Hace unos días el crítico Ted Gioia publicó un artículo acerca de una supuesta muerte en curso: la música nueva agoniza a manos de la música vieja. Esta muerte, como se descubre pronto, no es creativa, ni se trata de una disminución en el volumen o la productividad, tampoco de que los músicos actuales sean peores o más perezosos que los de hace unos años. La enfermedad es, ante todo, económica y se expresa en la disminución de ganancias obtenidas por los nuevos lanzamientos y el ensanchamiento de las que arrojan producciones publicadas dos años antes o más. También, según muestran datos que recopila el autor, se escucha mucho menos la música reciente, en una relación de 30% a 70%, frente a la de años anteriores. La forma en que se llega a este número es curiosa y a la vez predecible (¿cómo podría cuantificarse lo que escucha, de hecho, la gente en todo el mundo?): son las estadísticas que arrojan las descargas y reproducciones en las mayores plataformas, como iTunes y Spotify.
No es difícil ver la falacia que reproduce Gioia (inadvertida o maliciosamente): no es lo mismo la música que la industria musical. Y, más que esta última, la parte representada por los sellos dominantes (especialmente los cuatro que concentran la mayor parte del mercado) y trasnacionales que ocupan otros eslabones de la cadena. Esa parte ha sido la más interesada en nutrir esa confusión entre la música como fenómeno estético y el negocio de la música, para imponer la noción de que una de las artes más antiguas está en riesgo de desaparecer si cae menos dinero en sus cuentas bancarias.
Ted Gioia va más lejos cuando toma el creciente desinterés del público por los Grammys como una posible señal de desinterés por la música reciente. Pero justo antes de cerrar recurre a la prestidigitación y lanza un diagnóstico que desmonta su premisa: la parte enferma es la de las compañías musicales, no la correspondiente a los músicos, que siguen igual de imaginativos. Es decir, un diagnóstico al que llegaría cualquier persona que no se encuentre secuestrada por la propaganda de los sellos (y que, además, volvería inútil toda la parte anterior). Más que exponer las trampas que utiliza en las líneas finales, lo necesario es regresar unos pasos y preguntarse cómo es que uno de los críticos con mayor reputación de rigor o seriedad puede partir de un andamiaje argumental tan absurdo (y que, además, reproduce al pie de la letra el discurso de los mayores poderes en el sector). También, o lo que es lo mismo, cómo es que ese discurso ha llegado a tener una presencia tan amplia sin que a nadie le extrañe gran cosa.
Hay un momento en el que Gioia toca el problema en el que se ha convertido el copyright, no sólo para los escuchas de a pie sino para las disqueras grandes y su entorno, que supuestamente serían las mayores beneficiarias de ese instrumento. Habla de la cantidad ridícula de barreras que se han trazado para el financiamiento, la producción y la circulación de la música, al grado de provocar algo cercano a la parálisis. Tal vez tiene razón al decir que la enfermedad va más allá de esa figura, que debería representar los derechos derivados de la autoría y hoy se usa casi exclusivamente como principio de explotación, aunque aborda aspectos muy limitados de sus manifestaciones. Esta figura, en realidad, atraviesa casi todas las partes los aparatos legal, económico y discursivo que sostienen el orden en la industria musical.
Todos los días podemos encontrarnos con noticias surgidas de estas barreras: demandas, compras y protestas surgidas de cualquier eslabón de la cadena. Casi todas parecen sacadas de una novela absurdista o de un sketch cómico. El año pasado Taylor Swift fue demandada por un parque de diversiones sito en Utah, que alegaba tener derechos sobre el nombre de su disco más reciente hasta entonces. El parque Evermore, a través de sus representantes, afirmaba que podía verse dañado por la asociación que el público haría con el trabajo de Swift. Buscaban una bonita suma, que debía pagarse en compensación por el hecho de haber titulado una obra con una palabra de uso relativamente común en la lengua inglesa.
En vez de combatir de frente esta demanda hasta reducirla a un despojo eviscerado, algo que podría fácilmente haber hecho, el equipo de la cantante respondió con algo más elegante, que de alguna forma expuso con mayor efectividad el ridículo que había en el asunto: presentó una demanda contra el parque por haber reproducido canciones de Taylor Swift en sus bocinas, lo que podría haber implicado una forma de lucrar con su obra sin que se pagaran regalías. Ambas demandas fueron retiradas poco después de mutuo acuerdo, sin que aparentemente hubiera un arreglo monetario. Casi podría decirse que la segunda demanda implicó un acto performático, más que legal, aunque abrió la puerta a imaginaciones terribles acerca de un mundo en el que no se dejara sonar una sola cosa en el aire sin que se sacara la cuenta de cuánto se le debe a cada implicado.
Esa segunda demanda es de hecho parte de una tendencia, y tenía una base firme aunque no se haya llevado a puerto: en ciertos ámbitos o bajo ciertos criterios es ilegal el solo hecho de que suenen canciones con copyright, aun si nadie lucra con eso, aun si el público para el que suenan es de dos personas. Para decirlo de otra forma, si es que aún no se trasluce la aberración, es ilegal que atraviese el aire una serie de sonidos que supuestamente fueron hechos para ser escuchados. Alrededor de las mismas semanas en que surgió la noticia de Taylor Swift circularon videos de policías que, cuando comenzaron a ser grabados en medio de un arresto o al aplicar una multa, tomaron su teléfono y reprodujeron con volumen alto canciones de artistas inmediatamente identificables, como los Beatles. La razón es que redes sociales como Facebook o Instagram detendrían la difusión de estos videos por no tener licencia para distribuir estas canciones. Tal vez no sea necesario elaborar mucho en torno del copyright como herramienta para legitimar la fuerza, o como parte del mismo universo de sentido en que se sostienen los abusos policiales.
Este último caso pone de manifiesto lo verdaderamente grave en los extremos a los que se ha llegado en la legislación relacionada con el copyright (no solamente en la música, claro, aunque su papel en este entorno no debe despreciarse). Los muros que se imponen mutuamente los ricos y famosos pueden, cuando mucho, implicarles unos miles de dólares menos, pero los que se levantan entre ellos y el resto, quienes ya estábamos muy lejos de ellos, implican aun mayores restricciones, se vuelven cada vez más infranqueables y se multiplican en manifestaciones cada vez más abundantes de opresión y violencia. Se trata, en parte, de que se impide la libre circulación de lo que debería considerarse bienes culturales en vez de activos comerciales. Pero, más allá de eso, estamos ante un instrumento clave, que entre otras cosas se utiliza para penalizar lo que antes se fundaba en el uso común. Y para achicar el radio de nuestras vidas.
La entrada Alto: sonidos ilegales se publicó primero en La Tempestad.
from La Tempestad https://ift.tt/4COb2nLEx
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad
No hay comentarios:
Publicar un comentario