La cadena de tiendas Costco se ha vuelto, con el paso de los años, objeto de la ira y del deseo de los mexicanos. Es símbolo ineludible del llamado aspiracionismo de la clase media y, también, ejemplo señero del capitalismo global. Hay videos que se han hecho virales en los que una multitud se abalanza sobre una pila de pasteles, como si los estuvieran rematando. Durante la pandemia se hicieron famosas las filas interminables de gente intentando entrar a las tiendas del país. Quizás ahí inició la paranoia por el papel higiénico y, también, los primeros esfuerzos de la cadena por limitar el número de productos vendidos por cliente.
Sin embargo, más allá de la superficie de las redes sociales, Costco es un fenómeno que representa el capitalismo global de nuestra época: una mezcla de ficción con realidad. El primer elemento ficticio de Costco es la idea de clase. Hay un veredicto social sobre la cadena que, por supuesto, no tiene vínculos con la realidad: la exclusividad del negocio –representada por la membresía– y el consenso de que es un mercado al cual acude la clase alta. Teniendo esta ficción como brújula, de vez en cuando somos testigos de reclamos airados por la saturación de las sucursales que echan a perder la experiencia de compra. Peor aún, el sector afectado por las colas en las tiendas ha emprendido una caza de brujas contra clientes que no deberían estar ahí, principalmente políticos o personajes ligados a la izquierda.
Es, por supuesto, una lucha por no ser desclasados, aunque el escenario de la batalla no es una tienda departamental con pasillos alfombrados y candelabros de oro sino una bodega gigantesca repleta de contenedores para alojar productos vendidos por mayoreo. En la ficción o el mundo alternativo de Costco alguien que lucha por la justicia social o critica el capitalismo no debería abastecer su despensa en la cadena. Hay sólo dos escenarios en esta visión: integrarse a la modernidad de forma acrítica o –como afirma Mark Fisher en uno de sus ensayos– ejercer la resistencia al capital desde una utopía new age como la que muestra la película de Avatar de James Cameron, una suerte de mundo ideal que ha renunciado a la tecnología para vivir en armonía con la naturaleza, un “equilibro místico primitivo” según el mismo autor en otro de sus ensayos.
Costco, además de las paranoias que provoca, es también un modelo que contradice no sólo la idea de un supermercado para las clases pudientes sino la idea misma de diversidad que, en el papel, promete el libre mercado. Si la primera etapa de la globalización nos trajo mercancías hechas fuera de nuestras fronteras para transformar nuestras tiendas en cuernos de la abundancia, en este nuevo paso los productos pasan por una suerte de filtro muy estricto. La variedad se rinde, entonces, a la extracción máxima de beneficios concentrada en una ajustada selección de artículos. Temporada tras temporada, en las mesas de ropa, por ejemplo, se repiten los mismos modelos con apenas algunas variaciones: chamarras, pantalones, pants, blusas y camisas son resurtidos para uniformar al empleado global y someterlo a una especie de déjà vu perpetuo.
En un mundo en el que la libertad ha triunfado –al menos así lo proclaman los heraldos de las virtudes de Occidente– los clientes tienen que pagar una membresía que los ata, por un año, a la corporación y, por otro lado, se someten a controles cada vez más rígidos salidos de la paranoia de Costco o de sus fieles, que exigen cada vez más exclusividad. Desde vigilancia a la salida para evitar robos hasta límites en la compra de algunos productos. La contradicción capital en esta historia son los pasteles: empresas que venden al mayoreo para dar, precisamente, mejores precios a vendedores minoristas, ahora son atacadas por hacer lo que está en su plan de negocios. El emprendedor del siglo XXI tendría, pues, que disimular su compra, pues puede ser tachado de acaparador o, peor aún, infiltrado en el hábitat de una clase a la cual no pertenece.
El Mundo Costco, como he intentado demostrar, está lleno de contradicciones. Una central, neurálgica, es la idea de que lo gigante es mejor. Por supuesto, esto es fruto de una cultura del exceso que lo mismo se puede ver en las películas de acción que ofrecen dosis cada vez más hiperbólicas de violencia o en el tamaño de los vasos y hamburguesas de las cadenas de comida rápida que saturan nuestras ciudades. Los almacenes del capitalismo de este siglo ofrecen una experiencia que ya no disimula un sistema centralizado de fabricación y distribución de mercancías. Este modelo podría ser una continuación del sistema implementado por la Unión Soviética e introducido, como caballo de Troya, en el mercado. Podemos comprar lo que queramos siempre y cuando un algoritmo decida que ese producto es conveniente para la empresa. Los límites de este sistema son difíciles de traspasar, sobre todo si no gozas de una privilegiada situación financiera y sólo te alcanza para ir a Costco de vez en cuando. Una vez metido en el sistema no sólo eres sujeto de la muy predecible oferta de productos sino de las modas que uniforman colores y sabores. No hay vida fuera de esto. Te enganchan con un producto y, una vez que pasó su etapa de máximo rendimiento, es sustituido por otra opción a la cual habrá que acostumbrarse.
Serguéi Dovlátov, escritor soviético que emigró a Estados Unidos en 1978, narra en “Calcetines finlandeses de crespón” –uno de sus mejores cuentos, incluido en el volumen La maleta– la tragedia y el sinsentido de la vida en la URSS. En la historia él y un amigo intentan hacer fortuna en el mercado negro de calcetines. Como sólo hay un tipo de calcetines para comprar gracias a la planificación del Estado, cualquier modelo diferente se vuelve objeto de deseo para los sufridos ciudadanos. Cuando consiguen una buena cantidad de calcetines de crespón, nunca vistos en la Unión Soviética pues estaban hechos en Finlandia, creen que se han sacado la lotería. Sin embargo, la tragedia ocurre cuando el gobierno decide fabricar masivamente calcetines “estilo finlandés”. Al personaje del cuento –alter ego de Dovlátov– no le queda más que regalar la mercancía que lo iba a llevar a la fortuna. De la misma forma, los Costco del mundo, las empresas que nos venden la promesa de la diversidad, son mecanismos centralizados llenos de ficciones que juegan con nuestros deseos y esperanzas. A veces cambian nuestros destinos, aunque su mayor mérito es realizar, frente a nuestros ojos, aunque de manera velada, la planificación que los primeros defensores del libre mercado creían imposible.
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