Es irónico: el siglo XXI, marcado por la escasez y la desigualdad económica, tiene una marcada fascinación por la opulencia. Hay programas de cocina gourmet 24 horas al día, en los que desfilan ingredientes que se pueden conseguir en un puñado de centros comerciales. Es cierto: el llamado aspiracionismo siempre ha existido –pensemos en las telenovelas mexicanas o en las revistas de la alta sociedad leídas por millones–, pero el fenómeno ha tomado un cariz nuevo. No sólo se muestra el lujo como un modelo a seguir o, al menos, soñar, sino que ahora hay una reivindicación de que todo tiempo pasado fue mejor. Las crisis constantes en las que vivimos han logrado que las antiguas maneras de relacionarnos parezcan atractivas. Julian Fellowes (actor, director, guionista, entre otras cosas), ganador del Oscar por el guion de la película Gosford Park, ha llevado el culto al pasado a un extremo en el que se mezclan el amor al detalle y, sobre todo, la nostalgia por una aristocracia que, vista a través de su lente, está a la altura de las grandes gestas y de la construcción del mundo moderno que habitamos.
Amos y sirvientes
Downton Abbey es, quizás, la creación más famosa del cineasta inglés. La serie, ganadora de múltiples premios, retrata en seis temporadas la vida de los Crawley, nobles que viven en la abadía de Downton en Yorkshire. La serie arranca en 1912 y termina en 1925. Uno de sus méritos es el ingenio en los diálogos y, sobre todo, el cruce de historias entre la numerosa servidumbre y la familia que los emplea. El espectador que haya visto todas las temporadas y la película –que, más que un colofón, pareció un mero producto para los fans– tiene la sensación de haber atestiguado un narración de ensueño. Por supuesto, la serie tiene todos los ingredientes de un melodrama que se precie de serlo: enamoramientos, decepciones, pérdidas dolorosas y reconciliaciones. Todo este entramado se presenta con un rigor histórico digno de museo. El conde de Grantham –su nombre oficial– dirige con mano firme pero conciliadora el destino de su familia y de una herencia que tiene que custodiar. Sus tres hijas, aún solteras, pasan el tiempo buscando prospectos para un buen matrimonio y atendiendo las necesidades sociales de los Crowley. Alrededor de ellos gravitan las biografías de los sirvientes que, además de ganarse la vida, buscan una identidad propia en medio de un entorno que los convierte, de facto, en apéndices de la familia.
Fellowes se encarga de limar cualquier aspereza entre los de arriba y los de abajo. En todo momento hay una mirada idealista de la relación entre amos y sirvientes. El paternalismo de los nobles disfraza o intenta disfrazar la relación de poder entre ellos. Son padrinos de sus hijos, dan el visto bueno a un matrimonio e, incluso, ayudan a alguna doncella que tiene deseos de probar suerte en Londres. Ambos grupos –más numerosos los segundos, por supuesto– viven en la abadía y realizan, todos los días, una fastuosa escenificación: los amos visten sus mejores galas para cualquier comida y cena; los sirvientes se aseguran de que el ritual se cumpla y, después, se mantienen como público silencioso, atentos a cualquier petición, pero admirando las buenas maneras de sus patrones.
Se podría decir que, incluso, estamos ante una doble puesta en escena, pues nosotros, en nuestros hogares, tampoco perdemos detalle de los elaborados rituales de la aristocracia y suspiramos tranquilos cuando la cena llegó a buen puerto, mientras la matrona de la familia, espléndidamente interpretada por Maggie Smith, se pregunta qué son los fines de semana, pues, para ellos, todos los días son de descanso. Cuando alguien de abajo logra ascender en la rigurosa escala social es por un matrimonio que desafía los cimientos de la nobleza. Esto ocurre cuando Tom Branson –chofer de la familia– se casa con Sybill, una de las tres hijas. El nuevo aristócrata –anteriormente tentado por ideas de justicia social– muy pronto termina defendiendo a su familia de cualquier cuestionamiento de afuera, como cuando una maestra de escuela, invitada incómoda en una cena, les echa en cara a los Crawley sus privilegios en unos años en que estos empezaban a ser puestos en duda.
