Cuando me mudé a la Ciudad de México muchos de mis cuates me dijeron que el Metro estaba lleno de encuentros gays, pero no lo creí. Tuve que verlo por mí mismo. Me sorprendió no tanto el sexo en público como la cantidad de pasajeros que fingían no enterarse. Como neoyorquino no pude comprender lo que me hoy parece una costumbre particularmente mexicana, la de guardar un secreto a voces.
Comencé a tener amantes en el tren, y ansiaba conectarme más profundamente con este aparente laberinto de la soledad erotizada. Quería saber: ¿cómo se formó históricamente el sistema de transporte como zona LBGTQ+? Esperaba encontrar una historia de placer y amor, pero no. Aprendí que el Estado-nación había planeado inaugurar el Metro para los Juegos Olímpicos de 1968. Según el rumor, los cuerpos de estudiantiles asesinados fueron enterrados en los cimientos.
Si el Metro es actualmente un sitio carnavalesco es como respuesta a la represión. Desde sus inicios fue una herramienta disciplinaria. En 1970 el primer director del Sistema de Transporte Colectivo Metro, Leopoldo González, afirmó que su construcción representaba “lo que es capaz de hacer la juventud cuando su entusiasmo e inquietud se canalizan constructivamente”. Fue diseñado para encausar los cuerpos de estudiantes y trabajadores. El gobierno y el impulsor del proyecto, Ingenieros Civiles Asociados (ICA), querían conectar los barrios populares y los distritos industriales, para así alejarlos de la rebelión y acercarlos a la cooperación.
En algunos textos, escritores como Efraín Huerta y José Emilio Pacheco entendieron al Metro como parte de un sistema carcelario; Salvador Novo reconoció también su cara represiva, pero sexualizada.
Novo: el Metro como el chacalizador de la ciudad
Designado por Gustavo Díaz Ordaz como Cronista de la Ciudad, Novo acompañó al presidente en el viaje inaugural de 1969. Luego escribió la primera historia oficial del Metro. Esta crónica cifrada celebra el gusto del escritor por utilizar los sistemas de transporte para vincularse con otros hombres.
En el famoso retrato de Manuel Rodríguez Lozano, de 1924, Salvador Novo es representado en un taxi, claramente recorriendo la ciudad a la caza de guapos. Novo dijo que que el cuadro lo “jotografió”. Detrás de la ventana del vehículo arde el erotismo de las calles. Hombres merodean la esquina. Novo arquea las cejas, hace pucheros con los labios, mira con recelo. Su garganta se hincha en el punto más dinámico de la composición, donde la carne brillante toca el horizonte oscuro, como si la boca anticipara lo que Novo desea.
Su “Crónica” tiene un inicio romántico. Novo recuerda su infancia paseando en un carruaje tirado por un “Rocinante”. Relata la historia de los sistemas de transporte de la ciudad, pero omite mencionar que Tenochtitlán era atravesada por monóxilos. En cambio habla de la importación de caballos de España y de calles, ferrocarriles, coches o camionetas. Lo reprimido vuelve. Novo explica que el Metro fue excavado en los antiguos lechos de lagos drenados de la ciudad. Lo describe, así, como una unión erótica, la consumación de largos y dolorosos deseos:
Faltaba el gran paso: el más audaz, el siempre diferido por la duda de si la entraña líquida de una ciudad construida sobre agua soportaría la penetración de un complejo sistema de transporte masivo ya inaplazable como la solución idónea a problemas semejantes surgidos en otras macrópolis.
Según Novo México había estado desesperado por cumplir un deseo ya consumado en otros lugares: la “penetración” de su “entraña”. Las palabras hacen eco de los poemas que había intercambiado con Federico García Lorca. La ciudad es como el amado en una de las elegías del andaluz: “Nadie te fecunda”, escribe. “El velo infecundo que cubre la entraña / nunca florecida con las vivas rosas”.
A Salvador Novo le encantaba ligar con “chacales”, y su crónica celebra al Metro como fuerza de chacalización a una escala masiva.
