Nos volvemos robots al involucramos acríticamente con la tecnología. Eso escribía Marshall McLuhan en La guerra y la paz en la aldea global (1968), cuando la renovación tecnológica todavía estaba atada a la palabra “telemática” y la posibilidad de una interfaz colectiva planetaria recién comenzaba a filtrarse desde las revistas de ciencia ficción hacia los laboratorios informáticos monitoreados por el complejo industrial-militar. Más de medio siglo después pensar la aparición y la evolución de Internet equivale a diagramar el destino humano, como si en algún punto intermedio de ese orden de ideas nos hubiéramos transformado en máquinas a través de un pacto fáustico que prometía trascender a los dioses pero sólo ha logrado ponernos al borde del abismo.
De simios a ángeles, de bestias a superhombres. Nietzsche no podía imaginar el progreso de nuestra ambición por separarnos de la naturaleza, pero sí la desaparición del alma en el orden metafísico del mundo. Ahora somos programables –y, por lo tanto, “hackeables”– y la Razón Ilustrada, que alguna vez ordenó las coordenadas del progreso en Occidente, se ve cada vez más reducida a una descomposición algorítmica que al principio aceleró la Historia, luego la estancó y ahora amenaza con volverla contra sí misma.
Para Erik Davis somos la evolución de un “cyborg espiritual”, la culminación de una tendencia tecnopagana de simbiosis con el Universo, hecha a partes cambiantes de animismo, alquimia y magia. El gran acierto de TecGnosis (1998) es haber detectado tempranamente la tendencia de aquellos saberes herméticos y abstractos a transformar el mundo en una caja negra destinada a ser comprendida sólo por “iniciados”. Los correlatos y las transformaciones tecnológicas de esas zonas oscuras son las ciencias de nuestro presente y las claves de acceso a un futuro que espera a pocos, manejadas y manipuladas como están por un grupo de privilegiados. Nuestra época ha terminado, así, de clarificar sus claves invertidas de poder. La remasterización digital de la contracultura de los años 60 del siglo XX sacrificó su rebeldía para volver pop e insurgente el imaginario de derecha del XXI.
Los que entonces hubieran sido freaks o hippies son, hoy, los empresarios más poderosos del mundo. La expansión tecnológica amasa un tipo de poder que es casi religioso no por su potencia mítica o su capacidad de relación de lo humano. La tecnología es religión porque nos refugia frente a aquello que no podemos entender. De manera angustiante, eso “no entendido” es la realidad misma, un tejido etéreo en el que lo “social” es subsidiario de lo económico y lo “político” ingobernable por las instituciones de la democracia.
Erik Davis sostiene que los baby boomers fueron las ratas de laboratorio de la cultura de la información. Resulta sorprendentemente convincente cuando afirma que los segmentos de programación que van reemplazando nuestro lenguaje como unidad de comunicación (pasamos cada vez más tiempo “hablando” con máquinas que con seres humanos) ya estaban en el I-Ching y el E-Meter antipsiquiátrico que había fascinado a William S. Burroughs. Se cita a un teólogo francés, Jacques Ellul, para plantear que las fuerzas de la técnica han empezado a desbocarse y transformar todas las esferas de la actividad humana. Lo llamativo es que Ellul advirtió esto en 1954.
Esa posguerra, que incubaba la fantasía de la sociedad mundial tecnificada, agregaba a la cruzada armamentística nuclear la carrera de fondo cibernética. En las conferencias Macy las teorías de Norbert Wiener corrían en la forma de conceptos tan innovadores como incómodos. Una sociedad podía ser descrita como cualquier otro sistema; piloteado, estabilizado o desestabilizado sin que interviniera en el proceso el plano consciente de lo “humano”. Foerster y Mead comprendieron ese proceso enseguida, sólo que de un modo todavía más ominoso: si Wiener tenía razón, entonces el futuro tendería irremediablemente hacia la instrumentalidad y el control. La ética hacker de la democracia radical y el empoderamiento generalizado tardó todavía menos en pasar de los laboratorios nocturnos del MIT a los corredores secretos de la ética antisistema.
La computadora estaba destinada a convertirse en un artefacto religioso. Toda tecnología avanzada es indistinguible de la magia, escribió Arthur C. Clarke. La filosofía y la programación contemporáneas recogen las habilidades premodernas del brujo y el alquimista, como si el modelo autóctono de cada época precisara de aparatos y prospectos para acaparar el sentido misterioso de la existencia humana y su conexión con el cosmos. En 1994 Mark Pesce afirmó que la “realidad virtual” –que hoy amenaza con desalojarnos definitivamente del mundo para arraigarnos de una vez por todas en el metaverso– tiene un carácter “ocultista” por su intención de reconfigurar el plano astral. La TecGnosis de Erik Davis entreteje el recuerdo pasado con el deseo futuro no sólo para mostrar cómo hemos llegado hasta aquí sino, principalmente, para alumbrar lo que viene. Si la red se despliega en un mundo emergente la exploración online vuelve a estimular el pensamiento mítico y se vale sólo –o apenas– de las semejanzas con éste que habitamos, para proponer la creación de un modelo alternativo de naturaleza.
La incapacidad para mantener el control sobre nuestras invenciones hace que la Historia se convierta en una leyenda preconcebida de ciencia ficción. Hoy vemos la política y la economía como fragmentos expulsados de un “todo” que alguna vez tuvo sentido pero del que ahora sólo quedan cifras y métricas captadas por talismanes autónomos: pantallas, smartphones, servidores remotos. La norma del presente es la deslocalización, la memoria de la humanidad se eleva hacia la “nube”. La realidad, reducida a un arsenal de imágenes multiplicadas y manipuladas, se autonomiza como una fuerza ingobernable. Para Justin E.H. Smith no hay un plan para controlar el caos desatado por las nuevas tecnologías, y nuestra renuncia a mantener la primacía sobre las máquinas en las que hemos delegado los procesos decisorios ha vaciado el mundo de nuestra atención. Somos el blanco de una campaña extractiva global por nuestro interés, pero es la atención misma como recurso la que se encuentra agotada.
El título del libro de Smith remite a algo que encubre, vela, distorsiona: Internet no es lo que pensamos (2022). Leibniz se habría equivocado. Su llamado a “calcular” no provocó la paz mundial sino todo lo contrario. Cuando el creador del Discurso de metafísica (1686) escribió que había que dejar calcular a las máquinas para que nosotros pudiéramos dedicarnos a actividades intelectuales más “elevadas” no pudo anticipar que íbamos a terminar por confiarles ya no la capacidad de analizar la realidad, sino el potencial –mejorado a base de machine learning– para crearla. La subjetividad, escribe Smith, se ha vuelto “sensible” a los algoritmos. En el futuro sólo prosperarán los individuos que contradigan aquel orden de superación leibniziano basado en la elevación por encima de la automático. Aquellos que mejor puedan ocultar su cualidad de sujetos para presentarse convincentemente como un conjunto de datos digno de atención.
Erik Davis, TecGnosis, trad. de Maximiliano Gonnet, Caja Negra, Buenos Aires, 2023
Justin E.H. Smith, Internet no es lo que pensamos, trad. de Lilia Mosconi, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2023
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