Peces grandes, peces chicos
Fellowes regresó este año a la actividad con la primera temporada de La edad dorada (The Gilded Age), melodrama que cuenta la historia de la aristocracia estadounidense en el último tercio del siglo XIX. Si Downton Abbey idealiza a los nobles antiguos, aquellos que fincaron su fortuna a través de las tierras heredadas por generaciones, La edad dorada retrata a las familias que pasaron de las tierras a la industria y a la especulación financiera. Parecería que, contrastando con su anterior serie, Fellowes tiene una mirada menos complaciente con sus nuevos personajes. George Russell, el patriarca de la familia, es un nuevo rico de Nueva York cuyo poder reside en la expansión del ferrocarril. El resto de sus vecinos –adinerados por generaciones–, a falta de un título nobiliario que los certifique, fincan su prestigio en un cerrado círculo social que repele a cualquier advenedizo. La lucha de Bertha Russell, esposa de George, es legitimarse ante sus vecinos gracias a su mansión recién construida y sus abundantes donaciones a la Cruz Roja y otras causas benéficas.
Si para los puritanos que fundaron Estados Unidos era importante la austeridad, pues estaban condenados de antemano ante los ojos de Dios, sus herederos construían su linaje y, sobre todo, limpiaban sus conciencias gracias a la alquimia de la filantropía. En Downton Abbey –a pesar de estar adelante en la línea cronológica– aún sobrevive la relación feudal entre el noble y el vasallo. Los separan diferencias abismales, pero forman una misma comunidad, ya que la élite es dueña de las tierras que trabaja el siervo. En la Nueva York del siglo XIX esta relación ya está rota. En el mundo primigenio de las finanzas hay números, no personas.
Capítulo tras capítulo asistimos a una lección de decorado y de coreografía que recorre casas de campo, salones de baile y conjuras para que los Russell sean aceptados en las filas de la élite neoyorquina. No importa que el empresario lleve a la ruina a sus competidores, al grado de que uno de ellos se quite la vida, pues el pez grande se come al chico. El mundo es de los triunfadores. Esa posible crítica a los primeros financieros que especularon con las acciones –antecesores de los multimillonarios actuales– se diluye cuando Fellowes presenta al empresario como un líder que es capaz, entre otras cosas, de llevar la electricidad al principal edificio de Nueva York, teniendo –a la postre– a Thomas Alva Edison como invitado de honor en la ceremonia inaugural. George Russell carece de cualquier ética, pero es el faro que nos lleva a la modernidad.
La ilusión meritocrática
El personaje más problemático en La edad dorada es, sin embargo, el de Peggy Scott, una mujer afroamericana interpretada por la actriz Denée Benton. El creador de la serie, abriendo la ventana a la diversidad, crea el papel de una mujer negra que se hace amiga de Marian Brook, una soltera joven sin herencia pero con la fortuna genealógica de su lado, ya que es sobrina de un par de hermanas adineradas y, además, con suficiente sangre azul para cuidar las buenas costumbres de su círculo social. Scott, hija de un próspero farmacéutico, quiere forjar su propio destino, ser independiente trabajando como escritora, a pesar de los continuos intentos del padre por integrarla a su negocio. Así, la relación entre las dos no es de clase, a pesar de que, salpicadas en la trama, hay escenas que le recuerdan a Peggy que es una mujer negra en un mundo dominado por blancos. Ambas comparten el mismo nicho social y las mismas aspiraciones. Lo que le preocupa al guionista es defender el ideal meritocrático –absolutamente fantasioso en esa época para la gran mayoría– en el que una mujer negra puede ser una profesional respetada gracias a su talento para escribir.
En La edad dorada, como en Downton Abbey, tenemos la versión detallada de un pasado sin ningún tipo de tensión social, un ecosistema edulcorado en el que brilla la nostalgia por un tiempo en el que los roles estaban bien definidos y cualquier ascenso era siempre dentro del statu quo. La mentalidad de anticuario, común en las élites actuales, se lamenta por el mundo moderno. Por supuesto, sus transformaciones los han enriquecido, pero está lleno de caos y reivindicaciones de clase que apenas comprenden. Ante la amenaza se refugian en ensoñaciones como las que presenta Julian Fellowes, escenarios cuya moraleja podría ser la siguiente: ¿para qué impulsar el cambio social si en su búsqueda podemos abrir una Caja de Pandora? Por eso es mejor admirar el lujo de los vestidos, los candelabros, los bailes y las charlas deliciosas e intrascendentes, mientras los aristócratas son atendidos por un ejército de sirvientes.
La entrada ‘La edad dorada’ o el culto al pasado se publicó primero en La Tempestad.
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