con respecto al deseo, el horror con respecto al deseo. Y aborda los abusos a niños, pero también el deseo infantil. Va sobre todo esto. Yo creo que es mi novela más oscura, la más difícil.

Publicar en España ¿ha facilitado que tu obra haya sido traducida o crees que las editoriales latinoamericanas ofrecen, también, una buena salida al extranjero de los autores que editan?

Ahora mismo no es necesario publicar en España para que tu obra sea traducida, pero es cierto que todavía tienes que pasar por allí, y eso es algo que debería cambiar. Es decir, puedes empezar publicando en tu país y, si a tu libro le va bien, lo normal es que acabe publicándose en otros países latinoamericanos y luego en España. Después llegan las traducciones, si es que llegan. Hay muchos autores y autoras que publican en España y no han sido traducidos, una cosa no lleva a la otra. Los mecanismos son más complejos. Tiene que ver más con cómo le vaya a tu libro mercantilmente hablando, o en si tu libro ha tenido la suerte de encontrar una red en donde lo que importe sea la calidad literaria y no los números. Y esto puede ocurrir publicando en España o en Latinoamérica.

¿Cuáles son tus próximos proyectos editoriales? ¿Novela, libro de cuentos?

Novela. Y la acabo de terminar. No puedo decir más, sólo que estoy muy emocionada y asustada a la vez. Cruzo los dedos.

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Mónica Ojeda y la escritura del miedo

Me gusta colgar máscaras en las paredes de mi casa, los animales, las figuras de animales en miniatura, los cocodrilos y los volcanes. Adoro leer los Red Hand Files de Nick Cave y, por supuesto, a Nick Cave, gran sacerdote de la música. Ritualizo la escritura. Juego a la PS4”. Es la respuesta de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) cuando se le pide describirse a partir de algunos rasgos característicos. La escritora ecuatoriana ha publicado tres novelas –La desfiguración Silva (2014), Nefando (2016) y Mandíbula (2018)–, dos libros de poesía –El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2019)– y una colección de cuentos –Las voladoras (2020). Conversamos sobre este último trabajo, que le ha dado una visibilidad singular entre los narradores contemporáneos de la lengua, dentro de lo que algunos críticos llaman gótico andino.

Publicaste Las voladoras en Páginas de Espuma, cuyo catálogo incluye a escritoras como Samanta Schweblin, Guadalupe Nettel o Liliana Colanzi. ¿Hay puntos en común?

Sí, creo que todas nos preocupamos por lo escondido, lo que no se ve del todo bien y que con la escritura se tantea y se intuye aun conservando su misterio. Tenemos estéticas y temas muy diferentes, pero me atrevería a decir que eso nos une.

Los cuentos de Las voladoras se adscriben al llamado gótico andino. ¿Qué características unen a esa región con la literatura gótica?

Lo gótico andino es una forma de pensar el miedo en una determinada geografía, con su historicidad, sus tradiciones, sus mitos, sus paisajes. Cada sociedad tiene una manera de temer propia. Está moldeada por las marcas que la historia ha dejado en cada pueblo. Por ejemplo, es difícil pensar en el terror de Estados Unidos sin volver a las masacres escolares y al horror racial. La historia de Estados Unidos nos habla de esto: personas linchadas por ser negras, niños que llevan armas al colegio. En los Andes el terror tiene también su propia historia: hay terror racial, hay mitos coloniales en torno al miedo al incesto, pero también miedos contemporáneos que tienen que ver con la violencia escondida: la que sucede dentro de las casas, la que se pone sobre el cuerpo de las mujeres y que ocurre en lo privado y en lo público. Hacer gótico andino, o rioplatense, o santacruceño, es investigar cuáles son los miedos de nuestras sociedades y de dónde vienen. Es investigar qué nos cuenta aquello a lo que tememos.

En Slasher”, uno de los relatos, escribes: “Ella disfrutaba escarbando en el horror de los demás, asustándolos para verlos encogidos, diminutos muy adentro de sus sombras”. ¿Qué tiene el miedo que resulta tan atractivo en literatura?

“El miedo es una emoción que nos determina, que nos paraliza y a la vez nos impulsa, y la literatura es uno de los tantos espacios en los que podemos pensar sobre lo que es ser un ser humano.”

Normalmente no nos preguntamos qué tiene de atractivo el amor en la literatura, asumimos que es atractivo porque todos amamos. La respuesta es la misma con el miedo: es atractivo porque todos tememos, y tememos porque estamos vivos, somos frágiles y vamos a morir. En el miedo están las preguntas filosóficas más importantes que un ser humano se hace respecto a su identidad y a su lugar en el mundo. El miedo es una emoción que nos determina, que nos paraliza y a la vez nos impulsa, y la literatura es uno de los tantos espacios en los que podemos pensar sobre lo que es ser un ser humano. El miedo es una emoción misteriosa, y no importa cuánto escribamos sobre ella, siempre estaremos tanteando en la oscuridad.

Mónica Ojeda

¿Crees que el cuento, como género, tiene el reconocimiento que merece?

Sí, sin duda. La labor que hacen las editoriales que se dedican al cuento, o que lo trabajan junto a otros géneros, es inmensa. Son motores de difusión y permiten que los lectores tengan al alcance de la mano libros de relatos maravillosos.

En Candaya has publicado dos de tus novelas, Nefando y Mandíbula. Es una editorial con un catálogo muy interesante, con muchos nombres de América Latina. ¿Cómo surgió tu relación con la editorial catalana?

Los conocí mientras era estudiante en Barcelona y, como yo estaba estudiando en el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y ellos tenían un plan de publicar los mejores relatos de los últimos años de ese máster (hablamos de 2011), escogieron el mío [Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos, 2013]. Así empezó nuestra relación. Luego les envié el manuscrito y ellos quisieron publicarlo. Olga y Paco son editores apasionados y personas maravillosas. Hablo en presente pese a que Paco murió este año, porque para mí sigue vivo en cada decisión de la editorial y en la gente que lo conoció y que lo admira. El trabajo que los dos han hecho con Candaya es un ejercicio de curaduría y de resistencia.

Mandíbula es “una historia de crueldad, violencia y relaciones perversas entre mujeres”, se ha dicho. Para ti el lenguaje es un fin más que un instrumento. ¿La crueldad, la violencia y la perversión hacen que ese lenguaje nos llegue con toda su fuerza?

“No veo la oscuridad como un lugar hostil en la escritura: la noche de la escritura es amable, en mi opinión. Pienso mucho en el miedo, en la violencia y en deseos prohibidos, y el lenguaje es un cuerpo al que afectan estas cosas.”

