1. Antecedentes
Aunque los historiadores lo cuenten de otro modo, lo cierto es que el primer cine producido en México surgió de un engaño, una confusión y la falsificación de un crimen. Hacia finales de 1896 dos empleados trashumantes de la casa Lumière filmaron Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec, que reconstruía un pleito a tiros entre un diputado y un coronel, según los relatos aportados a la prensa por testigos. En un solo plano a distancia media, el rollo de pocos segundos de duración no cuenta más de lo que el título indica: uno dispara, el otro cae, los padrinos corren al auxilio del perdedor. Todos actores, todo planeado; las dos cosas, por primera vez.
Estrenada ese año en la capital de México, el Duelo a pistola fue la primera película de ficción –con guion previo, preproducción y puesta en cámara– realizada en México, pero a nadie le pareció relevante, quizá porque la profunda zanja comercial entre ficción y documental que acostumbramos hoy seguía sin ser abierta. La propuesta fue recibida con desconcierto por las audiencias, cuentan los cronistas de esos días, confundidas por ver un suceso conocido que no era el hecho sino la filmación actuada del hecho, como teatro sin ser teatro, como cine sin ser lo que hasta entonces se pensaba que era el cine: representación directa y naturalista de las cosas. Fue nuestra réplica a las audiencias parisinas conmocionadas por el tren llegando a la estación y, quizá, la última vez que alguien confundió ficción y realidad con la misma capacidad de asombro.
Probablemente sin saber ni pretender lo anterior, en Una película de policías (2021) de Alonso Ruizpalacios, estrenada en los festivales internacionales de cine de Berlín (Berlinale), Morelia (FICM) y recientemente en Netflix, desemboca esa diminuta y curiosa tradición del cine mexicano: detrás de ella están El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919) con su fusilamiento auténtico en medio de una trama ficcionada; el inicio de Canoa (Felipe Cazals, 1976) en falso –pero auténtico– documental narrado a cuadro por Salvador Sánchez; y el cine híbrido de Rubén Gámez, siempre dispuesto a hacernos ver que lo documental es una forma más cercana a la poesía que al noticiero. Este tercer largometraje, tercera ficción y primer documental de Ruizpalacios va un paso más lejos que los anteriores: su caja china conecta hasta cinco niveles de realidad, separados por episodios en una misma estructura que, lejos de ser usada como recurso momentáneo, abarca la película entera y constituye su forma y su fondo.
2. Evidencia y manipulación
La abundancia de precariedad en el cine urbano de México durante casi un siglo ocasionó, en más de una ocasión, una suerte de neorrealismo a la fuerza que siempre tuvo una parte de documental involuntario. Incluso durante la mal llamada época de oro, el registro visual de barrios populares, monumentos desaparecidos o edificios en obra negra terminó por convertir la memoria fílmica mexicana en una intrincada y eterna docuficción que abarca varias décadas. Solo durante el siglo presente el documental se elevó y vigorizó por encima de sus antecedentes pobres (el videohome, el Super 8 y los encargos de gobierno) para constituir una fuerza estética propia y robusta, con frecuencia más original, arrojada y vital que las ficciones.
Si Una película de policías es, como creo, la mejor película entre las tres de Alonso Ruizpalacios, es a causa de la madurez y el equilibrio de su mirada. Esto no en detrimento de Güeros (2016), una de las óperas primas más frescas, jóvenes y desinhibidas de su década, ni de Museo (2018), una reconstrucción coherente y nostálgica de la clase media sateluca posterior al terremoto; pero si aquellas eran películas de argumento, tan entusiasmadas por el juego formal que suavizaban el fondo, en Una película de policías fondo y forma, relato y dispositivo, humanismo y lenguaje guardan un equilibrio tan cuidadoso y razonado que, por momentos, uno piensa en los experimentos iraníes de Abbas Kiarostami (Close-Up, 1988) o Jafar Panahi (Taxi Teherán, 2016) más que en las dos películas previas de su director.
