martes, 13 de junio de 2023

El misterio de Cormac McCarthy (1933-2023)

Mi ejemplar de The Road, la que hasta hace muy poco parecía ser la última novela de Cormac McCarthy, muerto hoy después de casi 90 años de vida, sano aislamiento del medio literario y escritura, es un faro perenne en mi librero. Se trata de una primera edición en pasta dura, mordida por alguno de mis gatos, y camisa negra, cuyas letras sobre el lomo, antes rojas, han cedido tanto a la demasiada luz como a las no pocas mudanzas desde 2006, año de su aparición (que en cierto modo coincide con mi propia aparición, pero esa es otra historia).

Descubro, entre sus páginas, parte del pase de abordar de un vuelo que me trajo de Los Ángeles a la Ciudad de México un 11 de octubre, probablemente de ese mismo año (habré comprado el libro allá, recién aparecido: su fecha de lanzamiento fue el 26 de septiembre), así como un block de hojas pequeñas del Hotel Colonial de Hermosillo, Sonora, en donde copié un par de citas del libro, luciérnagas en este momento oscuro:

Pensó que cada recuerdo evocado debe violentar en alguna medida sus orígenes. Como en un juego. El juego del teléfono. Más vale ser parco. Lo que uno altera mediante el recuerdo tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida.

La fragilidad de todo por fin revelada.

McCarthy, se sabe, es el gran escritor sobre la violencia que Estados Unidos nos dio en el siglo XX, y no deja de ser curioso que en la primera cita hable del acto de recordar como un asunto violento: una mancillación originaria, porque no hay ningún recuerdo inmune a la edición (la violencia) que ejercemos sobre su sino.

Sea en la frontera de México con Estados Unidos y allende nuestro desierto (Meridiano de sangre, para más señas, acaso su obra maestra), sea en el apocalíptico territorio de nuestro vecino del norte, vencido por fin por alguna o varias de sus muchas crisis del capitalismo tardío o salvaje, Cormac McCarthy nos enseña que la condición humana siempre estará sujeta a las voluntades ajenas, que acabarán por someterla; y acaso desangrarla (muchas series actuales, nuestra neolengua franca, le deben mucho, directa o indirectamente, a McCarthy, desde The Walking Dead hasta The Last of Us).

En The Road hay, sin embargo y pese a todo, esperanza: al final, encontramos una llama que, de cuidarla, verá el final de nuestros tiempos, como el rescoldo de un fuego o un incendio originario (la humanidad), valga la redundancia.

Pero más allá de la flama y de ese último destello de lo civilizado terminal, atado a la invención que es el tiempo, está todo lo vivo, aquello que, para su fortuna, no es o no fue humano. Como las truchas, que algo de salmones tienen, y de las que McCarthy escribe con una infinita ternura y apreciación al cabo de The Road (que no La carretera, como se le tradujo al impreciso castellano; creo que lo correcto hubiera sido llamarla El camino):

Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.

Hoy Cormac McCarthy ha regresado al origen del misterio o lo ha alcanzado al final de su vida, allí donde su persona física no es más, pero su asoleada piel vuelta palabras permanece en sus libros, sus crudas, desérticas novelas de una realidad imperante, irresoluble, salvo por los laberintos y los mapas de la luminosa literatura, de la cual él forma notable parte.

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