El matrimonio del Metro y México dio a luz un nuevo tipo de mestizaje: la fusión del hombre y la máquina. Como proclama Salvador Novo, el Metro se construyó con rapidez: “en plazos fijados, con precisión cronométrica, las obras avanzaron desde la mañana en que se puso en marcha la gigantesca maquinaria, técnica y humana”. El nuevo sistema de transporte no era sólo un vehículo para trasladar a los viajeros. A Novo le encantaba ligar con “chacales”, y su crónica celebra al Metro como fuerza de chacalización a una escala masiva, que con potencia erótica subordinó los cuerpos de los trabajadores a la industria.
Fundada en esta mitología de la violación, el Metro protagonizó su propia versión de la Malinche. María Félix afirmó que la financiación del sistema de transporte fue el regalo de bodas de su marido, el banquero francés Alex Berger.
Huerta: el acertijo edípico de la esfinge del Metro
Las celebraciones públicas del Metro suelen citar poemas de Efraín Huerta, pero omiten la política queer que hay en ellos. En “Meditación y delirio en el Metro” (1970; incluido en Los eróticos y otros poemas, 1974) el escritor ve en el transporte un contenedor de la lucha contra el poder estatal, que sin embargo facilita el movimiento de personas queer hacia territorios queer, sitios físicos de encuentro y, además, sitios imaginarios de una ética queer. El poema empieza en la tradición de Homero, Virgilio y Dante; el poeta desciende al Metro como si se tratara del Infierno:
Hoy desperté y anduve pensándolo bien;
padecí en la Ruta 1 durante Chapultepec-Insurgentes,
Insurgentes-Salto del Agua,
sin encontrar a nadie parecido al dios de los enigmas.
El Metro es un vehículo de búsqueda espiritual. Se detiene en Insurgentes, dando acceso a la Zona Rosa. Y aquí el enigma de Huerta se revela:
Luego tracé en el húmedo aire varias líneas helénicas
en memoria del poeta muerto;
cogí al Remordimiento por el cuello
y lo azoté en una esquina mágica.
El juego entre “líneas” y “helénicas” hace del Metro una experiencia mística. Huerta alude a Rimbaud, gran héroe de los soixante-huitards, que en Una temporada en el infierno escribió: “Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. –Y la injurié”. Traspone el verso a un México posterior al 68 y asume la crítica “hélenica”.
A veces, cuando yo jugaba con un joven en el ultimo vagón, le preguntaba qué es una esquina mágica, pero nadie tenía la respuesta. Luis Zapata escribió en El vampiro de la colonia Roma (1979): “le dicen la esquina mágica porque cualquiera que se pare ahí liga ya si no ligas es porque estás muy feo”. Han desaparecido. Como el poema de Huerta insinúa, el paisaje de la ciudad fue transformado por el Metro (y luego por Grindr).
Para Efraín Huerta, el Metro hace a la Zona Rosa próxima a “las asesinas décimas de segundo del reloj de la Torre Latinoamericana”.
El vagón está lleno. No tengo espacio para contar el modo en que el Metro abrió el clóset de la Zona Rosa. El tren avanza. No tengo tiempo para celebrar a los escritores mexicanos que anticiparon brillantemente teorías posmodernas como la reterritorialización y la resignificación, que luego serían acreditadas a los filósofos franceses. Puedo anotar aquí que, para Efraín Huerta, el Metro hace a la Zona Rosa próxima a “las asesinas décimas de segundo del reloj de la Torre Latinoamericana”. El transporte ha reorganizado el espacio y el tiempo de la ciudad bajo la tutela del Estado y el desarrollo capitalista. Con amargura, el poeta quemará su “credencial permanente de elector”.
Huerta exclama: “Hice muy serias consultas a nivel democrático, / y no tuve respuesta ni de los amigos encarcelados”. La referencia a estos últimos enfatiza el sombrío contexto político-económico de la construcción del Metro, y destaca que las esquinas eran un sitio de rebelión sexual, ahora unidas por el transporte. En su delirio, el escritor intuye que el territorio de ciudad, reordenado por el subterráneo, facilitará la captura edípica de la rebelión juvenil contra el padre-Estado.
