Los historiadores Sven Lindqvist (en Historia de los bombardeos) y David Wyman (en The Abandonment of the Jews. America and the Holocaust, 1941–1945) mencionan un episodio casi desconocido de la Segunda Guerra Mundial y del llamado Holocausto: Churchill y Rooselvelt nunca quisieron negociar con los nazis un alto al fuego (cuando los aliados estaban ganando la guerra) para obligarlos a detener el exterminio de los judíos en los campos de concentración. No sólo no negociaron, sino que, pudiendo bombardear las vías férreas que llevaban a las cámaras de gas, no lo hicieron. Ya sabían lo que estaba pasando en Auschwitz y lugares similares. Aun así, eligieron atacar las fábricas en donde trabajaban las víctimas de los alemanes prefiriendo detener la manufactura de armas, en lugar de pensar en las vidas humanas que se perdían a diario.
Lindqvist y Wyman ofrecen una teoría respaldada por documentación y diversos testimonios: los aliados –sus jefes políticos y militares– veían a los judíos como una migración indeseable y era mejor dejarlos a su suerte, es decir, condenarlos a muerte antes que rescatarlos. Otro historiador, Norman Finkelstein, refiere que una buena parte de la población judía europea era considerada de ideas de izquierda y, por supuesto, problemática para los grupos de poder que dominaban Estados Unidos e Inglaterra. Por esta razón, después de la guerra, muchos judíos –sobre todo intelectuales– fueron segregados en los países a los cuales llegaron después de 1945.
Philip Roth explora los demonios de los Estados Unidos en su relación con la población judía en la novela La conjura contra América, publicada en 2004. La novela es una ucronía en la que Charles Lindbergh –héroe nacional después de cruzar en avión el océano Atlántico en 1927– derrota a Rooselvelt en las elecciones presidenciales de 1940. En 2020 David Simon y Ed Burns adaptaron el libro para HBO, en una miniserie de seis capítulos. En la historia –siguiendo la línea original planteada por Roth– el antisemitismo está en la sociedad estadounidense y no en los nazis, los villanos favoritos de la Segunda Guerra. El escritor y los guionistas de la serie exploraron las ideas aislacionistas que, en su momento, promovió Lindbergh. El piloto estaba en contra de la guerra y era partidario de que Estados Unidos se mantuviera al margen. La conjura contra América va un poco más allá y, en esta historia alternativa, con Lindbergh convertido en presidente, hay una alianza entre nazis y el nuevo grupo de poder estadounidense para segregar a los judíos, exterminar a los rebeldes o, en el mejor de los casos, convertirlos a la “verdadera” cultura americana. Esta conjura muestra que, además del pacto entre las élites, el monstruo del racismo anida en los Estados Unidos y sólo basta una chispa para que se haga más visible y se expanda. Los nazis y el supremacismo blanco made in USA son, en esencia, lo mismo.
Se puede hacer una lectura actual de la novela y su adaptación a serie televisiva. En primer lugar, las decisiones de las víctimas. Como en su momento narró Hannah Arendt, algunas élites judías pactaron con los nazis –al menos al inicio de las políticas de segregación– una especie de transición para que ellas se pusieran a salvo mientras los demás sobrevivían por su cuenta. Como se muestra en La conjura contra América, hubo también ingenuidad de los líderes de la comunidad judía –representada por el rabino Bengelsdorf, interpretado por John Turturro–, que creyeron en la buena voluntad de Lindbergh hasta que fue demasiado tarde. Otro dilema a analizar son las decisiones que toman los judíos de clase media y trabajadora ante la amenaza creciente. Está Alvin Levin, sobrino de Herman Levin, el padre de familia, que opta por ir a la guerra en Europa para detener a los nazis; cuando regresa, con una pierna amputada, se desencanta de los judíos que prefirieron otras vías para enfrentar al enemigo, como la política o incluso el exilio. En realidad no hay una decisión correcta, cada una implica un costo. Al final de la historia cargarán con el síndrome del sobreviviente, una marca indeleble transmitida a las nuevas generaciones.
En tiempos de auge de la ultraderecha, convertida en una suerte de rebelión, conviene detenerse en la ucronía de Philip Roth. Lo primero que viene a la mente, por supuesto, es el discurso reaccionario de personajes como Donald Trump o, en Europa, partidos como Vox. También el uso de chivos expiatorios y la emergencia nacional como método para disciplinar a una población que, en otras circunstancias, se uniría para resistir las medidas impulsadas por el poder político-empresarial. En La conjura contra América se usa a la guerra para quebrar el pacto social. En la actualidad la debacle económica y ecológica son usadas como pretextos para montar un discurso de odio contra diferentes minorías y llevar a la realidad un estado de excepción que pone en duda libertades y derechos humanos conseguidos después de años de lucha.
Hay un elemento inquietante en nuestros tiempos que es resuelto, de manera fácil, en la historia de Philip Roth, una suerte de Deus ex machina cuando la esposa de Rooselvelt, Eleanor, retoma el control del gobierno y, a través de un mensaje radial, llama a la concordia nacional y al fin de las agresiones contra la población judía, una especie de noche de los cristales rotos a la americana. En la ucronía siempre hay certeza de lo que acontece a pesar de que los lobos se disfracen de corderos y, también, de que las comunicaciones de la época –con algunas excepciones– estén manipuladas y, después, sometidas a la censura. En el siglo XXI, en la época de la posverdad, la autoridad está erosionada, pues su legitimidad es puesta en duda todo el tiempo. Cada ciudadano fabrica su propia realidad y la transformación de la sociedad en tribus urbanas radicalizadas por los algoritmos de las redes –sin ningún proyecto común– haría imposible la reconstrucción planteada en La conjura contra América.
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