En literatura ni la palabra ni los temas son instrumentos, así que no, no utilizo la crueldad ni la violencia ni la perversión. Para mí la escritura es un ejercicio de pensamiento, y el pensamiento es emocionante, así como la emoción dinamita el acto maravilloso de pensar. No hay nada desafiante en pensar aquello que es fácil, así que mi cabeza tiende a ir por territorios oscuros. Eso sí, no veo la oscuridad como un lugar hostil en la escritura: la noche de la escritura es amable, en mi opinión. Pienso mucho en el miedo, en la violencia y en deseos prohibidos, y el lenguaje es un cuerpo al que afectan estas cosas. Cada escritora tiene sus obsesiones, supongo, y quizás las mías sean estas.

Mónica Ojeda

En Nefando hablas de “unos jóvenes estudiantes que comparten piso en Barcelona. Sus habitaciones, convertidas en campos de batallas personales, son los escenarios en donde se gestan sus creaciones y mi escritura”. ¿Cómo surgió esta novela? ¿Tomaste algún elemento de la realidad?

Es una novela que trata de algo muy real: el deseo y su relación con la violencia, lo que somos capaces de hacerle a otros, la identidad con respecto al deseo, el horror con respecto al deseo. Y aborda los abusos a niños, pero también el deseo infantil. Va sobre todo esto. Yo creo que es mi novela más oscura, la más difícil.

Publicar en España ¿ha facilitado que tu obra haya sido traducida o crees que las editoriales latinoamericanas ofrecen, también, una buena salida al extranjero de los autores que editan?

Ahora mismo no es necesario publicar en España para que tu obra sea traducida, pero es cierto que todavía tienes que pasar por allí, y eso es algo que debería cambiar. Es decir, puedes empezar publicando en tu país y, si a tu libro le va bien, lo normal es que acabe publicándose en otros países latinoamericanos y luego en España. Después llegan las traducciones, si es que llegan. Hay muchos autores y autoras que publican en España y no han sido traducidos, una cosa no lleva a la otra. Los mecanismos son más complejos. Tiene que ver más con cómo le vaya a tu libro mercantilmente hablando, o en si tu libro ha tenido la suerte de encontrar una red en donde lo que importe sea la calidad literaria y no los números. Y esto puede ocurrir publicando en España o en Latinoamérica.

¿Cuáles son tus próximos proyectos editoriales? ¿Novela, libro de cuentos?

Novela. Y la acabo de terminar. No puedo decir más, sólo que estoy muy emocionada y asustada a la vez. Cruzo los dedos.

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John Wick 4: la violencia nihilista

Este año se estrenó en cines –posteriormente en plataformas– la cuarta entrega de la saga John Wick, dirigida por Chad Stahelski y protagonizada por Keanu Reeves. Es ocioso hablar de la trama, pues la apuesta es, justamente, volverla irrelevante. Desde el primer capítulo de la franquicia, estrenado en 2014, el motor de la historia –el asesinato de un perro, único recuerdo de la esposa recién fallecida de Wick– fue la venganza, un elemento que, al contrario de otro tipo de películas de acción, carecía de casi cualquier contexto. Si en la década de los ochenta la violencia en Hollywood tenía una fuerte propaganda geopolítica –pensemos, por supuesto, en la serie de películas protagonizadas por John Rambo–, ahora se hunde en un vacío existencial. Si Rambo o, incluso, los personajes más representativos de Arnold Schwarzenegger apenas intercambiaban diálogos con los otros actores, el universo de John Wick es el reino del minimalismo verbal que contrasta, curiosamente, con los escenarios hiperbólicos que nos presenta capítulo a capítulo.

Hay, en el camino de venganza y búsqueda de redención de John Wick, un reflejo de la financiarización del mundo actual: al igual que en las anteriores entregas, el que ha violado las reglas es subastado en tiempo real ante los otros asesinos deseosos de la recompensa multimillonaria en un juego en el que el ganador se lleva todo. El único valor es el del dinero y, por esta razón, los miembros de “La Alta Mesa” funcionan como una suerte de junta directiva de una corporación global que hace de la ostentación su única vía de legitimidad, pues la meritocracia de los antiguos villanos –científicos locos que dedicaron su vida a crear máquinas de destrucción o enemigos surgidos de las entrañas de la Guerra Fría– ha desaparecido. Si en los filmes de la mafia tradicional –pensemos en El Padrino– atestiguábamos los negocios criminales y sus mecanismos, en este universo todo transcurre en el anonimato, y lo único que se nos muestra es la superficie del lujo y la sensación de que el poder de la élite se infiltra silenciosamente en la vida cotidiana de la civilización global.

¿Cuál es el efecto de la violencia mostrada en pantalla a través de las elaboradas coreografías de John Wick? En primer lugar, la asumimos como parte del mundo de fantasía que se nos presenta desde una lejanía surreal, una realidad en la que el personaje puede sobrevivir a decenas de balazos o de una caída desde lo alto de un edificio, como en el capítulo 3 de la serie. De esta forma, la violencia se vuelve no sólo inofensiva sino, incluso, hipnótica. Un pasaje de la nueva película ilustra muy bien esto: Wick se enfrenta a uno de los numerosos villanos en un lujoso centro nocturno. La música no se detiene y los clientes rodean a los antagonistas ensangrentados sin dejar de bailar. Si en la primera película de Terminator la gente huye despavorida de un bar mientras el robot intenta acabar con Sarah Connor, en los escenarios fílmicos de este siglo la violencia se desactiva a través del hedonismo del baile y de los diferentes tipos de drogas psicoactivas o de rendimiento.

Hay un último rastro de humanidad que sobrevive en el nihilismo presentado en John Wick 4 y sus anteriores episodios: la lealtad como último reducto ante el caos. Si la organización de asesinos a la que pertenece el protagonista trata a sus colaboradores como mercancías, el héroe intenta rebelarse ante esa cosificación. Sin embargo, en lugar de una salida política o una alianza entre los matones a sueldo, John Wick prefiere la hiperproductividad. Sin tiempo para descansar o curar sus heridas, el héroe se entrega al exterminio del otro en tal cantidad que amenaza la supervivencia misma de la corporación. Es, por supuesto, una metáfora de un sistema cuya eficiencia ha llegado al límite y tiene, como último paso, canibalizarse a sí mismo.

