–Lo que más se nos antoja es un pollo.
–Pero si acá enfrente, cruzando la avenida, hay taquerías…
–No nos gustan tanto los tacos, pican mucho y caen pesados. Aparte ya estamos cansados de tanta tortilla, y pan y frutas: preferimos algo que nos llene, no hemos comido nada desde que salimos de Córdoba. ¿Usted no puede acompañarnos?
Claro que sí. Cómo no ir con estos catrachos, bien temerosos de nuestras calles desconocidas (o acaso demasiado conocidas por su inseguridad), en busca de una rosticería. Hace un minuto un señor todo de blanco les proponía que se fueran a vivir con él, prometiéndoles trabajo, comida, lo que necesitaran. Como es natural ellos desconfiaron. Sin embargo el mexicano insistía: “¿No ven cómo vengo vestido? Soy una persona decente”. Aún peor, gracias y adiós. Así se acercan a nosotros, como solicitando protección. Desearíamos hacer más por ellos, por ahora toca guiarlos por la colonia Ignacio Zaragoza, y ya luego vemos: invitarles unas Coca-Colas, tal vez, o botellas de agua y chocolates de la Vaquita o como se llamen. Lo que tengamos chance de pagar con la tarjeta de débito en algún minisúper o tienda de conveniencia, ya no traemos efectivo y no se ven cajeros en la zona. Tras salir de la Ciudad Deportiva y atravesar cuatro o cinco manzanas, damos por fin con unos Pollos Ray. La fila es larga, todos de Honduras, igual que ellos. A nadie le gustan las fotos ni que los graben, más vale andarse con cuidado, explican. Ni siquiera nos comparten sus nombres, o será que no los preguntamos. Tienen hambre.
–Lo que más extraño son las baleadas.
–Igual yo.
–Y yo.
Pero esta noche puro pollo, y probablemente también las que siguen, por lo menos hasta que entren a Estados Unidos. ¿Y si no lo logran? Dios es más poderoso que el montón de armas que ya nos andan preparando por allá, confía uno. Pasamos por una tortillería de la calle 39, en donde nos convidan con un kilo frío, el único que queda; en la otra esquina un par de jóvenes reparte galletas. En la banqueta norte del Viaducto llega el momento de despedirnos para siempre, pollito en mano, dolor en los seis pies. Desde entonces no dejamos de pensar en la mirada traviesa y amorosa de él, los ojos melancólicos y precavidos de ella y el gesto candoroso del niño o muchacho flaco, se diría sin edad, y como en permanente azoro, que ojalá pronto consiga la pelota que nos ha pedido desde el principio. Una familia sin serlo, fundiéndose ahora con otras miles, en un éxodo, o capaz que apocalipsis. Los tres frotándose las manos por el frío mientras sortean los coches hacia el campamento iztacalquense. Viejos amigos nuestros que ya ubicábamos de la salida de Egipto, la Tira de la Peregrinación, el buque Sinaia.
Miércoles 21 de noviembre de 2018
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