Es siniestra la forma en que el poliestireno expandido puede aparecer y desaparecer de nuestra conciencia: cuando nos permitimos apurar un jugo de naranja rumbo a la oficina, el vaso de unicel en el que lo sirven no parece tan dañino como cuando lo vemos en el gran marco de lo ecológico. Es una de las extrañas cualidades que exponentes de la ontología orientada al objeto, como Timothy Morton, han enlistado respecto a hiperobjetos como ese (su magnitud nos afecta pero su presencia en nuestra atención varía). La escala de la vida humana nos protege pero también impide atender realmente la amplitud y el efecto de los hiperobjetos (como puede explicarse claramente con el caso del petróleo, que no sólo está deslocalizado sino destemporalizado). Los conceptos de esta corriente, y otras derivadas del realismo especulativo, ya tienen más de una década de haberse tipificado pero mantienen ya no digamos pertinencia sino una urgencia que embona con los deprimentes y alarmantes titulares –desatendidos por la voluntad política– en torno al calentamiento global: este mes, y parece que preferimos callar al respecto, la ONU publicó un reporte en el que se fija al 2030 como el año límite para evitar una catástrofe climática. Pero el alcance del realismo especulativo va más allá de las fantasías (más bien reales) del Apocalipsis y el antropoceno. Tal vez no deba sorprendernos que distintos pensadores vinculados al realismo especulativo –como Reza Negarestani o Eugene Thaker– hayan retomado la obra de H.P. Lovecraft o Hope Hodgson, entre otros descendientes de la literatura gótica, para alimentar su imaginario: el horror cósmico también posee un horizonte profundamente materialista y pesimista que se pregunta ya no por fantasmagorías sino por una realidad intolerable.
Al margen de los riesgos que podría correr la filosofía al retomar imaginario proveniente de los márgenes del pulp (¿es esto una entrada al pensamiento divulgativo?), lo cierto es que el horror materialista (que obviamente ya se lee fuera de los márgenes) no es el único espacio en el que la literatura se pregunta por el objeto o lo que puede decirnos. El arte vuelve a manifestarse como un reloj que se adelanta. Como sugerí hace unos días, también desde las coordenadas del realismo y de lo infraordinario, la literatura ha puesto atención no sólo en los objetos, sino en su posible punto de vista. Es lo que ocurre en algunos relatos de Robert Walser (como expliqué insuficientemente acá) pero también en prosa mexicana reciente. Quisiera volver a una novela que ya traté, Tromsø (2018), de José Israel Carranza. La novela no tiene capítulos pero digamos que en el último párrafo del salto de página número dieciséis, cuando el personaje mudo (o incapaz de comunicarse) asiste a un banco, volvemos a presenciar cómo algunos objetos (como el helecho Oliver) cobran una personalidad. O cómo el narrador les otorga una –pero en el caso de la literatura, otorgar estas cosas se asemeja a la palabra mágica que conjura realidades. Dice la novela: “sus dedos sueltan el cheque o éste consiente en ser soltado y se desliza por la bandeja metálica lo mismo que su credencial de elector cuando la ha producido la cartera”.
Es un giro extraño, no una forma de hablar sino una duda metafísica: ¿y si es el cheque el que, en efecto, consiente en ser soltado? ¿Y si es la cartera la que los produce? Aunque se trata de una duda específica a esta novela (sobre un hombre que pierde la capacidad de comunicarse y parece que también la voluntad), me llama la atención que la narración se ocupe de pronto de la voluntad de un objeto tan fascinante como el dinero. Existen, claro, otros ejemplos provenientes del relato fantástico (para volver a sus coordenadas extrañas) que también le otorgan voluntad a los objetos. Y a las monedas, aún más, como recordarán quienes hayan leído la “La Mulata de Córdoba y la historia de un peso”, del veracruzano José Bernardo Couto (1803-1862). En ese cuento, la segunda parte es el testimonio de un peso, que cobra conciencia gracias a los sortilegios de la bruja, la Mulata de Córdoba. En un ejercicio imaginativo similar, puede mencionarse Memorias de un billete de banco (1962), del brasileño Joaquim Paço d’Arcos (1908-1979), novela que en nuestra lengua circula desde hace unos cincuenta años. Esa “autobiografía” de un objeto, que nunca explica por qué cobra conciencia, opera como lo hacía el pensamiento mitológico, pero en sentido inverso: si en la Ilíada Homero le daba pasiones demasiado humanas a los dioses, nosotros tendemos a hacer lo propio con las cosas. La antropomorfización de lo que nos rodea es una estrategia humana singular: nos familiariza con lo que nos es ajeno, pero al mismo tiempo nos impide verlo en sus propios términos (si es que los hay). Para seguir con esa discusión, tal vez valga la pena leer un viejo ensayo de Paul Collins, “You and Your Dumb Friends” (2004), en el que se plantea que la tradición de las autobiografías de objetos inanimados o de animales que gozaron de cierta popularidad en el siglo XIX, son una puerta de entrada para volver al tópico de la empatía. Puede ser. Pero también, me parece, son testimonio de la distancia inevitable que la conciencia humana le impone al mundo (que puede ser, sí, intolerable).
Cada tanto las noticias vuelven a insistir en que son los mercados los que se preocupan o los que castigan, como si se trataran de monedas que dan su testimonio o cheques con voluntad propia. Nuestra época se ha caracterizado por su afán en transformar a la economía en un hiperobjeto dañino y deslocalizado (como si participara de una realidad similar o aún más compleja que la del clima), antes que una actividad humana sujeta a regulación o voluntad. Me temo que si en un futuro un escritor se atreviera a escribir una autobiografía de los mercados, siguiendo aquella tradición decimonónica, descubriría que no queda lenguaje por inventar: ya hablamos como si operáramos con la convicción de que nada de lo que ocurre en el mundo estuviera en nuestras manos.
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