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John Wick 4: la violencia nihilista

Este año se estrenó en cines –posteriormente en plataformas– la cuarta entrega de la saga John Wick, dirigida por Chad Stahelski y protagonizada por Keanu Reeves. Es ocioso hablar de la trama, pues la apuesta es, justamente, volverla irrelevante. Desde el primer capítulo de la franquicia, estrenado en 2014, el motor de la historia –el asesinato de un perro, único recuerdo de la esposa recién fallecida de Wick– fue la venganza, un elemento que, al contrario de otro tipo de películas de acción, carecía de casi cualquier contexto. Si en la década de los ochenta la violencia en Hollywood tenía una fuerte propaganda geopolítica –pensemos, por supuesto, en la serie de películas protagonizadas por John Rambo–, ahora se hunde en un vacío existencial. Si Rambo o, incluso, los personajes más representativos de Arnold Schwarzenegger apenas intercambiaban diálogos con los otros actores, el universo de John Wick es el reino del minimalismo verbal que contrasta, curiosamente, con los escenarios hiperbólicos que nos presenta capítulo a capítulo.

Hay, en el camino de venganza y búsqueda de redención de John Wick, un reflejo de la financiarización del mundo actual: al igual que en las anteriores entregas, el que ha violado las reglas es subastado en tiempo real ante los otros asesinos deseosos de la recompensa multimillonaria en un juego en el que el ganador se lleva todo. El único valor es el del dinero y, por esta razón, los miembros de “La Alta Mesa” funcionan como una suerte de junta directiva de una corporación global que hace de la ostentación su única vía de legitimidad, pues la meritocracia de los antiguos villanos –científicos locos que dedicaron su vida a crear máquinas de destrucción o enemigos surgidos de las entrañas de la Guerra Fría– ha desaparecido. Si en los filmes de la mafia tradicional –pensemos en El Padrino– atestiguábamos los negocios criminales y sus mecanismos, en este universo todo transcurre en el anonimato, y lo único que se nos muestra es la superficie del lujo y la sensación de que el poder de la élite se infiltra silenciosamente en la vida cotidiana de la civilización global.

¿Cuál es el efecto de la violencia mostrada en pantalla a través de las elaboradas coreografías de John Wick? En primer lugar, la asumimos como parte del mundo de fantasía que se nos presenta desde una lejanía surreal, una realidad en la que el personaje puede sobrevivir a decenas de balazos o de una caída desde lo alto de un edificio, como en el capítulo 3 de la serie. De esta forma, la violencia se vuelve no sólo inofensiva sino, incluso, hipnótica. Un pasaje de la nueva película ilustra muy bien esto: Wick se enfrenta a uno de los numerosos villanos en un lujoso centro nocturno. La música no se detiene y los clientes rodean a los antagonistas ensangrentados sin dejar de bailar. Si en la primera película de Terminator la gente huye despavorida de un bar mientras el robot intenta acabar con Sarah Connor, en los escenarios fílmicos de este siglo la violencia se desactiva a través del hedonismo del baile y de los diferentes tipos de drogas psicoactivas o de rendimiento.

Hay un último rastro de humanidad que sobrevive en el nihilismo presentado en John Wick 4 y sus anteriores episodios: la lealtad como último reducto ante el caos. Si la organización de asesinos a la que pertenece el protagonista trata a sus colaboradores como mercancías, el héroe intenta rebelarse ante esa cosificación. Sin embargo, en lugar de una salida política o una alianza entre los matones a sueldo, John Wick prefiere la hiperproductividad. Sin tiempo para descansar o curar sus heridas, el héroe se entrega al exterminio del otro en tal cantidad que amenaza la supervivencia misma de la corporación. Es, por supuesto, una metáfora de un sistema cuya eficiencia ha llegado al límite y tiene, como último paso, canibalizarse a sí mismo.

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miércoles, 28 de junio de 2023

Treinta años de Cronos

No hay mitos más antiguos ni perdurables que los de alguien que vuelve de la muerte u obtiene la vida eterna antes de que esta se revele como maldición. El relato inaugural, por supuesto, es el cristiano, pero en el purgatorio universal de ánimas sin reposo están las de Kim Novak en Vértigo (1958), el monstruo de Frankenstein, la Ligeia de Poe, el conde Drácula, la Harriet Anderson agónica de Gritos y susurros (1972) o el enamorado espectral de El fantasma y la señora Muir (1947). Volver de entre los muertos es el triunfo final sobre el río del tiempo y su corriente imparable; sobre Cronos y su flujo perpetuo, sobre nuestro terror más grande: ser olvidados por aquellos a quienes amamos.

A su manera vampírica, Cronos (1993), de Guillermo del Toro, resulta una perfecta actualización de ese mito y, además, la mejor película mexicana poseída por la culpa católica desde Viridiana (1961) de Buñuel. Su protagonista, Jesús (Federico Luppi), resucita en carne y alma después de una pasión dolorosa que implica un martirio físico, la expiación de una culpa y un ritual ancestral en donde el líquido vital es su propia sangre, ofrecida a un insecto talismán devocionario que, a cambio, le concede vida eterna o, al menos, un equivalente putrefacto.

Las raíces de un argumento como ése resultan extravagantes incluso para las catacumbas más chabacanas del cine de género en México. Sus fuentes están un horror gótico que es mitad jalisciense y mitad de Dunwich, en la alquimia y el poder de sus minerales ancestrales, en el almohadón de plumas del cuento de Quiroga y también en las niñas calladas y sabias de Víctor Erice, que en silencio saben todo sobre la muerte y la tristeza, igual que Aurora (Tamara Shanath), la nieta huérfana que tiene miedo de hablar, pero no de la ultratumba.

Cronos

Federico Luppi en Cronos (1993), de Guillermo del Toro

En un corpus de obra como el que Del Toro ha dedicado a miradas infantiles, en donde las figuras paternas son dantescas (El laberinto del fauno, 2006), ausentes (El espinazo del diablo, 2001) o asoladas por la culpa (Pinocho, 2022), su ópera prima destaca por ser la única en donde el patriarca se redime hacia el final, no como premio sino en el reposo que aguarda a un mártir después de la tortura. Después de todo, el modelo iniciático para el cineasta es el miedo al castigo del Dios judeocristiano: junto a Pedro Páramo, el padre ausente por excelencia.

