martes, 27 de noviembre de 2018

REVOLUCIÓN EN BLANCO

Introspección y caos

En los ocho años que en los que The Beatles conformaron su discografía, The Beatles (1968), mejor conocido como el Álbum Blanco, permanece como la fase más intrigante y retadora de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. El impacto del noveno álbum de estudio de los Beatles ha sido tal en la cultura popular que incluso hoy, a 50 años de su publicación, genera discusiones. ¿Qué es lo que hace tan relevante a esta producción que en su momento fue considerada como irregular y a veces fallida?

El disco incluye piezas que no pocos consideran de relleno como “Wild Honey Pie”, “The Continuing Story Of Bungallow Bill” o “Savoy Truffle”; otras de nivel bajo, por ejemplo “Birthday” y “Honey Pie”. Las constantes peleas entre sus integrantes y la falta de coherencia en aquel periodo ha alimentado en el imaginario que tener un Álbum Blanco en cualquier discografía es casi sinónimo de un tropiezo mayúsculo o un declive anunciado. Sin embargo, hacer un proyecto de esta naturaleza es algo a lo que pocos se atreven. Se trata, quizá, de la más grande apuesta a la que un artista puede aspirar: exponer sus vicios, puntos flacos y grandezas en igual medida. La desmesura, la afirmación de la individualidad, las ficciones que abordan lo mismo el sinsentido, el tono confesional y el cinismo, también las pulsiones destructivas o simplemente las canciones infantiles. Eso es el Álbum Blanco. ¿Quién se atrevería hoy a realizar este ejercicio de arrogancia y vulnerabilidad?

Es imposible recuperar la sensación de los seguidores al chocar con un bloque de estética minimalista. Como mirar un cuadro abstracto y pálido en una galería en donde predomina el color y el sinsentido, la música que envolvía aquella intrigante cubierta diseñada por Richard Hamilton reveló un cambio radical respecto a su predecesor. Por primera vez las canciones de los Beatles tenían una voluntad individual que no procedía del genio grupal. Incluso George Martin decidió abandonar las sesiones de grabación por largos periodos, dejando provisionalmente en la consola a un jovensísimo Chris Thomas, futuro productor de Sex Pistols. Esta sensación egomaniaca y que apunta a distintos frentes es evidente en el resultado final: solo en dieciséis de los temas tocaron todos los integrantes, mientras que en el resto alguien toca en solitario la guitarra o tiene el cobijo de una orquesta. Si bien esto había ocurrido antes –por ejemplo McCartney acompañado de un cuarteto de cuerdas en “Yesterday”, o recurriendo a una orquesta de cámara en “Eleanor Rigby”; y también Harrison en “Within You Without You”, con una decena de músicos indios–, The Beatles llevó al grupo a una posición distinta, como células individuales que aceptaban la colaboración de los otros en casos específicos.

Un viaje a Rishikesh a principios de 1968 despertó en la banda una inspiración peculiar para componer de una manera libre y creativa que no se veía desde sus primeros años. Esto afectó especialmente a Harrison y a Lennon, quien, luego del papel secundario que tuvo en Sargeant Pepper’s y Magical Mistery Tour –lapso en el que creó joyas como “A Day In The Life” y “I Am The Walrus”, dos de las piezas que se encuentran entre lo mejor de los Beatles–, recuperó su faceta más innovadora y prolífica. Para sentar una diferencia con el vanagloriado disco de 1967, John llegó a afirmar: “[El Álbum Blanco] es dar una vuelta completa a Sargeant Pepper (…) Para mí es mejor porque soy yo mismo”. Nadie podría dudar de ello al prestar atención a clásicos inmediatos como “I’m So Tired”, “Dear Prudence” o “Sexy Sadie”. Como dice Philip Norman en su libro John Lennon (Anagrama, 2009), había mucho en juego en aquel entonces debido a que se trataba de un “anteproyecto de ruptura”.

