miércoles, 18 de octubre de 2023

(Viejas) nuevas prácticas de circulación de la literatura

Alguien grita sobre un escenario, alguien gime, dos personas leen sus textos mientras sobre sus rostros se proyectan imágenes de carreteras, alguien ordena cocinar cabezas de cerdo y otra persona finge realizar una intervención quirúrgica; la única razón por la que estas cosas tuvieron algún interés para alguien es que eran realizadas por escritores. Unos años atrás, todos estaban haciéndolo, lo que no significaba necesariamente que estuvieran haciéndolo bien, o que algún bien pudiera obtenerse de su práctica: en el mejor de los casos, lo suyo sólo servía para preguntarse, una vez más, por las relaciones entre literatura y mercado y las prácticas que emergían de su confluencia y de los nuevos roles que los escritores estaban asumiendo en el marco de una pérdida de relevancia de la literatura de la que eran tanto efecto como causa.

Un ejemplo del tipo de prácticas del que hablo aquí fue el video promocional, también conocido como book trailer, cuya relativa novedad en el ámbito hispanohablante otorgaba a sus creadores una libertad no acotada por tradiciones y hábitos previos. Esa libertad resultaba en una gran variedad de propuestas, desde el video en el que el autor se presentaba a sí mismo –con toda la seriedad del caso– como el sucesor de los grandes escritores de la historia hasta la ironía del promocional del libro de Luis Magrinyà Habitación doble, pasando por esa extraordinaria pieza de humor involuntario en la que la escritora española Clara Sánchez –recién incorporada a la Real Academia Española de la Lengua: ése es el nivel– fingía ser una médica que mediante una intervención quirúrgica daba a luz a su nueva obra, que calificaba de “bestseller”.

Al igual que las lecturas públicas en las que los escritores leen sus obras con el acompañamiento de música e imágenes –una práctica vinculada a los poetry slams de finales de la década de 1980 que han regresado en los últimos años bajo la etiqueta de spoken word–, los videos promocionales poseían aún un carácter subsidiario con relación al libro, a cuya divulgación contribuían, en el mejor de los casos. Nadie parece estar haciendo videos promocionales ya, y la explicación no parece ser que las editoriales se cansaron de poner dinero en ellos sino, más bien, que la irrupción de booktubers y booktokers, podcasters e influencers, y el modo en que éstos instalaron el fingimiento de la espontaneidad como la forma dominante de la discusión sobre libros en los últimos años, ha desplazado al margen a las producciones más elaboradas, haciéndolas indeseables. En un momento en que los libros son comercializados casi exclusivamente en formatos audiovisuales que, por definición, son ajenos a la palabra escrita y a la cultura que la rodea, y que define lo que un libro es, los booktrailers se volvieron prescindibles, murieron de un éxito que no es el suyo sino el de una visualidad exacerbada, así como de las pequeñas concesiones y los grandes cambios en la industria del libro: desde hace algunos años las editoriales han simplificado sus imágenes de portada –las han “limpiado”– para que se vean con claridad en retailers como Amazon, por ejemplo.

Nadie parece estar haciendo videos promocionales ya, y la explicación no parece ser que las editoriales se cansaron de poner dinero en ellos sino, más bien, la irrupción de ‘booktubers’ y ‘booktokers’, ‘podcasters’ e ‘influencers’.

Unos años atrás, también, todos estaban haciendo jams de escritura; creadas por el escritor argentino Adrián Haidukowski en 2007, las jams consistían en un evento en el que uno o dos escritores escribían en un computador portátil con el acompañamiento de un pinchadiscos o DJ y el público leía lo escrito en una pantalla de grandes dimensiones “en tiempo real”. El formato asimilaba la escritura con otras actividades como las improvisaciones teatrales y el jazz y partía de dos ideas probablemente erróneas: que todos los escritores pueden escribir con música y que, los que lo hacen, escuchan música tecno; también, de la idea de que ver a un escritor trabajar puede ser una experiencia medianamente agradable. Otras prácticas de este tipo fueron el spoken word de Agustín Fernández Mallo y Eloy Fernández Porta Afterpop, en el que los escritores españoles leían sus textos al tiempo que proyectaban imágenes en una pantalla y pinchaban música, ambas seleccionadas por ellos mismos, y el espectáculo de Javier Calvo Suomenlinna, en el que éste, en colaboración con el músico Ignacio Lois y con Carlota Gómez, recitaba textos basados en su novela homónima.

No importa si estas nuevas prácticas de los escritores eran producto del tedio ante las formas estandarizadas de escenificación y promoción de la literatura, o no. Lo interesante en ellas era que suponían una ampliación del ámbito de las supuestas habilidades del escritor, que a partir de ese momento podía –y acaso debía– desempeñarse razonablemente como pinchadiscos, artista audiovisual, actor y cantante: el hecho de que adoptase todos esos papeles –cosa que ya habían hecho los dadaístas del Cabaret Voltaire, el francés Boris Vian y los españoles Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna, por nombrar sólo unos pocos– también parecía deberse al descrédito en que había caído la figura del escritor como algo más que un productor de libros y, posiblemente, al carácter marginal de la literatura en el estado actual de la cultura. No importaba tanto que, como ya habían observado algunos, las nuevas prácticas de los escritores desdibujasen las fronteras entre intervención artística y comercial, entre la obra y su promoción, aunque, desde luego, la participación activa en la difusión de la obra propia suponía una especie de cambio de paradigma de acuerdo al cual agentes externos de la promoción del libro como editores, encargados de prensa y agentes literarios comenzaban a ocupar un lugar secundario. Lo que importaba era que esas mismas fronteras dejaban de tener validez desde el momento en que, mediante este tipo de prácticas, el escritor parecía internalizar uno de los mitos recurrentes de nuestra época: el de la supuesta incompatibilidad de la literatura con los medios audiovisuales y la obligación por parte de la primera de aproximarse y en lo posible de penetrar en los segundos o imitar sus formas para acceder a un público más amplio.

