Este año se estrenó en cines –posteriormente en plataformas– la cuarta entrega de la saga John Wick, dirigida por Chad Stahelski y protagonizada por Keanu Reeves. Es ocioso hablar de la trama, pues la apuesta es, justamente, volverla irrelevante. Desde el primer capítulo de la franquicia, estrenado en 2014, el motor de la historia –el asesinato de un perro, único recuerdo de la esposa recién fallecida de Wick– fue la venganza, un elemento que, al contrario de otro tipo de películas de acción, carecía de casi cualquier contexto. Si en la década de los ochenta la violencia en Hollywood tenía una fuerte propaganda geopolítica –pensemos, por supuesto, en la serie de películas protagonizadas por John Rambo–, ahora se hunde en un vacío existencial. Si Rambo o, incluso, los personajes más representativos de Arnold Schwarzenegger apenas intercambiaban diálogos con los otros actores, el universo de John Wick es el reino del minimalismo verbal que contrasta, curiosamente, con los escenarios hiperbólicos que nos presenta capítulo a capítulo.
Hay, en el camino de venganza y búsqueda de redención de John Wick, un reflejo de la financiarización del mundo actual: al igual que en las anteriores entregas, el que ha violado las reglas es subastado en tiempo real ante los otros asesinos deseosos de la recompensa multimillonaria en un juego en el que el ganador se lleva todo. El único valor es el del dinero y, por esta razón, los miembros de “La Alta Mesa” funcionan como una suerte de junta directiva de una corporación global que hace de la ostentación su única vía de legitimidad, pues la meritocracia de los antiguos villanos –científicos locos que dedicaron su vida a crear máquinas de destrucción o enemigos surgidos de las entrañas de la Guerra Fría– ha desaparecido. Si en los filmes de la mafia tradicional –pensemos en El Padrino– atestiguábamos los negocios criminales y sus mecanismos, en este universo todo transcurre en el anonimato, y lo único que se nos muestra es la superficie del lujo y la sensación de que el poder de la élite se infiltra silenciosamente en la vida cotidiana de la civilización global.
¿Cuál es el efecto de la violencia mostrada en pantalla a través de las elaboradas coreografías de John Wick? En primer lugar, la asumimos como parte del mundo de fantasía que se nos presenta desde una lejanía surreal, una realidad en la que el personaje puede sobrevivir a decenas de balazos o de una caída desde lo alto de un edificio, como en el capítulo 3 de la serie. De esta forma, la violencia se vuelve no sólo inofensiva sino, incluso, hipnótica. Un pasaje de la nueva película ilustra muy bien esto: Wick se enfrenta a uno de los numerosos villanos en un lujoso centro nocturno. La música no se detiene y los clientes rodean a los antagonistas ensangrentados sin dejar de bailar. Si en la primera película de Terminator la gente huye despavorida de un bar mientras el robot intenta acabar con Sarah Connor, en los escenarios fílmicos de este siglo la violencia se desactiva a través del hedonismo del baile y de los diferentes tipos de drogas psicoactivas o de rendimiento.
Hay un último rastro de humanidad que sobrevive en el nihilismo presentado en John Wick 4 y sus anteriores episodios: la lealtad como último reducto ante el caos. Si la organización de asesinos a la que pertenece el protagonista trata a sus colaboradores como mercancías, el héroe intenta rebelarse ante esa cosificación. Sin embargo, en lugar de una salida política o una alianza entre los matones a sueldo, John Wick prefiere la hiperproductividad. Sin tiempo para descansar o curar sus heridas, el héroe se entrega al exterminio del otro en tal cantidad que amenaza la supervivencia misma de la corporación. Es, por supuesto, una metáfora de un sistema cuya eficiencia ha llegado al límite y tiene, como último paso, canibalizarse a sí mismo.
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