miércoles, 16 de junio de 2021

Abbas Kiarostami: puertas abiertas

Nadie antes ni después de Abbas Kiarostami hizo cine con la conciencia lúcida de que una pantalla de cine, una puerta y una ventana tienen la misma forma. Como la rueda o el lápiz, son signos rotundos y universales que no es posible mejorar: cuatro lados, cuatro esquinas, un marco en torno a un vacío, cuya función se calibra por lo que queda dentro o fuera de ellas. Sirven para lo que sirven: para observar lo que hay del otro lado. Nunca lo supimos mejor que en los meses en que vivimos confinados, observando el mundo a través de rectángulos de luz.

El proyecto que ocupó sus últimos tres años de vida, 24 Frames (2017), surgió de esa intuición: sin importar qué observemos, sólo llegamos a darle importancia, estructura y coherencia si la mirada está contenida en un marco cuadrangular. De ese modo, ya sea en fotografías, imágenes pintadas, dibujadas o en planos filmados, la visión de un árbol, un senderito zigzagueante o una lata rodando por la calle no son nunca una mera evidencia del objeto registrado, sino el resabio o la ceniza de una forma de encuadrar el mundo. En palabras de John Berger, de un modo de ver.

En una pantalla no observamos al árbol por sí mismo –como si estuviera en el campo– sino con relación al cuadro que lo contiene. Ahí un árbol es, ante todo, la proporción que guarda con el cielo, con un auto diminuto circulando por el camino o con un niño que trepa la ladera para devolver un cuaderno de tareas. Esta última imagen, dice Kiarostami en Cahiers du Cinéma de hace 26 julios, estuvo presente en su cabeza como fotografía varios años antes de desarrollar el guión de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987). Con frecuencia en sus películas, la composición de los cuadros y su duración hacen pensar en una imagen-idea a partir de la cual escurre un relato completo, como si en sus guiones el tiempo avanzara con el flujo natural del aire para cuajar, de golpe, en instantes visuales que iluminan el resto del metraje, como evidencia de que lo que vemos es cine por mucho que se parezca a la vida en estado silvestre.

Abbas Kiarostami

Fotograma de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), de Abbas Kiarostami

El encuadre fílmico como puerta o ventana es un motivo recurrente que conecta la obra fotográfica de Kiarostami con su filmografía e incluso con sus traducciones poéticas del persa antiguo. Imagen coránica por excelencia, la puerta como umbral aparece una y otra vez en los versos de los poetas árabes Hafez, Saadi y Rumi, traducidos por Kiarostami y reunidos en In the Shadow of Trees: The Collected Poetry of Abbas Kiarostami (Sticking Place Books, 2016) junto a su propia lírica.

En sus películas, una imagen constante –junto a los caminos rurales, los niños en el aula, los árboles solitarios y los viajes en auto– es la de una persona llamando a la puerta o impedida a cruzar un umbral cerrado: sucede más de una vez en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, que es en esencia una película sobre puertas que nadie abre, y en un instante crucial de Primer plano (1990), donde observamos el portón cerrado mientras, dentro, el impostor es arrestado. Una coda discreta pero emotiva para este leitmotiv fue la exposición Doors Without Keys en Toronto, unos meses antes de la muerte del cineasta, una instalación de fotografías de puertas iraníes cerradas, ampliadas a tamaño natural.

Como Jonathan Rosenbaum señaló y Roger Ebert reprochó, Kiarostami construyó atmósferas completas al dejar sus elementos fuera de cuadro o extraerlas por completo del relato, a contrapelo de las convenciones narrativas usuales: así, Y la vida continúa (1992) resulta en una película sobre terremotos sin terremoto; El sabor de las cerezas (1997), una meditación sobre el suicidio en donde nadie muere; y Shirin (2008), el registro de una sala de cine en donde la pantalla nunca aparece.

Abbas Kiarostami

Fotograma de El viento nos llevará (1999), de Abbas Kiarostami

Algo similar pasa con el sonido hacia el final de Primer plano, cuando la falla momentánea de un micrófono nos golpea con la consciencia de que lo que escuchamos no son sonidos naturales sino artificios registrados por un aparato; lo mismo cuando, en El viento nos llevará (1999), una y otra vez escuchamos las voces en off de personajes que nunca entran al cuadro. Aunque en las memorias que escribió para la revista Mahnameh-ye Film afirma no haber visto más de cincuenta películas antes de dirigir la primera, es difícil pensar en esa poética sin haber admirado antes a autores como Glauber Rocha, Satyajit Ray o Luis Buñuel. Después de todo, los albaceas del neorrealismo en el tercer mundo fueron raíz para la ola iraní anterior a la revolución (La casa es negra, 1967; La vaca, 1969), cuya influencia llega hoy hasta Majid Majidi, Asghar Farhadi, Jafar Panahi o las hermanas Hana y Samira Makhmalbaf.

Las retrospectivas que actualmente dedican el Centro Georges Pompidou y la plataforma MUBI a Kiarostami proponen la ocasión rara de revisar su trabajo fílmico, fotográfico, pictórico y literario como un artefacto de varias aristas que gira en torno a dos núcleos: la naturaleza ambigua de su mirada –a la vez documento y ficción, oriental y occidental, tradicional y moderna, rural y técnica–, así como el flujo del tiempo entendido como materia creativa: la calculada duración de los planos en 24 Frames, el paso de la niñez a la adolescencia en la trilogía Koker, el desplazamiento en automóviles o motocicletas, un ciclo escolar, el paso de las estaciones.

Abbas Kiarostami habría cumplido 81 años este 22 de junio, si apenas unos días después, el 4 de julio, no hubiéramos de recordar su primer lustro luctuoso. Como una carta póstuma que se lee años después, pero aún así en presente, 24 Frames (2017) crece en el recuerdo como una reflexión indispensable sobre el acto de mirar y nuestra relación con el confinamiento, la quietud y el paso del tiempo. Solía decir que un cineasta en el exilio era igual que un árbol trasplantado que no daría frutos o, si lo hiciera, serían distintos a los de su suelo original.

Abbas Kiarostami

Fotograma de Primer plano (1990), de Abbas Kiarostami

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