Cronos, que ocho años antes, cuando Del Toro maquillaba monstruos para La hora marcada, ya existía en un cuaderno de notas como El vampiro de Aurelia Gris, brotó a contracorriente de una industria que, asfixiada entre las crisis de 1988 y las de 1994, apenas alcanzaba a producir cuarenta cintas al año, la mayoría a fondo perdido y con una taquilla raquítica. Si llegó a producirse fue gracias al empeño de productores como Bertha Navarro o Alejandro Springall, baluartes frente al desinterés de las instituciones por una película de muertos vivientes y escarabajos ancestrales. No se puede reprochar la sorna si el referente industrial promedio era Chabelo y Pepito contra los monstruos (1973), pero sí la falta de visión ante la solidez literaria y la hondura dramática del guion de Del Toro, inédito para cualquier tradición dentro del cine de ficción mexicano.

Filmada en 35mm en apenas cuarenta días, en un Distrito Federal hoy corroído por el tiempo, puede verse ahora como una de las mejores películas producidas a la sombra del inminente Tratado de Libre Comercio, aprobado dos años después. El rumor de la (pos)modernidad de fin de siglo aparece ahí, en una película madura sin tiempo ni espacio concreto, sin ataduras de mexicanidad oficialista ni el folclorismo de exportación de Como agua para chocolate (1992). Como larvas embrionarias, todas las creaturas e ideas futuras del cineasta están ya en Cronos: los insectos, las heridas, los ángeles, Ron Perlman, la imaginería teológica, los cuerpos deformes que esconden ternura, la infancia como bastión del humanismo.

Cronos

Fotograma de Cronos (1993), de Guillermo del Toro

Cronos, al igual que Principio y fin (Arturo Ripstein, 1993) o Sólo con tu pareja (Alfonso Cuarón, 1991), persiste como testimonio de un cine mexicano de fin de siglo dispuesto a hablar con el mundo en lenguajes, al fin, contemporáneos. Tal era el canto de sirenas prometido por el TLC, antes de que la devaluación salvaje y su entrada en vigor desvencijara a la industria hasta tocar fondo en 1997, con sólo nueve películas mal producidas. Para ese momento toda una generación de cineastas y otros profesionistas ya habían cruzado la frontera hacia Estados Unidos, incluido Del Toro.

Un mes después de obtener nueve Arieles y un desangelado estreno con tibia asistencia a los cines Latino y Roble de la capital mexicana, Cronos se exhibió de forma independiente –habiéndosele negado el apoyo del IMCINE para competir– en la Semana de la Crítica de Cannes 1993. Era la primera vez que un largometraje mexicano podía verse en esa sección del festival desde que Caminando pasos… caminando de Federico Weingartshofer y Etnocidio: Notas sobre el Mezquital de Paul Leduc –ambas de financiamiento echeverrista– se programaran en 1977. Una semana después era la primera película mexicana en recibir un premio en cualquier sección del certamen desde que El ángel exterminador (1962) obtuviera el FIPRESCI, tres décadas antes.

Mediante Cronos el cine hispanoamericano alcanzó al fin la madurez estética, lírica y narrativa que le había sido negada por décadas de abandono, mediocridad, hule espuma y churrería en donde destellos intermitentes como El escapulario (1968) o El libro de piedra (1969) o Alucarda (1978) destacan como islas lejanas de un archipiélago desperdigado y casi vacío. La senda abierta por Cronos ha sido fecunda para el cine en español y abarca tanto a La región salvaje (2016) como a Huesera (2022), Vuelven (2017), la guatemalteca La llorona (2019) o la española El orfanato (2009). Como si fuera un caballero al cual se le ha sorbido la sangre a cambio de una juventud perpetua, Cronos parece hoy más joven y vital que hace tres décadas. Su pacto con el tiempo se mantiene, y quien la descubra o revisite en ocasión de su aniversario encontrará un cine que se mantiene lejos de la tumba, la putrefacción o el olvido.

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Treinta años de Cronos

No hay mitos más antiguos ni perdurables que los de alguien que vuelve de la muerte u obtiene la vida eterna antes de que esta se revele como maldición. El relato inaugural, por supuesto, es el cristiano, pero en el purgatorio universal de ánimas sin reposo están las de Kim Novak en Vértigo (1958), el monstruo de Frankenstein, la Ligeia de Poe, el conde Drácula, la Harriet Anderson agónica de Gritos y susurros (1972) o el enamorado espectral de El fantasma y la señora Muir (1947). Volver de entre los muertos es el triunfo final sobre el río del tiempo y su corriente imparable; sobre Cronos y su flujo perpetuo, sobre nuestro terror más grande: ser olvidados por aquellos a quienes amamos.

A su manera vampírica, Cronos (1993), de Guillermo del Toro, resulta una perfecta actualización de ese mito y, además, la mejor película mexicana poseída por la culpa católica desde Viridiana (1961) de Buñuel. Su protagonista, Jesús (Federico Luppi), resucita en carne y alma después de una pasión dolorosa que implica un martirio físico, la expiación de una culpa y un ritual ancestral en donde el líquido vital es su propia sangre, ofrecida a un insecto talismán devocionario que, a cambio, le concede vida eterna o, al menos, un equivalente putrefacto.

Las raíces de un argumento como ése resultan extravagantes incluso para las catacumbas más chabacanas del cine de género en México. Sus fuentes están un horror gótico que es mitad jalisciense y mitad de Dunwich, en la alquimia y el poder de sus minerales ancestrales, en el almohadón de plumas del cuento de Quiroga y también en las niñas calladas y sabias de Víctor Erice, que en silencio saben todo sobre la muerte y la tristeza, igual que Aurora (Tamara Shanath), la nieta huérfana que tiene miedo de hablar, pero no de la ultratumba.

Cronos

Federico Luppi en Cronos (1993), de Guillermo del Toro

En un corpus de obra como el que Del Toro ha dedicado a miradas infantiles, en donde las figuras paternas son dantescas (El laberinto del fauno, 2006), ausentes (El espinazo del diablo, 2001) o asoladas por la culpa (Pinocho, 2022), su ópera prima destaca por ser la única en donde el patriarca se redime hacia el final, no como premio sino en el reposo que aguarda a un mártir después de la tortura. Después de todo, el modelo iniciático para el cineasta es el miedo al castigo del Dios judeocristiano: junto a Pedro Páramo, el padre ausente por excelencia.

Cronos, que ocho años antes, cuando Del Toro maquillaba monstruos para La hora marcada, ya existía en un cuaderno de notas como El vampiro de Aurelia Gris, brotó a contracorriente de una industria que, asfixiada entre las crisis de 1988 y las de 1994, apenas alcanzaba a producir cuarenta cintas al año, la mayoría a fondo perdido y con una taquilla raquítica. Si llegó a producirse fue gracias al empeño de productores como Bertha Navarro o Alejandro Springall, baluartes frente al desinterés de las instituciones por una película de muertos vivientes y escarabajos ancestrales. No se puede reprochar la sorna si el referente industrial promedio era Chabelo y Pepito contra los monstruos (1973), pero sí la falta de visión ante la solidez literaria y la hondura dramática del guion de Del Toro, inédito para cualquier tradición dentro del cine de ficción mexicano.

