Tres cuerpos se mueven. Uno se planta en el escenario del museo de Wiesbaden y comienza a destrozar violentamente un piano para, finalmente, entregarle trozos del instrumento al público; los otros cabalgan desnudos sobre una yegua mientras irrumpen en la toma de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, en plena dictadura de Augusto Pinochet. Si bien estos cuerpos se mueven motorizados por un impulso político similar –en tanto que buscan la subversión y reorganización del orden de lo sensible–, las intensiones subyacentes son completamente diferentes: el primero pretende desbaratar la idea del aura en el arte occidental y la mistificación del artista (Fluxus, 1962), y los segundos se levantan como cuerpos vivos, como sujetos políticos que hacen frente, desde su propia fragilidad, a la maquinaria que busca desaparecer y exterminar todo lo que contradice su discurso (Yeguas del Apocalipsis, 1988). La distancia evidente entre una acción y otra, entre la (in)tensión de un grupo y otro, pareciera que responde solamente al contexto, sin embargo, la vulneración a la cual se someten Pedro Lemebel y Francisco Casas en su acción titulada Refundación de la Universidad de Chile, vuelve exponencial la potencia política del gesto: el cuerpo ya no sólo aparece como un objeto que desplaza el valor estético del arte, sino como territorio de lucha civil y ciudadana, en donde el cuerpo es, al mismo tiempo, campo artístico y sujeto político, y la acción, una declaración de resistencia.
Yeguas del Apocalipsis pertenece a los grupos y artistas que Francisco González Castro, Leonora López y Brian Smith estudian en su libro Performance art en Chile (2016) , publicado por Ediciones/metales pesados y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. En él recorren buena parte de las acciones y piezas que tuvieron lugar en un periodo que va de la década de 1970 al año 2000 con el fin de trazar una cartografía de la tradición del performance libre “de cierta oficialidad de la historia de las artes en Chile” que ha llevado a pensar que dichas prácticas no han tenido ninguna repercusión en los terrenos social y artístico. El resultado es un trabajo exhaustivo que pone en relieve no sólo la potencia estética de las acciones realizadas por artistas chilenos, sino la naturaleza sublevante que distingue a las prácticas latinoamericanas de sus homónimas primermundistas.
A través de una genealogía que se bifurca, se desdobla y se pierde fuera de las fronteras del registro y el marco institucional, los autores emprenden un estudio que intenta escapar, en todo momento, de la mirada canónica para rastrear y recuperar aquellas acciones que se quedaron al margen del estudio crítico de la academia. Por ello se cuidan de no dar por hecho la relevancia de ciertos artistas que bien lograron colarse a las narrativas de la crítica oficial dejando de lado a otros que quizás podrían ser más consistentes o representativos del performance chileno ya sea por su carácter disruptivo, o por sus repercusiones directas en el campo de lo social. Tal es el caso del trabajo realizado por el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), quienes buscaban encontrar “lo político en lo estético y lo estético de lo político, mostrando una fuerte intensión de fusionar arte y vida”; de CADA resalta su acción titulada NO+, la cual consistió en la escritura de la consigna “NO+” en numerosas paredes y muros de la ciudad de Santiago durante los toques de queda en pleno auge de la dictadura. Otro nombre que es digno de mencionar es el de Carola Jerez y su pieza Tierra roja, 11 pies de cueca (1998), para la cual contactó a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos a quienes invitó a bailar una “cueca sola” sobre un plano del palacio de La Moneda mientras esparcía a sus pies tierra roja, blanca y azul, generado un mapa marcado por las huellas de los participantes.
La heterogeneidad del más de centenar de acciones mencionadas a lo largo de tres capítulos dedicados a definir, por un lado, qué es el performance art en Chile, y por el otro, a trazar un panorama histórico centrado en los procedimientos y las relaciones entre las piezas, el público, la institución y la academia, obliga a entender la particularidad de los contextos en que dichas acciones están insertas, no para propugnar el supuesto de que el performance en Chile es resultado de la dictadura, sino todo lo contrario, para colocarlo como zona de contingencia dentro de la cual mucho del imaginario nacional fue puesto en crisis, ya fuera en la época pre-dictatorial o durante la transición, y luego, la instauración de la democracia. Es por ello que los autores renuncian a abordar las piezas desde los estudios que teóricos como Nelly Richards, Christopher M. Travis y Milan Ivelic levantaron en torno de las prácticas (algo que, como ya se apuntó, obligaría a dejar fuera ciertos trabajos que no lograron entrar en los campos académicos) para, más bien, enfocarse en la recuperación de las operaciones, los procedimientos y los impactos que los performances, tanto individuales como colectivos, produjeron en el momento de su ejecución. En ese sentido la investigación deviene en resto, es decir, en vestigio de las acciones que resurjen en el seno mismo del relato que compone el volumen entero.
Performance art en Chile es un libro que merece un espacio más amplio para el estudio y la reflexión sobre las piezas y los artistas abordados con tal de producir nuevas investigaciones que amplíen el panorama y la comprensión de este tipo de prácticas. Por ahora me queda claro que este trabajo se convertirá en el futuro en una coordenada importantísima para comprender y profundizar sobre la historia del arte latinoamericano, así como para entender la potencia política que implica el uso del cuerpo en las prácticas performativas: poner el cuerpo para reconfigurar lo social, poner el cuerpo, también, para hallar otras formas de producir lo posible.
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