Vista más de cerca, ésta no deja de ser una película de Ruizpalacios: hay un automóvil que avanza por situaciones diversas como en viñetas, hay una relación de camaradería entre adultos jóvenes que atraviesa una crisis y, afuera, hay un mural panorámico de la Ciudad de México como un caleidoscopio de extravagancias y embotellamientos. La misma ciudad ha sido resguardada por los policías de A.T.M: ¡A toda máquina! (1951) o ¿Qué te ha dado esa mujer? (1951), por Belascuarán Shane en Días de combate (1994) o el corruptísimo Prieto en Cadena perpetua (1979), pero no por policías como Teresa y Montoya, que viven una vida más amplia que la del uniforme, el chiste fácil o el lugar común. Dado que los personajes están desarrollados con el mismo rigor y ternura porten o no el uniforme de su oficio, Ruizpalacios gana el difícil juego que se propone: humanizar a los uniformados sin tergiversarlos ni lavarles las manos.
3. Declarantes y reconstrucción
Según la distancia con la que se mire, Una película de policías es una ficción sobre un matrimonio de policías capitalinos, Teresa (Mónica del Carmen) y Montoya (Raúl Briones), o un documental sobre las personas homónimas que sustentan a los personajes. Es a la vez un segundo documental sobre el proceso actoral necesario para encarnarlos y, finalmente, un testimonio sobre las razones que los llevaron como pareja –de patrulla y de vida– a tomar una decisión radical sobre el futuro de sus carreras policiales y, por supuesto, su relación. Ambos vienen de entornos de la periferia urbana y de familias con tradición policial. Conocen bien los riesgos que entraña el oficio, que son mayores cuando éstos involucran afectos y una vida en pareja que transcurre sin pausas de la patrulla a la cama.
Aunque en apariencia la propuesta de Ruizpalacios es diluir las fronteras entre representación y testimonio frente a nuestros ojos, los dispositivos formales que utiliza nos indican, poco a poco, que lo que busca es revelar la brecha evidente entre ser policía o actuar como uno, aunque tampoco oculta los paralelismos entre la vocación actoral y la policiaca. Como protagonistas duales que encarnan a personajes y también a sí mismos, Briones y Del Carmen son las columnas centrales que sostienen el tambaleante truco de magia de Ruizpalacios: respiran autenticidad en los momentos en los que creemos saber si lo que vemos es real o ficticio, pero son aún mejores cuando su tarea es sembrarnos dudas. Su logro más palpable como intérpretes es que deje de importarnos quiénes son en ese momento porque, sean ellos o sean otros, transpiran verdad. El otro gran acierto, en este caso de montaje (de Yibrán Asuad, premiado en Berlín) y del guion coescrito por Ruizpalacios y el dramaturgo-actor David Gaitán, es que los distintos niveles de diégesis transcurren con fluidez, naturalidad e incluso humor, evitando en todo momento que el experimento resulte incoherente o críptico, o que derive en formalismo gratuito.
Si documentales mexicanos fundamentales de la década reciente como Tempestad (2016), Familia de medianoche (2019) o La libertad del diablo (2017) cuartearon las certidumbres con las que pensamos la dicotomía documental-ficción, Una película de policías condensa y reelabora esos cuestionamientos poniendo en entredicho la propia noción de verdad en el cine. En días en que la posverdad, las noticias falsas y las imágenes de contexto apócrifo van diluyendo y falsificando nuestra percepción de lo real, Una película de policías podría conformarse con ser un hábil dispositivo para retar al ingenio –que lo es–, pero al dar un paso adelante en la dimensión humana de sus personajes termina convertida en un dispositivo inteligente y subversivo, mezcla de Godard, Borges y Arma mortal (1988) capaz de diagnosticar nuestra relación con las imágenes –sic– reales.
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