Filmada en 35mm en apenas cuarenta días, en un Distrito Federal hoy corroído por el tiempo, puede verse ahora como una de las mejores películas producidas a la sombra del inminente Tratado de Libre Comercio, aprobado dos años después. El rumor de la (pos)modernidad de fin de siglo aparece ahí, en una película madura sin tiempo ni espacio concreto, sin ataduras de mexicanidad oficialista ni el folclorismo de exportación de Como agua para chocolate (1992). Como larvas embrionarias, todas las creaturas e ideas futuras del cineasta están ya en Cronos: los insectos, las heridas, los ángeles, Ron Perlman, la imaginería teológica, los cuerpos deformes que esconden ternura, la infancia como bastión del humanismo.

Cronos

Fotograma de Cronos (1993), de Guillermo del Toro

Cronos, al igual que Principio y fin (Arturo Ripstein, 1993) o Sólo con tu pareja (Alfonso Cuarón, 1991), persiste como testimonio de un cine mexicano de fin de siglo dispuesto a hablar con el mundo en lenguajes, al fin, contemporáneos. Tal era el canto de sirenas prometido por el TLC, antes de que la devaluación salvaje y su entrada en vigor desvencijara a la industria hasta tocar fondo en 1997, con sólo nueve películas mal producidas. Para ese momento toda una generación de cineastas y otros profesionistas ya habían cruzado la frontera hacia Estados Unidos, incluido Del Toro.

Un mes después de obtener nueve Arieles y un desangelado estreno con tibia asistencia a los cines Latino y Roble de la capital mexicana, Cronos se exhibió de forma independiente –habiéndosele negado el apoyo del IMCINE para competir– en la Semana de la Crítica de Cannes 1993. Era la primera vez que un largometraje mexicano podía verse en esa sección del festival desde que Caminando pasos… caminando de Federico Weingartshofer y Etnocidio: Notas sobre el Mezquital de Paul Leduc –ambas de financiamiento echeverrista– se programaran en 1977. Una semana después era la primera película mexicana en recibir un premio en cualquier sección del certamen desde que El ángel exterminador (1962) obtuviera el FIPRESCI, tres décadas antes.

Mediante Cronos el cine hispanoamericano alcanzó al fin la madurez estética, lírica y narrativa que le había sido negada por décadas de abandono, mediocridad, hule espuma y churrería en donde destellos intermitentes como El escapulario (1968) o El libro de piedra (1969) o Alucarda (1978) destacan como islas lejanas de un archipiélago desperdigado y casi vacío. La senda abierta por Cronos ha sido fecunda para el cine en español y abarca tanto a La región salvaje (2016) como a Huesera (2022), Vuelven (2017), la guatemalteca La llorona (2019) o la española El orfanato (2009). Como si fuera un caballero al cual se le ha sorbido la sangre a cambio de una juventud perpetua, Cronos parece hoy más joven y vital que hace tres décadas. Su pacto con el tiempo se mantiene, y quien la descubra o revisite en ocasión de su aniversario encontrará un cine que se mantiene lejos de la tumba, la putrefacción o el olvido.

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Claudia Comte en Casa Wabi

A media hora de Puerto Escondido, Oaxaca, un edificio de Tadao Ando resguarda uno de los espacios más inesperados del arte contemporáneo. En la costa del Pacífico, Casa Wabi ofrece residencias para artistas, un programa de cine, un taller de barro y una biblioteca móvil, pero también una galería de 450 metros cuadrados en la que se han presentado exposiciones de artistas como Daniel Buren, Jannis Kounellis, Ugo Rondinone o Izumi Kato. Adicionalmente cuenta con pabellones diseñados por figuras de la arquitectura internacional entre las que figuran Álvaro Siza, Alberto Kalach y Kengo Kuma.

Este año Casa Wabi alberga Desde donde ascendemos, la primera muestra individual en Latinoamérica de la artista suiza Claudia Comte. “Desde una aproximación ecologista, la obra de Comte busca la reducción y simplificación de las formas básicas que encontramos en la naturaleza. Inspirada en los paisajes y procesos artesanales locales, la muestra combina los materiales propios de la costa de Oaxaca con las formas y métodos minuciosos de su estudio en Suiza”, explica el curador Alberto Ríos de la Rosa. Un paisaje de tierra se forma en la galería a través de tres murales de gran formato, que se derraman en el suelo para ser habitados por esculturas biomórficas.

Claudia Comte

Vista de Desde donde ascendemos, de Claudia Comte. Fotografía: Diego Berruecos. Cortesía de Casa Wabi

La tierra roja procede de San Pedro Mixtepec, y las piezas escultóricas, que remiten a corales, cactáceas y hojas, fueron producidas en el Pabellón de Barro de Siza, parte de la infraestructura de Casa Wabi. La obra de Claudia Comte (Morges, 1983), como evidencia la muestra, se define por su interés en la memoria de los materiales y la observación del modo en que la mano se relaciona con las tecnologías. La impronta ecológica de su trabajo puede apreciarse paralelamente en Lago Algo, en la Ciudad de México, donde dos de sus piezas forman parte de la colectiva Desert Flood.

Desde donde ascendemos podrá visitarse el resto del año. “La investigación estética de Comte busca entender el comportamiento de los materiales frente a las fuerzas de la naturaleza”, abunda Ríos de la Rosa. Una propuesta artística que, en el contexto de la costa oaxaqueña, certifica la capacidad del arte para hacernos mirar lo que nos rodea de formas renovadas.

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Claudia Comte en Casa Wabi

A media hora de Puerto Escondido, Oaxaca, un edificio de Tadao Ando resguarda uno de los espacios más inesperados del arte contemporáneo. En la costa del Pacífico, Casa Wabi ofrece residencias para artistas, un programa de cine, un taller de barro y una biblioteca móvil, pero también una galería de 450 metros cuadrados en la que se han presentado exposiciones de artistas como Daniel Buren, Jannis Kounellis, Ugo Rondinone o Izumi Kato. Adicionalmente cuenta con pabellones diseñados por figuras de la arquitectura internacional entre las que figuran Álvaro Siza, Alberto Kalach y Kengo Kuma.

