En la sala de espera de una oficina gubernamental un hombre me pregunta de qué va el libro que estoy leyendo. Le llama la atención la portada, donde puede verse una activación de We Who Spin Around You (2016), del artista argentino Eduardo Navarro, en el High Line neoyorquino. Los espectadores portan una máscara de bronce con un visor que, al atardecer, les permite ver directamente al sol. La estrella que posibilitó nuestra existencia, y que en los últimos días se ha hecho sentir intensamente (en el hemisferio norte), aparece ante el público como una pequeña y distante esfera verde oscuro. Lo que no vemos, lo que el arte ve, se lee sobre la imagen. Es el título del último libro de Graciela Speranza, publicado el año pasado por Anagrama. Explico al curioso que es un texto sobre arte; él replica: “Sí, pero sobre qué”.
Resumí el libro de la forma más sintética que pude. Lo cierto es que no había llegado aún a las páginas finales, donde un comentario sobre “El Aleph” borgesiano me aclaró lo que los libros de Speranza han planteado de forma insistente y, sin embargo, diversa: los artistas y escritores son, en ocasiones, videntes. Es decir: hay obras capaces de alumbrar lo que hasta antes de experimentarlas permanecía oculto. Incluso ofrecen atisbos de futuro. No es una novedad, ciertamente; Godard planteó algo semejante sobre el cine. La modernidad colocó al artista en esa posición particular, ya no como el que da a ver sino como el que hace ver. La originalidad de la ensayista argentina, sin embargo, se cifra en el modo en que su prosa construye trayectos. Una miríada de obras aparece en sus libros, obras que establecen un marco para percibir lo que, de otro modo, ocupa demasiado espacio y dura demasiado tiempo como para que podamos verlo. Lo que Timothy Morton ha llamado hiperobjetos, como el clima o Internet. Desde Fuera de campo (2006) cada libro de la escritora repite el gesto de Borges al bajar al sótano de la casa de la calle Garay por instrucciones de Carlos Argentino Daneri, para encontrar “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto desde todos los ángulos”. Ese lugar es, para Graciela Speranza, el arte.
Libros como Atlas portátil de América Latina (2012) o Cronografías (2017) representan, además de notables ejercicios ensayísticos, alephs que nos muestran la multiplicidad del mundo contemporáneo a través de obras y artistas singulares. Lo que no vemos, lo que el arte ve amplía la serie con secuencias de lectura que formulan un juego interminable: la mirada de Speranza enmarca piezas que, a su vez, enmarcan lo inabarcable. Los temas son la crisis ambiental, nuestra mudanza a la dimensión digital y, como anudando los anteriores, las formas contemporáneas de aprehender lo real. El libro es relevante precisamente por el modo en que incide en nuestra mirada. Al menos esa sensación tuve al visitar la muestra más reciente de Francis Alÿs, Juegos de niñxs, en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México.
Speranza escribió lúcidas páginas sobre la obra de Alÿs en Atlas portátil de América Latina y Cronografías. Lo que no vemos, lo que el arte ve mira en dirección a otros trabajos. Sin embargo, el libro me ha permitido ver Juegos de niñxs desde una perspectiva particular. Inevitablemente curada por Cuauhtémoc Medina, la exposición reúne videos realizados durante casi un cuarto de siglo, y enmarca un fenómeno que de tan evidente parece estar disolviéndose en las sombras. En ciudades regidas por la lógica productiva, donde el espacio público es relegado por los imperativos del transporte o el consumo, el desarrollo del homo ludens es ignorado a favor del homo faber. (Playgrounds del México moderno, de Aldo Solano Rojas, registra los intentos de dotar a la ciudad con zonas de juego infantil en el contexto de la modernización y el crecimiento urbanos.) “El niño y el animal juegan porque encuentran gusto en ello, y en esto consiste precisamente su libertad”, escribió Johan Huizinga en su libro clásico. Lo que permite preguntar: ¿dónde ejercen su libertad los niños en el capitalismo avanzado? Alÿs responde que en cualquier parte, ya sea en un patio parisino, en viviendas abandonadas de Ciudad Juárez o en las laderas de una montaña de escoria producida por una mina de cobalto en Lubumbashi, Congo. La respuesta va acompañada, sin embargo, de un por ahora.
En un contexto de experiencia erosionada, con la pandemia acentuando lo peor, los niños han sido arrancados progresivamente de los espacios de juego. La televisión, primero; las pantallas portátiles, después. La inseguridad, la falta de lugares adecuados. En este proyecto de Alÿs, un archivo en curso que por ahora va de 1999 a 2022, se respira una política. Porque los pequeños que son proyectados en las pantallas nunca están solos. Cada juego ensaya formas de relacionarse, y podría pensarse que ahí es posible imaginar otros órdenes, comunidades sin Estado ni mercado, antes de que la libertad de los jugadores sea triturada por la sociedad de control a través de la familia y las instituciones educativas. Juegos de niñxs muestra espacios en cuatro continentes, y nos deja ver la universalidad y la horizontalidad que atraviesan el tiempo lúdico de la infancia. Es un literal conjunto de ventanas para mirar en simultáneo prácticas cuya desaparición tendrá consecuencias incalculables en nuestro modo de ser humanos.
Asistimos al MUAC un domingo, y la sala nos recibió con barullo, la mezcla de sonidos de distintos videos. Una niña, performer espontánea, recorría el espacio rodando en uno de los bancos ofrecidos a los visitantes. Era evidente que las imágenes la contagiaban. Se tenía la sensación de estar en un área de juegos, y sin embargo la mirada atenta de cada pieza, la lectura de las cédulas, acentuaba la idea de que lo que se pone ante nuestros ojos y oídos es un paréntesis de libertad: muchos de esos niños viven rodeados de precariedad y violencia. Pero no necesitan más que los pequeños de los países desarrollados: palos, piedras, llantas, tierra… tiempo. Por momentos uno paladea la posibilidad de vivir fuera del mundo administrado.
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