Hay una imagen –si es que se le puede llamar así– que me obsesiona alrededor de la muerte de un amigo. Digo imagen, pero quizá debería decir secuencia. Mi amigo había tenido una relación de combate con la bebida. Era un ebrio lúcido, como un profeta que necesita prenderse fuego para respirar todos los días. Cambiaba de casa con cierta frecuencia. Su único compromiso eran sus amigos, la literatura y las noches acompañado por transparentes botellas de vodka.
Lo dejé de ver una temporada por un viaje frustrado. Después nos reencontramos y visité el último departamento en el que vivió. Era un lugar pequeño, atiborrado de libros. La última vez que lo vi –la última despedida– no fue memorable. Fue un adiós en la noche, un gesto que se repite hasta vaciarse, hasta ser invisible. Después vino la noticia: había muerto. Lo primero que sentí fue incredulidad. Alguien que bebe, a pesar de su fragilidad, parece que puede sobrellevar esa situación, como el equilibrista que reta al vacío. Hasta que él cayó.
Pronto llegó más información: mi amigo –que vivía solitario desde hacía mucho– dejó de contestar su teléfono celular. Quizás pasó un día o poco más. La gente más cercana a él –sus familiares, principalmente– comenzaron a sospechar. El derrumbe, por fin, había ganado. Lo siguiente que cuento es una reconstrucción mía a partir de las pocas certezas que se difundieron después. Tal vez son trazos borrosos en la memoria que aún perduran porque, cuando muere alguien querido, los detalles pasan a un segundo plano. Llegaron a su puerta e intentaron entrar. No sé si la derribaron o llamaron a un cerrajero. ¿Dónde lo encontraron? ¿En su cama? ¿En el piso? ¿Acostado en un sillón?
Después de la pérdida recorrí, sin saberlo, un laberinto. El laberinto de los últimos momentos de mi amigo. No me interesaba con quién se había visto antes de regresar a su vida solitaria. Lo que me parecía insoportable era que nunca podría saber si intentó pedir ayuda o se resignó a su naufragio. Después vino una inquietud más: las largas horas que pasó el cadáver abandonado en el pequeño departamento mientras los demás lo creíamos vivo. Imaginé los libreros llenos, las hojas repletas de correcciones de estilo, títulos que iba a editar para la universidad. No alcanzó a ver una obra mía. Pensé, obsesivamente, aún lo hago, en el silencio que llenó cada espacio del departamento. El ruido de la avenida o la luz del sol configuraron, también, ese silencio. Los muebles, la pequeña cocina de la cual apenas me acuerdo, vigilaron la muerte de mi amigo. Cuando se llevaron el cuerpo, el departamento siguió enmudecido y, aparentemente, imperturbable. Pienso en el ecosistema secreto que mantienen los lugares cuando no estamos. No me refiero al polvo que remueve y aquieta una racha de aire. Me refiero a los sedimentos de memoria que dejamos en nuestras casas y lugares de trabajo. Quisiera creer que esas huellas se transforman en otras cosas. Quisiera creer que esa transformación perpetua resplandece a veces y que ese brillo tiene la capacidad de mostrar, aunque sea por un instante, un momento que vivimos.
Hay una idea interesante sobre el tiempo que leí en Matadero cinco, la novela de Kurt Vonnegut. El tiempo no es una progresión lineal sino una imagen que puede recorrerse con la mirada. El tiempo es, entonces, un cuadro que podemos contemplar sin que se nos escape como un puñado de arena entre las manos. Los instantes posteriores a la muerte de mi amigo quizás puedan verse en una galería secreta, rodeados de otros momentos, luces congeladas en una superficie o vetas de un universo reconocible, acaso mínimo, y que aún late para llamarnos.
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