Este año Casa Wabi alberga Desde donde ascendemos, la primera muestra individual en Latinoamérica de la artista suiza Claudia Comte. “Desde una aproximación ecologista, la obra de Comte busca la reducción y simplificación de las formas básicas que encontramos en la naturaleza. Inspirada en los paisajes y procesos artesanales locales, la muestra combina los materiales propios de la costa de Oaxaca con las formas y métodos minuciosos de su estudio en Suiza”, explica el curador Alberto Ríos de la Rosa. Un paisaje de tierra se forma en la galería a través de tres murales de gran formato, que se derraman en el suelo para ser habitados por esculturas biomórficas.

Claudia Comte

Vista de Desde donde ascendemos, de Claudia Comte. Fotografía: Diego Berruecos. Cortesía de Casa Wabi

La tierra roja procede de San Pedro Mixtepec, y las piezas escultóricas, que remiten a corales, cactáceas y hojas, fueron producidas en el Pabellón de Barro de Siza, parte de la infraestructura de Casa Wabi. La obra de Claudia Comte (Morges, 1983), como evidencia la muestra, se define por su interés en la memoria de los materiales y la observación del modo en que la mano se relaciona con las tecnologías. La impronta ecológica de su trabajo puede apreciarse paralelamente en Lago Algo, en la Ciudad de México, donde dos de sus piezas forman parte de la colectiva Desert Flood.

Desde donde ascendemos podrá visitarse el resto del año. “La investigación estética de Comte busca entender el comportamiento de los materiales frente a las fuerzas de la naturaleza”, abunda Ríos de la Rosa. Una propuesta artística que, en el contexto de la costa oaxaqueña, certifica la capacidad del arte para hacernos mirar lo que nos rodea de formas renovadas.

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lunes, 26 de junio de 2023

Bob Dylan y la canción moderna

Tras su aparición en España a finales del año pasado, la edición en castellano del libro más reciente de Bob Dylan finalmente llegó a las librerías latinoamericanas. Filosofía de la canción moderna (Anagrama) se publica casi dos décadas después del primer volumen de sus Crónicas (2004), aunque sabemos que el Nobel de Literatura recayó en el músico estadounidense por sus canciones, cuyas letras, como escribió Eduardo Milán, tienen los atributos mayores de la poesía: “atrevimiento formal, riesgo, capacidad de perderlo todo, eso que poco o nada tiene ya que ver con el mundo artístico de hoy”.

Dylan dedicó una larga década a la escritura de este libro, donde se detiene en 66 canciones de la música popular anglosajona. Es un recorrido, sin orden cronológico, por composiciones grabadas entre 1924 y 2004. De la forma de oír del autor es posible extraer los principios que animan su propio trabajo. Filosofía de la canción moderna es un libro lleno de imágenes, visuales y literarias, en las que cada pieza es explorada a través de un breve ensayo, que comienza con una narración en segunda persona donde recrea la perspectiva de la persona poética.

Este cancionero puede leerse como un libro de relatos, una voz que articula 66 historias que cuentan, desde perspectivas singulares, la experiencia que una multitud de sujetos tiene del mundo. Esas experiencias son cantadas por miles, generación tras generación, pues toda gran canción tiene el potencial de hablarnos, incluso de hablar por nosotros. ¿Una autobiografía a través de los otros? Lo sabe quien se ha enganchado con “Money Honey” de Elvis Presley, “My Generation” de The Who, “London Calling” de The Clash o “Don’t Let Me Be Misunderstood” de Nina Simone.

Filosofía de la canción moderna, que en Anagrama es gráficamente idéntica a la edición original, es una encantadora obra menor donde uno de los mayores autores de canciones se ocupa de explicar la grandeza de los otros. Miguel Izquierdo ofrece una traducción decididamente peninsular, que no siempre logra recrear la naturalidad del texto original. Es, de cualquier modo, una nueva oportunidad de acercarse a la extraña sabiduría de Bob Dylan: “A mí me gusta Caravaggio, a ti te gusta Basquiat. A los dos nos gusta Frida Kahlo y Warhol nos deja frío. El arte prospera gracias a estas animadas contiendas. Por eso no puede existir una forma nacional de arte”.

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Bob Dylan y la canción moderna

Tras su aparición en España a finales del año pasado, la edición en castellano del libro más reciente de Bob Dylan finalmente llegó a las librerías latinoamericanas. Filosofía de la canción moderna (Anagrama) se publica casi dos décadas después del primer volumen de sus Crónicas (2004), aunque sabemos que el Nobel de Literatura recayó en el músico estadounidense por sus canciones, cuyas letras, como escribió Eduardo Milán, tienen los atributos mayores de la poesía: “atrevimiento formal, riesgo, capacidad de perderlo todo, eso que poco o nada tiene ya que ver con el mundo artístico de hoy”.

Dylan dedicó una larga década a la escritura de este libro, donde se detiene en 66 canciones de la música popular anglosajona. Es un recorrido, sin orden cronológico, por composiciones grabadas entre 1924 y 2004. De la forma de oír del autor es posible extraer los principios que animan su propio trabajo. Filosofía de la canción moderna es un libro lleno de imágenes, visuales y literarias, en las que cada pieza es explorada a través de un breve ensayo, que comienza con una narración en segunda persona donde recrea la perspectiva de la persona poética.

Este cancionero puede leerse como un libro de relatos, una voz que articula 66 historias que cuentan, desde perspectivas singulares, la experiencia que una multitud de sujetos tiene del mundo. Esas experiencias son cantadas por miles, generación tras generación, pues toda gran canción tiene el potencial de hablarnos, incluso de hablar por nosotros. ¿Una autobiografía a través de los otros? Lo sabe quien se ha enganchado con “Money Honey” de Elvis Presley, “My Generation” de The Who, “London Calling” de The Clash o “Don’t Let Me Be Misunderstood” de Nina Simone.

Filosofía de la canción moderna, que en Anagrama es gráficamente idéntica a la edición original, es una encantadora obra menor donde uno de los mayores autores de canciones se ocupa de explicar la grandeza de los otros. Miguel Izquierdo ofrece una traducción decididamente peninsular, que no siempre logra recrear la naturalidad del texto original. Es, de cualquier modo, una nueva oportunidad de acercarse a la extraña sabiduría de Bob Dylan: “A mí me gusta Caravaggio, a ti te gusta Basquiat. A los dos nos gusta Frida Kahlo y Warhol nos deja frío. El arte prospera gracias a estas animadas contiendas. Por eso no puede existir una forma nacional de arte”.