Pacheco: el último vagón como prisión distópica
Jose Emilio Pacheco, creo yo, fue el primer autor que escribió sobre el último vagón del Metro. En el cuento “La fiesta brava” (El principio del placer, 1972) este espacio es una trampa para disidentes queer. Resulta difícil resumir el relato, una historia dentro de otra historia. El texto empieza con el anuncio de que una persona, Andrés Quintana, ha desaparecido “en el trayecto de la avenida Juárez a la calle de Tonalá en la colonia Roma, hacia las 23:30”. Otro vampiro acechando la oscuridad de la Roma.
Andrés reaparece como un fantasma en el paisaje. Es el autor del cuento donde un veterano de la guerra de Vietnam, el capitán Keller, de vacaciones en el DF, está obsesionado con la arqueología mexicana. Recibe misteriosas instrucciones para “subirse al último carro del último metro […] en la estación Insurgentes”. Keller tiene que viajar en ese vagón y bajar en el túnel; allí verá artefactos. Pero será sacrificado a los dioses aztecas, y entonces el texto cambia de pista.
Andrés, la persona desaparecida del anuncio y autor del cuento sobre Keller, se reúne con un editor. Conversan sobre la publicación de la historia en un diario, pero es rechazada por antiamericana. Andrés sale de la reunión y sube al Metro. En Insurgentes ve una pinta en la pared: “ASESINOS, NO OLVIDAMOS TLATELOLCO Y SAN COSME”. Corrige mentalmente la gramática: “Debe decir: ‘ni San Cosme’”. El Metro ha resignificado la ciudad, ha convertido el paisaje en un texto para leer y editar la historia oficial. Mientras Andrés espera el tren es secuestrado por agentes de la CIA. El texto de la historia se corresponde con el texto de la ciudad, una estrategia poética posmoderna que ilustra cómo las líneas del Metro atrapan a la gente en el discurso del Estado. Una máquina monstruosa que, parasitariamente, se alimenta de chicos queer.
José Emilio Pacheco medita sobre un hombre “con el cerebro destruido por las inhalaciones de ‘cemento’”. Su cuerpo es una construcción de la industria, de los solventes que consume y lo consumen.
Llego tarde a mi destino y debo darme prisa, pero antes recuerdo un poema en prosa de Pacheco, “A las puertas del Metro” (Desde entonces, 1980), donde medita sobre un hombre “con el cerebro destruido por las inhalaciones de ‘cemento’”. Su cuerpo es una construcción de la industria, de los solventes que consume y lo consumen. Como el Metro, que regresa a las mismas paradas, Pacheco a menudo volvía sobre este tema. Escribe en el poema “El canal de la Nada” (Como la lluvia, 2009):
Desde el vagón final
Observo el túnel abierto
Entre las estaciones de Chilpancingo y Patriotismo
En la línea 9 del Metro.
Ahí donde Andrés encontró su destino cruel, el poeta observa el “Túnel irreal, surreal”. Aquí se pregunta: “Qué había ocurrido al fondo de mi propio pasado, / Tan misterioso”. Este “canal de la Nada” es “el ayer de todas las personas”, donde con melancolía “encuentro una imagen / De la ignota caverna que hemos dejado atrás / Para vivir este día”. El Metro como la lápida de los sueños muertos del 68.
A mitad de mi propio camino me encontré errante, con la senda recta ya perdida, porque había intentado excavar una historia de placer y alegría, pero me encontré con huesos de sacrificios humanos. Algunos atisbos señalan un futuro más feliz. Una noche a finales de los setenta el activista Juan Jacobo Hernández viajaba en el Metro y ligó con un extraño delicado y guapo. Resultó ser Paolo Po, el autor anónimo de la novela 41 o el muchacho que soñaba en fantasmas. Así, en encuentros fugaces de sexo y activismo, bajo condiciones de represión, surgiría en el Metro un renovado espíritu de rebelión queer, cabalgando por el túnel de la nada hacia la actual cajita feliz.
La entrada El Metro, vehículo de una literatura subterránea se publicó primero en La Tempestad.
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