Algo opuesto pasó con Paul. A pesar de su “autoritarismo de director de escuela” –como lo afirma Norman en la biografía Paul McCartney (Malpaso, 2018)– que le daba gran protagonismo, su talento solista se vio un tanto opacado por la cantidad de grandes aportaciones de Lennon y el deslumbrante aporte de Harrison con “While My Guitar..” y “Long, Long, Long”. A esto hay que sumarle los conflictos que provocó con todos sus compañeros. No obstante, sería injusto decir que el material del bajista fue menor, desechable o, peor aún, blando, ya que ahí están dos de las aportaciones más estridentes y polémicas de toda su trayectoria como beatle: “Why Don’t We Do It In The Road” y “Helter Skelter”. Esta última ha generado un culto que sigue causando fascinación y horror: desde U2, Oasis y Aerosmith hasta Siouxsie and the Banshees, Soundgarden y Rob Zombie, todos han buscado capturar la energía cruda que los Beatles generaron tras pensarla como la canción más ruidosa de 1968. Su papel como arreglista es indudable.

En tanto, Lennon podía jugar el papel de compositor dulce que a menudo (y a veces con mala fe) se asociaba con Paul. Muestra de ello es la pieza de cuna “Good Night” cantada por Ringo, que evoca las baladas hollywoodenses de los años 50. O incluso llevar una canción pop a sus extremos, como ocurre en “Dear Prudence”, en donde se aprovechan las posibilidades de las armonías indias para hacer una canción con una nota predominante y dar con ello un efecto de movimiento inusitado. Algo similar ocurre con “Julia” y sus arpegios melancólicos que devienen tensos.

La música tal vez no influya en quienes toman las decisiones, pero hace algo mejor: puede anticipar los escenarios y cambios sociales. La desolación de Vietnam se acrecienta con “The End” de fondo; la crisis pre-tatcheriana se dimensiona con el enojo de “Anarchy In The UK”, y las revueltas estudiantiles tienen su autocrítica en “Revolution” y “Revolution 9”.  Ahora bien, lograr que un conjunto de canciones de un mismo artista sean parte del zeit geist de una época es una labor que se antoja compleja. El Álbum Blanco lo hizo en diversas formas, todas concernientes a la violencia y la desilusión. Así lo expresó una crítica en el Sunday Times británico en su tiempo: “Musicalmente hay belleza, horror, sorpresa, caos, orden. Eso es el mundo, y eso es de lo que se tratan los Beatles”. Para Charles Manson, por ejemplo, escuchar la placa doble era una especie de Biblia con mensajes ocultos que solo él y los Beatles entendían en una correspondencia mística. “Piggies” de George Harrison y “Helter Skelter” de Paul McCartney, pensaba aquel loco, vaticinaban el caos de una guerra racial futura de grandes proporciones, un nuevo apocalipsis en el que Manson era una especie de San Juan posmoderno. La historia resultante es sabida. Ello también ayudó a acrecentar la marca negra del disco blanco. Al describir “Helter Skelter” en el ensayo incluido en la edición del 50 aniversario de The Beatles, John  Harris apunta: “Parece (…) una puesta en escena muy oportuna de anarquía apenas controlada, entregada con una intensidad que muy pocos grupos de rock alcanzaron”.