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sábado, 24 de junio de 2023

Escuchar más de lo que se puede

Don Cherry le apodó “Machine Gun”. Ametralladora, por su sonido. Si acaso ha habido seres humanos con la capacidad de manipular el caos, él fue uno de ellos. Nunca hizo nada que no fuese beligerante, pero jamás fue hostil. Si empujaba a quien lo seguía, si alejaba a quien lo escuchaba, era únicamente para encararlo con su propia mierda. Era alemán, y como muchos otros alemanes entendió la importancia de lanzarse contra la idiosincrasia de generaciones anteriores, comprendió que no podía hacerse un arte valioso que no fuese político, que una función de la música consiste también en hacer añicos al pasado.

Con apodo y rabia en mano, lanzó Machine Gun en 1968 –a la fecha sigue siendo su álbum más comentado y celebrado–; el disco es el epítome de la frase “esto no se puede escuchar”, carga contra todo. Quien lo escucha difícilmente vuelve a oír música de la misma manera. Tiró Nipples (1969), probablemente el único álbum producido por Manfred Eicher que jamás salió en ECM; el sello no tenía la dimensiones para contener ese sonido. Peter Brötzmann señaló después que ECM le “corta los huevos a los grupos realmente intensos”. Continúo creando álbumes y grabando vivos que luego lanzaba en la clandestinidad, con alto desorden. Encontró en esta metodología el único esquema de producción que podía hacerle justicia a su música.

Creó y participó en más de veinte ensambles diferentes, y terminó su vida con un catálogo de más de 200 álbumes, hasta donde sabemos. En su caos es predecible que otros cientos de grabaciones hayan quedado desperdigadas alrededor del mundo. Aparecerán. Como toda obra caótica cuenta con seguidores que dedican su vida a ordenar lo que Brötzmann lanzó a mansalva, son fans que unen las balas rotas, las coordenadas de un tránsito que ante todo empujó por no tener puntos de anclaje. Ensayó los 14 Love Poems (1984) y destrozó la idea que la comunidad jazzera tenía sobre su trabajo. Diez años después supo que su música iba a ser siempre una songline, una ruta imaginaria saturada de memoria y arresto, capaz de llevarnos siempre a nuestro destino, incluso cuando éste no es del todo claro.

Escucharlo siempre da esa sensación: reconocer una línea en el camino que, si bien puede resultar confusa, también está llena de significado y claridad, sólo que es imposible entenderlo si uno decide no recorrer la ruta. Eso pasa mucho con Brötzmann, me atrevería a decir que tiene un mayor margen de abandono que Evan Parker o Anthony Braxton (comparados con él, son incluso inteligibles). Dejó un arte aplastante, monumental, una herramienta de carga contra todo convencionalismo. No escribió para una audiencia o para un público específico; tocó, grabó e improvisó porque sí, porque sólo de esa forma uno puede desentrañar lo que el sonido muchas veces no comunica, o no el sonido sino la idea del sonido, la noción de que en eso que escuchas puede todavía escucharse algo distinto. Viajó, desordenó una y otra vez la idea de sí mismo.

Más que un público, buscó una pared de resonancia. Se asentó en Chicago porque solamente ahí encontró una comunidad tan retadora como su música. Pasados los setenta afirmó que era ridículo ser considerado vanguardista, a su edad él ya no podía serlo, los jóvenes tenían esa responsabilidad: los mató. Tocó siempre con la fuerza de sus primeros álbumes, y jamás se le vio dar una interpretación donde las venas de su cuello no parecieran a punto de reventarse.

Siempre sostuvo que tocaba jazz.

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Escuchar más de lo que se puede

Don Cherry le apodó “Machine Gun”. Ametralladora, por su sonido. Si acaso ha habido seres humanos con la capacidad de manipular el caos, él fue uno de ellos. Nunca hizo nada que no fuese beligerante, pero jamás fue hostil. Si empujaba a quien lo seguía, si alejaba a quien lo escuchaba, era únicamente para encararlo con su propia mierda. Era alemán, y como muchos otros alemanes entendió la importancia de lanzarse contra la idiosincrasia de generaciones anteriores, comprendió que no podía hacerse un arte valioso que no fuese político, que una función de la música consiste también en hacer añicos al pasado.

Con apodo y rabia en mano, lanzó Machine Gun en 1968 –a la fecha sigue siendo su álbum más comentado y celebrado–; el disco es el epítome de la frase “esto no se puede escuchar”, carga contra todo. Quien lo escucha difícilmente vuelve a oír música de la misma manera. Tiró Nipples (1969), probablemente el único álbum producido por Manfred Eicher que jamás salió en ECM; el sello no tenía la dimensiones para contener ese sonido. Peter Brötzmann señaló después que ECM le “corta los huevos a los grupos realmente intensos”. Continúo creando álbumes y grabando vivos que luego lanzaba en la clandestinidad, con alto desorden. Encontró en esta metodología el único esquema de producción que podía hacerle justicia a su música.

Creó y participó en más de veinte ensambles diferentes, y terminó su vida con un catálogo de más de 200 álbumes, hasta donde sabemos. En su caos es predecible que otros cientos de grabaciones hayan quedado desperdigadas alrededor del mundo. Aparecerán. Como toda obra caótica cuenta con seguidores que dedican su vida a ordenar lo que Brötzmann lanzó a mansalva, son fans que unen las balas rotas, las coordenadas de un tránsito que ante todo empujó por no tener puntos de anclaje. Ensayó los 14 Love Poems (1984) y destrozó la idea que la comunidad jazzera tenía sobre su trabajo. Diez años después supo que su música iba a ser siempre una songline, una ruta imaginaria saturada de memoria y arresto, capaz de llevarnos siempre a nuestro destino, incluso cuando éste no es del todo claro.

Escucharlo siempre da esa sensación: reconocer una línea en el camino que, si bien puede resultar confusa, también está llena de significado y claridad, sólo que es imposible entenderlo si uno decide no recorrer la ruta. Eso pasa mucho con Brötzmann, me atrevería a decir que tiene un mayor margen de abandono que Evan Parker o Anthony Braxton (comparados con él, son incluso inteligibles). Dejó un arte aplastante, monumental, una herramienta de carga contra todo convencionalismo. No escribió para una audiencia o para un público específico; tocó, grabó e improvisó porque sí, porque sólo de esa forma uno puede desentrañar lo que el sonido muchas veces no comunica, o no el sonido sino la idea del sonido, la noción de que en eso que escuchas puede todavía escucharse algo distinto. Viajó, desordenó una y otra vez la idea de sí mismo.

