Cuando prestamos atención a la primera temporada de la serie creada por los hermanos Matt y Ross Duffer, Stranger Things (2016 a la fecha), nos preguntamos si en su manera de retomar la estética y los tics de cierto cine de ciencia ficción y aventura que fue popular en los ochenta (el de Steven Spielberg o el que adaptaba relatos y novelas de Stephen King) no se expresaba también un temor redivivo por monstruos muy reales, específicamente la proliferación de políticas conservadoras y dañinas (desde la criminalización de las drogas hasta la demonización de lo soviético). Algunos elementos paranoicos típicos de la época (pero no exclusivos, como hemos visto en esta década) invitan a mantener esas conjeturas con relación a esta serie y su segunda temporada (que puede verse a través de Netflix desde el pasado 27 de octubre), en la que incluso se deslizan algunos guiños políticos (se invoca ingenuamente a Margaret Thatcher como una visionaria, y la familia Wolfhard parece ser pro Reagan).
Tal vez estas elucubraciones ¿sociológicas?, ¿de interpretación política?, sólo sean medianamente interesantes, pero es a lo que invita la serie: a volver a observar esa época desde las coordenadas en las que ahora nos situamos. El espectador se divide así entre el gozo nostálgico y la alerta ante lo anacrónico. Una nueva sensibilidad, más atenta a políticas de la identidad y a los inestables roles de género, también ha alcanzado a filtrarse temáticamente en Stranger Things, como se ve en algunos gags del segundo episodio de la nueva temporada, “Trick or Treat, Freak”, cuando Caleb, el personaje interpretado por Lucas Sinclair, tiene buenas razones para no disfrazarse en Halloween como Winston, el cazafantasmas menos destacado… ¿Y no debemos ver a Max Mayfield (Sadie Sink) como la prototípica chica fuerte? El disfraz que elige esa noche, no se olvide, es el de Mike Myers (el asesino de Halloween de John Carpenter), con el que auténticamente asusta al club de Toby al que se integra.
Aunque el revisionismo histórico a través del cine y la televisión hoy goza de buena salud, por alguna razón pocos productos culturales que tienen como tema la década de los ochenta han tenido el éxito del que se precia Stranger Things: Freaks and Geeks (1999-2000), de Paul Feig y Judd Apatow, ahora es considerada una serie de culto, pero falló en encontrar su público a tiempo; otra comedia, That 80’s Show, derivada de That 70’s Show, sólo sobrevivió una temporada (en 2002); The Goldbergs (iniciada en 2013), también una comedia, ya va en su quinta temporada, pero no es precisamente un fenómeno de audiencias. Desde el thriller de espionaje, sólo The Americans (2013 a la actualidad) ha tenido una respuesta similar en el público y la crítica a la que tiene Stranger Things. Tal vez no deba sorprendernos, pues con estrategias y tonos distintas ambas exploran las posibilidades de temas vigentes: la unión y desunión familiar, la desconfianza ante el gobierno (pero también con el camarada que coquetea con otra ideología –o que ha sido infectado por una mente peligrosa…), por no hablar de los incansables temas humanistas (el amor, la amistad…).
Pero Stranger Things ha capitalizado además la emergencia y la instauración definitiva de un nuevo tipo de consumidor, el que prefiere los productos geeks, ñoños o friquis, como los juegos de rol de fantasía, los videojuegos, los cómics de superhéroes, las cintas de horror o ciencia ficción. Lo que solía ser culturalmente marginal (tal y como se representa en esta serie, pero también en Freaks and Geeks) hoy ha dejado de serlo, como prueban otros fenómenos de masas (de Juego de tronos a Westworld, por ceñirnos a series populares). En ese sentido, Stranger Things es nostálgica por partida doble: celebra el momento idílico en el que la erudición sobre lo ñoño era vista con la extrañeza que causa lo marginal; así, tanto en la primera como en la segunda temporadas, el conocimiento que los protagonistas tienen sobre Calabozos y dragones no sólo ayuda a definir a los personajes, sino que es clave para desenredar conflictos en la trama. Es de notar que uno de los nuevos personajes que presentó la segunda temporada, Bob Newby (interpretado por Sean Astin), abone a la idea de que también los nerds pueden ser héroes (aunque, ay, trágicos).
La marginalidad como virtud o distintivo individual es uno de los temas que puede rastrearse en el trabajo de los Duffer remontándonos a Hidden: Terror en Kingsville (2015), su primer largometraje. Por su tono pulp (la mayor parte de esta cinta de horror y ciencia ficción se desarrolla en el interior de un refugio contra bombas) y su giro sorpresivo, la historia bien podría haber salido de la imaginación de Richard Matheson, Charles Beaumont, Rod Serling o algún otro guionista de Galería nocturna o La dimensión desconocida. Su estrategia, colocar el punto de vista del lado del “otro” (una familia de mutantes que no aparenta serlo), recuerda la utilizada en “El intruso” (1921), el relato clásico de H.P. Lovecraft que nos obliga a sentir simpatía por una figura maltrecha. Lovecraftiano, al menos en diseño, es también el principal antagonista de la segunda temporada de Stranger Things: el “azotamentes”, una entidad de otra dimensión que comanda un ejército de extrañas criaturas con las que comparte una mente-colmena (en este punto es difícil resistirse a la tentación de interpretarla desde las ideologías que se enfrentaron durante la Guerra Fría; no en vano la “mente- colmena” ha sido un tropo popular de la ciencia ficción).
Con una camarilla de personajes con ¿fuertes? características individuales (que a menudo no son más que preferencias de consumo), es difícil imaginar un villano más obvio: el que impone un pensamiento único. Incluso, en contraste con la primera temporada, la estructura de la segunda refleja este enfrentamiento. Si el año pasado el relato giró principalmente en torno a la desaparición de un personaje (Will, interpretado por Noah Schnapp), en la segunda seguimos distintas hebras que dan a todos los personajes historias individuales: se los ve formar nuevas relaciones, algunas veces disímiles (el chico popular se acerca a los ñoños) y acometer nuevas exploraciones (el séptimo capítulo, “The Lost Sister”, es una digresión que sólo está allí para darle más cuerpo al personaje de Eleven, interpretado por Millie Bobby Brown). Como la red de túneles que se extiende hacia el poblado de Hawkins, Stranger Things 2 presenta, también, nuevas sendas narrativas.
Del enfrentamiento de una fuerza única, el “monstruo de sombras”, y los individuos que pueblan Hawkins, ¿podemos extraer una lección? En todo caso, planteemos algunas preguntas como espectadores. Si Netflix ha logrado introducir sus tentáculos en todos los hogares y todas las pantallas, ¿no deberíamos sospechar sobre su serie estrella que a todo mundo gusta? ¿Cuál es el auténtico pensamiento único? ¿Por qué monstruo arcano se nos pide ahora que mostremos simpatía?
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