Los museos son los espacios más poderosos para la imaginación. Son también recintos en donde la sociedad descubre y proyecta su pasado, presente y futuro. Pero sobre todo el poder de los museos radica en transformar la experiencia cotidiana del público en momentos de revelación e invención. Este primer acercamiento al poder alude al lado sensible y mágico iniciado con los Wunderkammer o gabinetes de maravillas que, por otro lado, sigue inspirando a las sociedades a construir, habitar y conservar museos alrededor del mundo.
El poder tiene distintas acepciones. La diferencia entre el poseer, el hacer posible y empoderarse es mayúscula, pero en la historia de los museos pareciera que es tan frágil como lo es su propia autonomía.
La pregunta es ¿quién se empodera con los museos? En el siglo XVIII y XIX “los museos públicos de arte fueron entendidos como una evidencia de una virtud política, indicativa de un gobierno que proveía las cosas correctas para su gente”, nos dice la historiadora Carol Duncan. Por lo tanto, el proveer cultura se convirtió en un gesto patriarcal, en donde el poder, del latín vulgar posere (poseer), sobre el patrimonio –del latín patri (‘padre’) y monium (‘recibido’), que significa “lo recibido del padre”– hizo que los museos fueran lugares antagónicos entre autoridad y democracia. Como espacios de autoridad, las colecciones de la monarquía y la aristocracia fueron determinantes para marcar una identidad nacional y definir un gusto estético para la sociedad. Como lugares democráticos, los museos simbolizaron un nuevo orden político que unificó a la burguesía con el resto de la población en un solo lugar. Las consecuencias más grandes fueron que las colecciones se volvieron rápidamente moneda de cambio para la construcción ideológica de un Estado; y con ello el conocimiento estuvo sesgado a una visión política que duró más de cien años.
Por el contrario, el siglo XX representó la apoteosis de los museos. Desde entonces se profesionalizaron como nunca antes las prácticas museológicas, curatoriales y museográficas. Se crearon comités internacionales para definir el lugar de los museos como instituciones al servicio de la sociedad, se establecieron normas universales éticas y de responsabilidad, las universidades crearon carreras específicas en prácticas de museos, se instauraron modelos híbridos de capital público y privado, se expandió la noción del museo como espacio social, de convivencia y experimentación y, finalmente, los artistas se involucraron al cuestionar los modelos decimonónicos de gestión, coleccionismo y exhibición. En resumen, parecía que el siglo XX había propulsado al museo como un lugar liberado de la autocracia patriarcal y política que definió su origen para ser un lugar de progreso y emancipación de la sociedad.
No obstante, frente a esta larga historia, hoy en día los museos aún son instituciones frágiles que se quiebran y se manipulan. Especialmente en México, pareciera que continúa la confusión entre poseer, posibilitar y empoderarse como en el siglo XIX, pues en muchos casos la política todavía interviene en las decisiones de los museos públicos administrados por el Estado. Cada cambio de administración sexenal condena a los museos a una tabula rasa, como si el modernizar y renovar significara tener una amnesia histórica. A pesar de que el 27 de marzo de 2018 se publicó en París la Declaración sobre la independencia de los museos, en donde se afirma que “el alto nivel de integridad y autonomía profesional e institucional de los museos no debe ponerse en riesgo por intereses financieros o políticos”, los museos aún corren el peligro de ser monedas de cambio de favores políticos. Por lo tanto, la pregunta más importante en relación a los museos y al poder no es comprender la etimología de este último, sino ubicarlo como verbo y sustantivo en donde corresponde. Los museos no pertenecen al Estado, sino a la sociedad. Los museos deben empoderar a los paseantes y visitantes que aún encuentran en ellos un espacio de imaginación, no a los individuos que los hacen posibles al cumplir con su gestión pública. Los museos necesitan, más que normas y estatutos, leyes que garanticen su permanencia, el cuidado de sus colecciones y de los programas que están al servicio de la sociedad y su desarrollo desde la profesionalización. Mientras los museos no tengan autonomía de la política en México, no será posible seguir construyendo el poder mágico y sensible que los caracterizan desde hace cuatro siglos.
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