lunes, 27 de abril de 2020

Futuro predicho

La tercera temporada de Westworld, ya en su sexto episodio, se adentró en un mundo nuevo que implica una respuesta para sus temporadas anteriores. ¿Qué tipo de sociedad propondría como entretenimiento los parques temáticos extremos que sus dos temporadas anteriores plantearon? La respuesta es una distopía disfrazada de una sociedad utópica. La serie creada por Lisa Joy y Jonathan Nolan ha creado un mundo híper complejo que plantea cuestiones de futurología de manera simultánea: lo mismo se han expuesto ideas sobre inteligencia artificial como sobre el siniestro encuentro entre la industria farmacéutica, la industria del entretenimiento, la psiquiatría y el complejo militar. Es tan densa la atmósfera que ha atravesado Westworld desde su estreno en 2016 que comienza a parecerse a esos seriales sobre crimen donde la trama deja de ser importante: se trata, más bien, de una textura hecha a partir de acumulación temática (un curioso comentario sobre esta estrategia narrativa –se trata de una serie que celebra la refracción– puede verse en el quinto capítulo de la serie, “Genre”, en el que el capítulo “cambia de velocidad” de un género narrativo a otro en cuestión de minutos, subrayando las convenciones de cada uno).

Dejo al margen, entonces, la cuestión de la trama (la sublevación de unos androides) y, como quien dice, me clavo en la textura. ¿Qué tenemos? Imágenes diseñadas hasta la náusea, espacios iluminados que lo mismo toman prestado de Calatrava (para la matriz de la ficticia megacorporación Delos se usó como locación la controversial Ciudad de las Artes del arquitecto español; hay una tesis ahí esperando a ser escrita: ¿por qué las construcciones de Calatrava son tan exitosas como escenarios de producciones hollywoodenses?, ¿sólo sirven para eso?), como de la moda rápida y los interiores “cálidos” pero homogéneos. Hay un elemento temático que conversa con ese mundo híperdiseñado que me gustaría subrayar. En esta temporada de Westworld se plantea la existencia de un sistema computacional cuántico capaz de predecir el futuro de la sociedad: Rehoboam. Es a través de las predicciones de esta computadora que se ejerce poder sobre la sociedad, condenando a individuos a roles específicos.

Es una idea interesante pero la miniserie DEVS de Alex Garland, que concluyó el pasado 16 de abril, la plantea de manera aún más radical. Presentada en un inicio como un tecno-thriller típico (con guiños al espionaje corporativo y a las convenciones ya machacadas por películas de segundo orden como Amenaza virtual, de 2001, o El círculo, de 2017) la miniserie en realidad busca actualizar un viejo problema filosófico (tal vez teológico). Como en Westworld, es interesante que también aquí la cuestión del libre albedrío en contra del determinismo se exprese no sólo en la narrativa sino a través de un diseño de producción minucioso. En Westworld aún se hace referencia a los parques temáticos (con imágenes que remiten a escenarios de westerns, de películas de guerra y, en un curioso guiño a Juego de tronos, también de fantasía) pero al representar un mundo real del futuro vemos oficinas y laboratorios con muros de concreto, acero y cristal, mobiliario que recuerda la insipidez supuestamente amigable de un WeWork. Westworld imagina al mundo del futuro (al menos en las ciudades que nos muestra, con locaciones en Singapur –como ocurrió en Her de Spike Jonze–, Besalú y Barcelona) en parte a través del mañana que ya se encuentra aquí, en el presente, y al que sólo un puñado de la población tiene acceso.

Algo similar ocurre en DEVS, que se desarrolla en el área sur de la bahía de San Francisco; o, para mayor precisión, al interior de la cultura del Valle del Silicón: con sus empresas construidas como campus, la movilidad continua entre ellos y San Francisco a través de autobuses privados, la despreocupación general por la privacidad, y el incremento en rentas expresado en la convivencia incómoda entre tecnócratas y desposeídos. Por descontado en una cultura así, se plantea en la serie de Garland, los interiores de las viviendas de los tecnócratas contrastarían con sus profesiones (excepto por la ocasional aparición de una computadora personal o el omnisciente teléfono inteligente). Sin ostentación, estas viviendas se asemejan a un entorno normal, reconfortante, con colores otoñales, muchos utensilios para la cocina, y un confort cálido que en la serie sugiere que algo no va bien. Y lo que no va bien es esa idea atroz que entusiasma tanto a mercadólogos: que cierta persona, con cierta profesión, cierta edad, y cierto salario, adquirirá –como si fuera su destino– un tipo de producto en específico, y no otro. Pero, ¿y si la idea no acaba ahí? ¿Y si sólo hace falta extrapolar los datos para predecir ya no qué producto pediremos por Amazon la semana entrante, sino descubrir los inmóviles y eternos rieles sobre los que avanza la realidad? De manera elegante DEVS (que se lee como “Deus”) actualiza (¿o maquilla?) el viejo problema del determinismo. Así, un viejo tropo de cierta sensibilidad pulp (como pudo leerse en relatos clásicos de ciencia ficción como “La última pregunta” de Isaac Asimov; “Los nueve mil millones nombres de Dios” de Arthur C. Clarke o “La respuesta” de Fredric Brown) vuelve a presentarse, ahora con un imaginario que evoca los anuncios de Ikea.

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