Lo político en lo personal 

Con su atípica cubierta pálida sin mayores detalles que el nombre de la banda en relieve, la influencia de este primer disco homónimo de los Beatles puede comprobarse a través de la cantidad de artefactos culturales y sucesos históricos que ha motivado. El primero que viene a la mente es el libro de la periodista Joan Didion, The White Album (1979). En el fondo, el disco doble de John, Paul, George y Ringo se ha colocado también como un aviso prematuro del fin de un verano del amor que se extendió del 67 al 70; comparte, sin saberlo, el tono desilusionado del libro de Didion y la idea de que en algún momento la noción de futuro pasó de ser algo lleno de posibilidades y aventuras a algo inmediato y angustiante. El Álbum Blanco puede entenderse como un termómetro artístico de las transformaciones aceleradas que se vivían al final de una década determinante para la vida contemporánea, y en particular de un año decisivo como 1968. Justo un 22 de noviembre, pero un lustro antes, habían publicado With The Beatles en un clima de sensaciones utópicas, positivas, que estaba fuera de las discusiones agitadas de años posteriores. Los cortes mop de los liverpulianos pronto evolucionaron a las cabelleras largas y una actitud liberal a tono con la conciencia política que las juventudes abrazarían en oposición al establishment representado por tipos como el primer ministro Harold Wilson o Richard Nixon. Las generaciones que encumbraron al Sgt. Pepper’s como la piedra de toque del movimiento psicodélico y que vieron germinar los movimientos estudiantiles y de derechos civiles, se sintieron confundidas cuando Lennon (uno de sus líderes ideológicos) los increpó con una letra llena de sana ironía (anti)revolucionaria: But when you talk about destruction, don’t you know that you can count me out. Seis meses después del mayo francés y uno apenas de la masacre estudiantil de Tlatelolco, aquel lienzo en blanco era puesto en el banquillo de las diferentes movilizaciones que no paraban de preguntarse: ¿son los supuestos líderes de izquierda la verdadera respuesta y camino a la liberación?, ¿qué posibilidades reales tiene el activismo de transformar la realidad social?, ¿pueden el arte y la imaginación colarse en las estructuras de poder? Y tal vez la más difícil: ¿puede el arte más íntimo ser tan provocador como el arte militante? Canciones como “Julia”, “Blackbird”, “Sexy Sadie” y “While My Guitar Gently Weeps” responden con introspección: sí.

Ruido blanco

A excepción de Charles Manson, pocos escuchas pueden aseverar que realmente aprecian los ocho minutos de “Revolution 9”. Y es que no se trata de la composición más amigable del cuarteto: un montón de sonidos ensamblados como una marea caótica forman la pieza más controversial en toda la carrera de los Beatles. Incluso en las críticas menos pesimistas de aquel tiempo se le tachaba de desperdicio: los más puristas sugerían que en lugar de esta ingente mezcolanza de sonidos aparentemente inconexos (a los que se suman frases como “it becomes naked”) se podrían haber añadido al menos tres canciones convencionales que hubieran encajado mejor en el tenor ecléctico de The Beatles. Puede decirse que el tiempo le ha hecho un poco de justicia a esta composición en la que intervinieron Lennon (compositor principal) y en segunda instancia Yoko Ono y George Harrison. Si tomamos en cuenta el año difícil en el que se produjo, “9” se trata efectivamente de una revolución sonora y un manifiesto político musical. A 50 años de su producción, estamos desprovistos de eso que algunos llaman “espíritu del tiempo”, ya que múltiples inquietudes que en aquel momento revoloteaban se han perdido de los documentos y los registros orales y mentales de sus protagonistas. Tampoco podemos palpar el efecto inmediato que sus canciones tenían en el ciudadano promedio de 1968. Tomando en cuenta el extrañamiento que ocasiona hoy en día, es posible imaginar la impresión brutal que causó en su día.

A pesar de todo, es posible rastrear los antecedentes de “Revolution 9” a partir de la conexión que Yoko Ono tenía con el influyente movimiento Fluxus, así como el bagaje y las experimentaciones que McCartney y Harrison habían hecho en 1966. Paul, por su lado, con la paleta sonora “Carnival of Lights” (hasta ahora inédita), y George con la musicalización a caballo entre los sonidos orientales y el rock del disco Wonderwall Music. John, por otro lado, había perfeccionado los trucos psicodélicos y los jugueteos letrísticos que se habían traducido en no pocas críticas a partir de “Tomorrow Never Knows”, “I Am The Walrus” o “Strawberry Fields”. En el mismo White Album pueden escucharse un par de ejemplos de tal impulso avant garde con “Happiness Is A Warm Gun” y “Cry Baby Cry”. La primera un pastiche de diferentes géneros que bien puede encasillarse como un proto rock progresivo, y la segunda una extensión de fantasías a la Lewis Carroll que de tan forzadamente infantiles adoptan un toque inquietante. “Revolution 9” no es sino el pináculo de esa ambición por llevar a sus límites a la canción popular. Solo que la hipérbole no se encuentra en la imaginería surrealista o el riesgo en el cambio de ritmos y uso de acordes extraños, sino en la posibilidad de ponerle un sonido caótico al pulso político del 68 y salirse del tiempo y sus estructuras limitadas. A diferencia de composiciones aguerridas como “All Along The Watchtower (ya sea la versión original de Dylan o la mejorada de Hendrix) o en el “Street Fighting Man” de su competencia más cercana, los Stones, en Lennon la experiencia de la revolución se vuelve algo más cercano a una fractura caótica en el sistema de correspondencia que hasta unos meses antes significaban los Beatles. No es raro decir entonces que “Revolution 9” es el sonido de la guerra en el mundo, y lo mismo una batalla que estaba por fragmentar al cuarteto para siempre. Cualquiera que escuche alguna de las diversas versiones que orquestas han hecho de la pieza lennoniana –recomiendo particularmente la de Alarm Will Sound– notará que las similitudes con John Cage o la “Sinfonía” de Luciano Berio vienen más a la cabeza que cualquiera de las composiciones con Harrison o McCartney. Ello nos dice mucho del carácter individualista del White Album y de los alcances de la música concreta en futuras composiciones pop.