Más que un público, buscó una pared de resonancia. Se asentó en Chicago porque solamente ahí encontró una comunidad tan retadora como su música. Pasados los setenta afirmó que era ridículo ser considerado vanguardista, a su edad él ya no podía serlo, los jóvenes tenían esa responsabilidad: los mató. Tocó siempre con la fuerza de sus primeros álbumes, y jamás se le vio dar una interpretación donde las venas de su cuello no parecieran a punto de reventarse.

Siempre sostuvo que tocaba jazz.

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miércoles, 21 de junio de 2023

El punto se vuelve nudo: Gabriel Kuri

Me recibe una piedra enigmática, porosa, suspendida en el muro de la entrada a la galería, cubierta con plástico (por ahora). Se escucha el ruido de personas trabajando. Están afinando los últimos detalles de la exposición que se abrirá al público un par de días después. Avanzo y encuentro al artista dando indicaciones. El 22 de junio se inaugura Pronóstico en el Museo Jumex de la Ciudad de México.

Han pasado más de tres décadas desde que un grupo de artistas jóvenes comenzó a reunirse en Tlalpan en lo que la historiografía del arte mexicano conoce como el Taller de los Viernes. Gabriel Orozco nucleaba las reuniones, a las que asistían nombres que, junto a los de otros grupos de la época, darían un nuevo impulso al arte contemporáneo en el país: Damián Ortega, Abraham Cruzvillegas, los hermanos Gabriel y José Kuri, el Doctor Lakra. Esporádicamente se les unían Guillermo Santamarina y Laureana Toledo.

“Me siento privilegiado de ser parte de una generación que, coincidiendo con el momento de la globalización, empezó a recibir atención desde fuera y desde dentro. Ha habido muchos cambios, pero entiendo muy bien cómo llegamos aquí. En aquel momento había un gran deseo por hacer cosas”, explica Gabriel Kuri (Ciudad de México, 1970) mientras recorremos su primera exposición individual en un museo del país.

Gabriel Kuri

Vista de la exposición Gabriel Kuri: Pronóstico, Museo Jumex, 2023. Fotografía: Abigail Enzaldo

El artista vive desde hace años en Bruselas. Ante la propuesta de Kit Hammonds, curador en jefe del Museo Jumex, de montar esta exposición, surgió la pregunta: “¿Cómo me presento en mi ciudad, a los 52 años, en un museo que tiene muchísima visibilidad?”. Pronóstico no es una retrospectiva, sino un recorrido por el trabajo reciente de Kuri. Se trata de medio centenar de piezas que ofrecen una vista panorámica de las preocupaciones formales y conceptuales del artista.

Nuestra conversación es a veces interrumpida por el equipo de montaje, que afina detalles de la instalación que da nombre a la muestra, que será exhibida por primera vez.

Nuestra conversación es a veces interrumpida por el equipo de montaje, que afina detalles de la instalación que da nombre a la muestra, que será exhibida por primera vez, junto a obras que dialogan de formas renovadas en la Galería 2 del museo. “En una exposición como ésta tengo la oportunidad de reencontrarme con algunas piezas. Es una gran satisfacción dar con ciertos clics asociativos que permiten relacionar unas cosas con otras”.

Homo economicus

Desde el inicio del recorrido queda clara la apuesta: hacer ver el complejo entramado financiero en el que se desarrollan nuestras vidas en el capitalismo avanzado. Pero no hay explicaciones en ninguna parte, se trata de un discurso sustentado en objetos escultóricos. Hard credit soft guarentee (2023), una de las piezas más recientes, evidencia el interés de Gabriel Kuri en la economía conductual. Una serie de colchones son atravesados por términos financieros y tablas de cálculo con los que las tiendas diseñan las ventas a crédito.

“Soy escultor y, aunque suene romántico, pienso que el arte es una cuestión de presencia. Sigo pensando que las exposiciones son formas de comunicación muy relevantes”, me dice el artista. Estamos ahora frente sus icónicos gobelinos. El conjunto, que ocupa el muro más largo de la galería, despliega toda su potencia material. Se trata de tíquets que, a cierta escala, hacen del punto de una impresora el nudo de un tejido. Una autobiografía soterrada a través de retiros en cajeros, pagos de servicios, cambios de divisas…

Gabriel Kuri

Vista de la exposición Gabriel Kuri: Pronóstico, Museo Jumex, 2023. Fotografía: Abigail Enzaldo

Se tiene la sensación de atestiguar el paisaje de la economía financiarizada, donde sin embargo abundan las ironías, los juegos entre materiales de orígenes diversos, el diálogo con el surrealismo y la escultura minimalista, la coexistencia de objetos encontrados y piezas de ejecución impoluta. En el trabajo de Kuri es evidente la preocupación por la técnica, por la nitidez formal de las piezas.

“Soy escultor y, aunque suene romántico, pienso que el arte es una cuestión de presencia. Sigo pensando que las exposiciones son formas de comunicación muy relevantes.”

“Un paisaje romántico donde el cielo y el horizonte se sustituyen por signos y símbolos en primer plano, y el clima incontrolable se convierte en un peso muerto de agua”, escribe Hammonds en el cuaderno que acompaña a la exposición. La instalación Pronóstico (2023) plantea, en ese sentido, una síntesis. Detrás de una vitrina se encienden, como estrellas en una constelación, los logos de diversas instituciones financieras. Ante ellas pende una bolsa de plástico llena de agua, ¿para ahuyentar a las moscas? En el muro de enfrente un pequeño nicho alberga un dibujo sin fechar del Dr. Atl, Explosión paricutínea. Ahí se explica, a través de un sencillo diagrama, la lógica de la erupción volcánica.

Objetos aumentados, materiales resignificados por el contexto, alusiones a un paisaje material con cuyos residuos podrían escribirse biografías o versiones particulares de la historia. Tarjetas de crédito y conchas, celulares y condones, mármoles y latas de refresco, cerillos, colillas, volúmenes de concreto, planchas de acero. Acaso los restos, los detritos de un relato que el espectador debe construir.

Gabriel Kuri

Vista de la exposición Gabriel Kuri: Pronóstico, Museo Jumex, 2023. Fotografía: Abigail Enzaldo

Tras su participación en Siembra de Kurimanzutto, en 2021, Gabriel Kuri vuelve a exponer en México a una escala inédita, en el Museo Jumex (“No es una institución pública pero casi cumple ese papel”, explica). Pronóstico hará convivir a quienes han seguido la trayectoria del artista con nuevos públicos, enfrentados por primera vez al desconcierto que producen sus piezas. Podrá visitarse hasta el 15 de octubre.

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