Durante los primeros tres cuartos del siglo XX las artes visuales se empaquetaban en posturas estéticas o políticas, ya fueran explícitas en algún manifiesto o articuladas por la crítica aliada. Los movimientos vanguardistas demarcaban territorios partidarios, frecuentemente trazados por dicotomías maniqueas a modo de cerrar filas. Cuando yo comenzaba a exponer mi obra hace treinta años, todavía se compartía cierta motivación por identificar al movimiento que representara la vanguardia de nuestro momento. El posconceptualismo se anunciaba entonces como la flamante encarnación de la vanguardia y se propagó en seguida a todos los rincones del planeta. Pero luego de tres décadas sin que algún nuevo movimiento le suceda, el posconceptualismo nos ha sometido a su inacabable e hipnótico letargo. Las fuerzas que definen al momento en el arte contemporáneo ya no son los movimientos vanguardistas sino el mercado de ferias y galerías, y la farándula de museos y bienales, donde se confeccionan los menús de artistas de temporada, artistas que a su vez poco comparten más allá del reciclaje del gusto heredado del siglo XX y la aquiescencia ante la etiqueta doctrinaria vigente.
Intentaré dilucidar el presente empantanamiento de gusto y doctrina a partir de una resumida narrativa del devenir del contexto del arte moderno y contemporáneo, iniciando con el influyente manifiesto que Clement Greenberg lanzó en “Vanguardia y kitsch” (1939), en el cual vislumbró –en parte perceptivamente, en parte accidentalmente, y en parte de manera errónea– varios aspectos definitorios del arte que ha desembocado en nuestro limbo posconceptual: un consenso doctrinario, un mercado opulento que lo patrocina, y ciertas condiciones que los hermanan problemática pero eficazmente. Lo haré, además, a partir de mi experiencia personal, y a grandes trazos, en generalizaciones probablemente no del todo justas con casos perimetrales que quedan de lado al recorrido descrito.
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Los avances en el estudio de la historia del arte han revelado cómo las progresiones estilísticas muestran algo más que el capricho del gusto cambiante. Por ejemplo, cómo la transición del rococó al neoclásico indicaba cambios socioeconómicos profundos en el contexto europeo que desembocaron en la revolución francesa. Greenberg buscaba demostrar algo similar al describir las tensiones y las contradicciones entre vanguardia y kitsch, no como historiador o cronista, sino como crítico de su presente. Pero él pretendía iluminar al presente de hace ochenta años a modo de promover su propia agenda para el futuro (y la agenda trotskista del Partisan Review, que publicó el ensayo). El futuro no ha concurrido, por lo menos hasta hoy, con esa agenda. A decir verdad, tampoco concurrían con él su pasado reciente ni su presente.
El propio Greenberg se jactó más tarde de que el argumento de “Vanguardia y kitsch” estaba lleno de hoyos que nadie notó en su momento. No obstante, en ese ensayo tan celebrado declaraba con absoluta seguridad el haber identificado al substrato de la vanguardia artística en una especie de impulso antialienante, es decir, un ánimo antitético al orden burgués expresado plásticamente en la atención a los procesos y al medio a costa de la representación y el contenido. Al aglomerar a las vanguardias modernas bajo este criterio común, Greenberg las importó al contexto neoyorquino en un solo paquete deslindado del fermento sociocultural europeo que las había producido, y las relanzó como una proclama por un gusto, además de sofisticado, esotéricamente impulsor del esperado devenir socialista.
Esta perspectiva simplemente no concordaba con la realidad del arte de principios del siglo XX, el cual había sido tan polifacético estilísticamente como heterogéneo políticamente. El Cubismo fue apolítico e hizo de Picasso y Braque millonarios todavía en su relativa juventud; el Constructivismo y el Futurismo se aliaron de buena gana con regímenes totalitarios; el Expresionismo Alemán era de espíritu nietzscheano; el Surrealismo era comunista apenas como pose oportunista por parte de sus líderes; y el anarconihilismo de Dadá se sustentó en las fortunas burguesas de varios de sus afiliados. Hubo también vanguardias abiertamente neoconservadoras y reactivas como la Nueva Objetividad en Alemania o el novecento en Italia. Y, en México, el Muralismo malabareaba socialismo con nacionalismo. Greenberg se negó a certificar el vanguardismo de varios de estos movimientos, y en consecuencia nos quedamos con la incógnita de qué tan confiable es el análisis de un intelectual que decía sustentar su juicio en una interpretación profunda de la historia, o si es la historia en sí la que erró en sus manifestaciones palpables.
La publicación de “Vanguardia y kitsch” en el otoño de 1939 se empalmó con la invasión de Polonia que detonó la Segunda Guerra Mundial encausada por la Alemania nazi, la misma que desde 1937 libraba abiertamente una campaña de aniquilación contra el arte moderno, entre otras conocidas campañas de exterminio. Por su parte, Stalin ya había acabado de tajo con los constructivistas soviéticos y Mussolini con los futuristas italianos. El mismo Greenberg reconoce en la sección final de su ensayo que estos totalitarismos modernos acogen naturalmente al kitsch como el gusto oficial. La evidencia empírica indicaría entonces que solo el capitalismo es capaz de generar y sostener una cultura vanguardista genuina y dinámica en el sentido al que Greenberg aludía, pero el sugerirlo le habría acarreado la excomunión y el destierro inapelable de su círculo intelectual. Por ello quizá se ve obligado a terminar el ensayo con un párrafo inexplicable donde restituye sin empacho alguno el dogma ideológico de la izquierda: “Los avances en la cultura… corroen la misma sociedad bajo cuya égida se hacen posible”. Evasivas como esta no le alcanzaron para defenderse contra el reproche público que sufrió años después.
El argumento central de “Vanguardia y kitsch”, facilitado por una autosugestión partidaria y la ofuscación consiguiente, debería aleccionar a quien desee postular al arte como una especie de tarot profético. Y, sin embargo, el dictamen de que el arte vigente debe ser en esencia anticapitalista, propuesto por Greenberg y otros críticos de la época, pasó a convertirse en un credo todavía venerado por la crítica y la curaduría dominante, a pesar de ser hoy tan incongruente con el contexto del arte contemporáneo como lo era en el otoño de 1939.
La delusoria transmisión de este credo a través de varias generaciones y hasta nuestros días ilustra cómo los esquemas de juicio postulados por los apologistas de las vanguardias del siglo XX aún reverberan a través del tiempo y la geografía, y en gran parte delimitan todavía nuestras expectativas del arte vigente. Probablemente el tomar mayor consciencia de las maneras en que la apreciación de las vanguardias modernas domina nuestro juicio del arte contemporáneo nos permitiría ser más prudentes con nuestras formulaciones personales de gusto. Nuestra ventaja sobre Greenberg es que, para nosotros, las vanguardias son historia resuelta y sabemos cómo acabaron.
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