El pasado febrero se cumplieron 18 años desde la aprobación legislativa del código Mudawana en el parlamento de Marruecos. Se trata del marco jurídico para las relaciones familiares entre padres, hijos y matrimonios en temas ásperos como el divorcio, la potestad o el abuso doméstico, que resultan imposibles de regular a partir de la sharia, el sistema legal islámico. Sin aludir nunca a este entorno ni levantar pancartas sobre el tema, Adam: mujeres en Casablanca (2019), ópera prima de la también actriz, guionista, productora y activista tangerina Maryam Touzani, entra con pies descalzos a la intimidad doméstica de un hogar emergido de esa revolución silenciosa e invisible, formado por dos mujeres, una viuda por la guerra y otra embarazada sin desearlo; ambas madres solteras huyendo de heridas tan abiertas que no se llegan a enunciar ni siquiera entre ellas, a puerta cerrada.
Abla (Lubna Azabal, envuelta como siempre en silencio y en llamas) es una mujer de mediana edad y trato severo que cría en soledad a Warda, su hija de ocho años, con una panadería propia adaptada en una ventana de su casa, en un barrio populoso de Casablanca. Es evidente que por ahí no suelen pasar los turistas en busca del Rick’s Café o de las huellas de Ingrid Bergman, pero su clientela habitual le permite respirar con cierta independencia, no exenta de la amenaza velada que alcanza a las viudas o madres solteras, percibidas como seres disfuncionales para una comunidad islámica sin que la reforma al código Mudawana atenúe el peso aplastante de la tradición: los castigos arraigados en lo social, se sabe, son más difíciles de cambiar que la ley escrita.
Cuando Samia (la casi debutante Nisrin Erradi, cuyos primeros planos abren y cierran Adam con lucidez y dominio emocional) llega a pedir trabajo con un embarazo avanzado se encuentra con la dureza impasible de Abla, que termina por alojarla a regañadientes. El encuentro detona una transformación que primero es imperceptible para ambas, pues se detona como un juego de poder y autoridad, pero gradualmente se revela como un proceso agridulce de sanación y renacimiento. Con formación periodística y un largo andar en el activismo por los derechos humanos, Maryam Touzani es cuidadosa al poblar su relato de veracidad y naturalismo, pero también de símbolos discretos y sensoriales: la cocción de la masa fermentada, la delicadeza al amasarla, el baile como rito curativo, la música como soporte de la memoria.
En un equipo de mayoría femenina destaca, por su sabiduría, la mirada fotográfica de Virginie Surdej (Nuestras madres, Ensiriados, Hacia la libertad), quien posee un ojo sensible que se desenvuelve con fluidez y vitalidad tanto en el interior de la casa en donde transcurre la mayor parte de la cinta como en los escasos planos exteriores que lanzan destellos bosquejados de la ciudad. En evidente complicidad con Touzani, sabe construir para las actrices el marco de confianza y seguridad emocional que les permite transitar en planos largos, centrados en el rostro, por arcos complejos de emociones contenidas que solo son perceptibles a través de pequeños gestos: una contorsión del labio, un desvío momentáneo de la mirada, un gesto con la mano… y de pronto intuimos una dimensión nueva del personaje.
Lo que vemos en pantalla, que siempre es fluido, transparente y amable con el espectador, es también la punta del iceberg de un largo proceso de construcción dramática. Si por momentos el espectador o la espectadora reconoce en las imágenes a las mujeres solitarias de Vermeer, Hamershoi o Delatour a pesar de la –aparente– distancia cultural, no está equivocado: las referencias son otra de las capas con las que Maryam Touzani cuestiona los lugares comunes sobre la tradición y la modernidad como supuesta oposición cronológica, en la cual la primera es un estado que necesariamente ha de superarse o derruirse para elegir el edificio de la segunda.
En la engañosa sencillez de Adam, estrenada en el Festival de Cannes de 2019, se cuela una noción rebelde que revela su lado más político: la modernidad es inalcanzable si no crece enraizada en el continuo mejoramiento humano de las tradiciones. Para Abla y Samia el futuro no sólo está en la posibilidad de construir un hogar común que prescinda de los hombres en lo legal y lo económico, sino en afirmar una identidad cultural que les da fuerza, autonomía y placer. Hacer pan, beber arak y bailar canciones de Warda Al-Jazairia no para sobrevivir, sino porque de eso se trata estar vivas.
La entrada Maryam Touzani y la sencillez engañosa se publicó primero en La Tempestad.
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