No hay mitos más antiguos ni perdurables que los de alguien que vuelve de la muerte u obtiene la vida eterna antes de que esta se revele como maldición. El relato inaugural, por supuesto, es el cristiano, pero en el purgatorio universal de ánimas sin reposo están las de Kim Novak en Vértigo (1958), el monstruo de Frankenstein, la Ligeia de Poe, el conde Drácula, la Harriet Anderson agónica de Gritos y susurros (1972) o el enamorado espectral de El fantasma y la señora Muir (1947). Volver de entre los muertos es el triunfo final sobre el río del tiempo y su corriente imparable; sobre Cronos y su flujo perpetuo, sobre nuestro terror más grande: ser olvidados por aquellos a quienes amamos.
A su manera vampírica, Cronos (1993), de Guillermo del Toro, resulta una perfecta actualización de ese mito y, además, la mejor película mexicana poseída por la culpa católica desde Viridiana (1961) de Buñuel. Su protagonista, Jesús (Federico Luppi), resucita en carne y alma después de una pasión dolorosa que implica un martirio físico, la expiación de una culpa y un ritual ancestral en donde el líquido vital es su propia sangre, ofrecida a un insecto talismán devocionario que, a cambio, le concede vida eterna o, al menos, un equivalente putrefacto.
Las raíces de un argumento como ése resultan extravagantes incluso para las catacumbas más chabacanas del cine de género en México. Sus fuentes están un horror gótico que es mitad jalisciense y mitad de Dunwich, en la alquimia y el poder de sus minerales ancestrales, en el almohadón de plumas del cuento de Quiroga y también en las niñas calladas y sabias de Víctor Erice, que en silencio saben todo sobre la muerte y la tristeza, igual que Aurora (Tamara Shanath), la nieta huérfana que tiene miedo de hablar, pero no de la ultratumba.
En un corpus de obra como el que Del Toro ha dedicado a miradas infantiles, en donde las figuras paternas son dantescas (El laberinto del fauno, 2006), ausentes (El espinazo del diablo, 2001) o asoladas por la culpa (Pinocho, 2022), su ópera prima destaca por ser la única en donde el patriarca se redime hacia el final, no como premio sino en el reposo que aguarda a un mártir después de la tortura. Después de todo, el modelo iniciático para el cineasta es el miedo al castigo del Dios judeocristiano: junto a Pedro Páramo, el padre ausente por excelencia.
Cronos, que ocho años antes, cuando Del Toro maquillaba monstruos para La hora marcada, ya existía en un cuaderno de notas como El vampiro de Aurelia Gris, brotó a contracorriente de una industria que, asfixiada entre las crisis de 1988 y las de 1994, apenas alcanzaba a producir cuarenta cintas al año, la mayoría a fondo perdido y con una taquilla raquítica. Si llegó a producirse fue gracias al empeño de productores como Bertha Navarro o Alejandro Springall, baluartes frente al desinterés de las instituciones por una película de muertos vivientes y escarabajos ancestrales. No se puede reprochar la sorna si el referente industrial promedio era Chabelo y Pepito contra los monstruos (1973), pero sí la falta de visión ante la solidez literaria y la hondura dramática del guion de Del Toro, inédito para cualquier tradición dentro del cine de ficción mexicano.
Filmada en 35mm en apenas cuarenta días, en un Distrito Federal hoy corroído por el tiempo, puede verse ahora como una de las mejores películas producidas a la sombra del inminente Tratado de Libre Comercio, aprobado dos años después. El rumor de la (pos)modernidad de fin de siglo aparece ahí, en una película madura sin tiempo ni espacio concreto, sin ataduras de mexicanidad oficialista ni el folclorismo de exportación de Como agua para chocolate (1992). Como larvas embrionarias, todas las creaturas e ideas futuras del cineasta están ya en Cronos: los insectos, las heridas, los ángeles, Ron Perlman, la imaginería teológica, los cuerpos deformes que esconden ternura, la infancia como bastión del humanismo.
Cronos, al igual que Principio y fin (Arturo Ripstein, 1993) o Sólo con tu pareja (Alfonso Cuarón, 1991), persiste como testimonio de un cine mexicano de fin de siglo dispuesto a hablar con el mundo en lenguajes, al fin, contemporáneos. Tal era el canto de sirenas prometido por el TLC, antes de que la devaluación salvaje y su entrada en vigor desvencijara a la industria hasta tocar fondo en 1997, con sólo nueve películas mal producidas. Para ese momento toda una generación de cineastas y otros profesionistas ya habían cruzado la frontera hacia Estados Unidos, incluido Del Toro.
Un mes después de obtener nueve Arieles y un desangelado estreno con tibia asistencia a los cines Latino y Roble de la capital mexicana, Cronos se exhibió de forma independiente –habiéndosele negado el apoyo del IMCINE para competir– en la Semana de la Crítica de Cannes 1993. Era la primera vez que un largometraje mexicano podía verse en esa sección del festival desde que Caminando pasos… caminando de Federico Weingartshofer y Etnocidio: Notas sobre el Mezquital de Paul Leduc –ambas de financiamiento echeverrista– se programaran en 1977. Una semana después era la primera película mexicana en recibir un premio en cualquier sección del certamen desde que El ángel exterminador (1962) obtuviera el FIPRESCI, tres décadas antes.
Mediante Cronos el cine hispanoamericano alcanzó al fin la madurez estética, lírica y narrativa que le había sido negada por décadas de abandono, mediocridad, hule espuma y churrería en donde destellos intermitentes como El escapulario (1968) o El libro de piedra (1969) o Alucarda (1978) destacan como islas lejanas de un archipiélago desperdigado y casi vacío. La senda abierta por Cronos ha sido fecunda para el cine en español y abarca tanto a La región salvaje (2016) como a Huesera (2022), Vuelven (2017), la guatemalteca La llorona (2019) o la española El orfanato (2009). Como si fuera un caballero al cual se le ha sorbido la sangre a cambio de una juventud perpetua, Cronos parece hoy más joven y vital que hace tres décadas. Su pacto con el tiempo se mantiene, y quien la descubra o revisite en ocasión de su aniversario encontrará un cine que se mantiene lejos de la tumba, la putrefacción o el olvido.
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