Quizá pueda parecer curioso que ciertos escritores se interesasen más por la retracción en la venta de los libros que por la pérdida de peso específico de la literatura en la sociedad, dos fenómenos diferentes que pretenden pasar por uno solo; ese interés y la asimilación de los dos fenómenos por parte de ciertos escritores, y sus nuevas prácticas, vinieron a demostrar hace algunos años que ciertos escritores habían asumido los principios del capitalismo tardío como los únicos principios de acción posibles y que éstos ya no sólo gobernaban la promoción, la circulación y la venta de las obras literarias sino también su producción: en un marco en el cual los escritores parecen tener interés en otras cosas distintas a la literatura, y en el que la escritura es vista en algunos casos como un escollo incómodo para la obtención de la visibilidad pública que, pese a todo, aún otorga el ser escritor, los escritores diversificaron sus actividades no sólo a raíz de la percepción de que la literatura había perdido su combate imaginario contra la cultura audiovisual sino también porque habían internalizado las reglas del capitalismo tardío: cada vez más y para la mayor cantidad posible de consumidores.

Una concepción aparentemente caduca de la literatura y de su funcionamiento no sólo comercial en la sociedad llevaba hace un tiempo no tan lejano a que los escritores participasen de la promoción como forma de contribuir a la circulación de sus libros.

Una concepción aparentemente caduca de la literatura y de su funcionamiento no sólo comercial en la sociedad llevaba hace un tiempo no tan lejano a que los escritores participasen de la promoción como forma de contribuir a la circulación de sus libros, que eran vistos como la instancia legitimadora y el objetivo último de la cosa literaria. En los últimos tiempos, sin embargo, la relación entre el escritor y sus libros y la de ambos con los lectores parece haberse invertido, y ya no es el libro el que posibilita la existencia social del escritor sino éste el que hace posible la de los libros; en ese sentido, el escritor ha comenzado a funcionar a la manera de ciertas fábricas que periódicamente necesitan sacar al mercado un nuevo electrodoméstico o un nuevo coche para no devaluar su “valor de marca”, incluso aunque el nuevo electrodoméstico o el nuevo coche sean inferiores a los productos que vienen a reemplazar o sólo cuenten con mejoras mínimas.

La consecuencia necesaria de este estado de cosas, de acuerdo al cual A no es escritor porque ha escrito un libro sino que ese libro es tal porque lo ha escrito A, los escritores parecen haber aprendido mucho, en su búsqueda de la ampliación del público consumidor, de las franquicias: ceden su nombre a diferentes productos –performances, lecturas públicas, videos promocionales, selfies, artículos en las páginas de opinión de los periódicos, columnas de radio, posts desgarradores sobre su salud mental, sobre la muerte de sus mascotas o sobre los retrasos del transporte público…– con la finalidad de ampliar su capital con la inversión mínima de su nombre y de su presencia, que otorga legitimidad al producto en cuestión. Ante tal estado de cosas, uno no puede menos que alegrarse por la pérdida de prestigio del escritor en nuestra sociedad, que nos evita tener que comprar las sopas instantáneas del escritor A o las pastillas para adelgazar del escritor B; pero también valdría la pena preguntarse si esa pérdida de prestigio no es el resultado, no tanto del imperio de los medios audiovisuales y sus aparentes ventajas en términos comunicacionales, sino de la aceptación acrítica por parte de algunos escritores del supuesto triunfo de lo audiovisual sobre la cultura letrada. También sería importante preguntarse si el auge y la posterior desaparición de estas prácticas no indica –yo creo que sí– que las que ahora son populares entre los escritores en algún momento dejarán de serlo; incluso, que es posible que un puñado nada desdeñable de lectores exhaustos del paradigma del escritor franquiciado empiece a exigir de éste, por fin, que escriba. Que sobre todo, y antes que nada, escriba.

Eventos como el video promocional de Luis Magrinyà, las lecturas públicas de poetas como Maite Dono y Ajo, Afterpop, Suomenlinna y las performances de artistas contemporáneos como Dora García, David Bestué y Marc Vives parecieron surgir hace algunos años, sencillamente, del deseo de sus autores de divertirse. Y, en cualquier caso, eran en mi opinión lo más interesante de algo que estaba sucediendo en ese momento y para lo que aún carecíamos de un nombre. Se trataba también de algo a lo que convenía prestarle nuestra atención: es precisamente esa atención y la discusión en torno a los aspectos más problemáticos de las nuevas prácticas los que podían sacar a la literatura de la situación de estancamiento y marginalidad en la que se encuentra y evitarle un futuro de antigualla que muchos ya parecían dar por seguro. No sucedió tal cosa, sin embargo, y el resultado más evidente es que, en español, desde hace algún tiempo, todos los ganadores de premios literarios de importancia son presentadores televisivos. Como escribió Sarah Silverman en su espléndida –y prematura– autobiografía The Bedwetter, “si eres famoso, tienes que escribir un libro. No al revés. Así que mejor que el próximo Dave Eggers tenga un programa de televisión o mate a alguien o algo así”.

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