El disco como evento

Más que ninguna otra producción de los Beatles, el White Album tiene, tal vez, los mayores alcances extramusicales. Estudios desde lo político, el  auge de lo posmoderno e incluso como historiografía de los 60 abordan las diversas aristas del proyecto. Quisiera detenerme, sin embargo, en su diseño sencillo y ambiguo, a cargo del artista pop Richard Hamilton. En su texto incluido en la edición del 50 aniversario (que circula en estos días), Andrew Wilson considera añadir un número de serie aplicado a cada portada en las primeras ediciones que remiten a una hoja en blanco: “Esto lo convirtió en algo diferente, individual y personal, así como cotidiano, múltiple y universal”. Una idea en apariencia sencilla y universal (la pureza del blanco, las posibilidades de la hoja en blanco) tomó un rumbo personalizado en cada pieza adquirida.

Las conexiones entre el sonido y las artes visuales habían tenido un eco polémico cuando, influenciado por la pintura monocromática (blanca también) de su amigo Robert Rauschenberg, John Cage escribió su composición 4’ 33’’ a principios de la década de los cincuenta, escandalizando al medio musical al no incluir sonidos. Más bien, lo que incomodó a las audiencias, a la crítica y a los músicos más tradicionales era que Cage buscaba provocar con una pieza que capturara los sonidos ambientales y la cotidianidad más sencilla y siempre cambiante. Las posibilidades del blanco como un medio de proyección o como un marco o una ventana para el yo.

En años recientes, un artista neoyorquino llevó a cabo un proyecto que reflexiona sobre este tema. El artista Rutherford Chang compra desde hace una década primeras ediciones del Álbum Blanco. Dice Wilson: “Para la mayoría de las copias del álbum que Chang ha recopilado, la portada blanca fue una invitación a escribir y dibujar, una forma de testificar a través de estas marcas de propiedad y lealtad, y protegiendo e identificándose en la portada del álbum. Esta respuesta convierte el disco en un artefacto que existe junto con el ritual de escuchar la música; no es un objeto tanto como un evento”.

También hay que decir que las conversaciones que The Beatles ha generado en años recientes son sobre todo positivas. En 2004, el productor Danger Mouse (famoso por “Crazy”, de su proyecto Gnarls Barkley) lanzó The Grey Album, disco que toma fragmentos de The Beatles y The Black Album (2003), de Jay-Z. El resultado es más que revelador. Más allá de las disputas políticas sobre los derechos de autor que generó, llevó los sonidos beatlescos a otros públicos como el de hip hop. Una idea simple –la coincidencia lingüística entre un álbum blanco y otro negro– representa un ejercicio lúdico más que interesante que lleva a otra afirmación: samplear y hacer loops es otra forma de creación y apertura de diálogo con obras en teoría cerradas a la interpretación. Dividir todas las frases de batería de Ringo, el puente de “Helter Skelter” y el piano (ahora ralentizado) de “While My Guitar Gently Weeps” y convertirlas en samples, patrones y loops que conviven con la voz de Jay-Z puede parecer absurdo, pero la edición y curaduría (porque eso es en gran medida un DJ: un curador y un editor) logran que toda empresa sea coherente y posible.



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