lunes, 8 de marzo de 2021

Las Furias: la escritura de Ariana Harwicz

Encontrar un libro relevante, puntual, atinado es una tarea que han simplificado las tendencias que guían nuestras lecturas y nos dan una cierta idea de comunión: estamos leyendo acompañados, estamos leyendo tranquilos. Esa tranquilidad –también pasividad, a veces movilidad extraordinaria– presupuesta hábitos definidos por su relevancia dentro de un capital social bastante contradictorio. Es verdad que cada uno puede apuntalar el tránsito de los libros que escoge, pero esta tarea se dificulta ante la gran cantidad de libros necesarios y conmovedores que inundan el mapa de los lectores: hay simplemente demasiado. Todo eso, diría Piglia, está muy bien. Y por eso mismo me gustaría asomarme a un fenómeno que considero más saludable que la homogeneización de nuestras lecturas: la búsqueda del reflejo contrario, esos libros cuya ética no está presupuestada de antemano sino que la formulan a medida que son escritos, libros que se salen de lo planificado, que escapan a los lectores y, de forma tal vez más dolorosa, escapan también a sus autores. Siempre una obra de arte tiene que tener un elemento de control. Pero si es una obra de arte verdadera pertenece al caos. Cuando son libros demasiado conscientes de ser libros, no me gustan. No es que rechace cierto preciosismo en la literatura, pero cuando son libros evidentemente programados, me aburren.

Cruce de caminos

A Ariana Harwicz muchas cosas le vienen con la escritura, no existen a priori. No trabaja con supuestos o ideas clarificadas sobre lo que la literatura debe ser o cómo debe comportarse. Si algo existe antes de ser escrito o pensado, está abierto a revisión; si algo viene dado por defecto, habría que desconfiar. Harwicz cuenta que la literatura fue en realidad lo último que llegó a su vida, el cine y el teatro estuvieron antes, como recuerdos de utilería que le mostraban una ruta donde sólo se puede entrar, como en uno mismo, armado hasta los dientes: acá le estás entrando al arte, acá todo se vale. Por eso ataca la literatura de una forma distinta, impetuosa, menos comprometida con las buenas ideas. Mi cabeza arma textos, pero lo único que tienen de literatura consciente es que son escritos. Su escritura desconoce la quietud del compromiso, prefiere ser lo más infiel posible al arte; mientras escribe está pintando o tocando el piano, mientras corrige está montando una escenografía, revelando un negativo o mejor, casi siempre, bienvenido sea, está rompiendo un boceto. Deleuze recuerda que a Proust le gustaba decir que la Recherche podía ser –debía ser, también– una sonata, un septeto, una ópera bufa, incluso una catedral y un vestido. Harwicz hace algo similar con sus libros: Me gusta pensar en cruzar las artes al extremo. Creo en esa heterodoxia.

Esto no es nuevo. Escribir es un gesto que lleva siempre a otras artes, a otras ciencias, a otros saberes, y viceversa. Lo que Harwicz hace es ejecutar dicho tránsito de una forma poco civilizada, sin demasiada dirección excepto por la completa entrega a una idea del arte visto como arrebato. Es un lugar común, lo sé, pero quiero hacer explotar la lengua. Me ha dicho que escribe con gran exigencia para alterar la gramática, mezclando lo escrito con lo dicho, la enseñanza de la disciplina con la tentación del caos. Seguro que muchxs autorxs hacen eso, pero en pocos puede sentirse esa claridad de relieve, esas ganas profundas de hacerse pedazos junto al lenguaje.

Aunque es verdad que su postura encuentra cada vez más resonancia, la tendencia no le basta. La causa –a ratos redactada con mayúscula– le es indiferente. Harwicz entra en sus bosques y se pierde. Quiere llegar a un lugar donde ni siquiera ella misma pueda seguirse. Y entonces es como si de su brújula averiada brotasen algunos de los fragmentos más intensos, más lúcidos, emocionantes hasta el desconcierto, que se hayan escrito, a última fechas, en nuestra lengua. Son textos que forcejean, poco sedimentados por el capital social. En un episodio de insensatez podríamos calificarlos como imperdibles, como necesarios, pero no lo son. Los libros llamados necesarios suelen dejarte con la apariencia de que algo que debía ser dicho ha sido dicho; acá se dicen cosas que no deberían siquiera mencionarse.

Libros sin agenda

Imposible leer Degenerado (2019) sin salir con alguna conmoción; difícil terminar Matate, amor (2012) sin la sensación de haber presenciado un accidente. Desde ese desenfreno escribe, no le importa la sensibilidad de un hipotético lector o las distintas lamentaciones que puedan aseverarse en torno a la dificultad de sus libros. Está furiosamente comprometida con algo que sólo ella ha visto con claridad, pero dispuesta a guiarnos dentro del laberinto para que veamos al monstruo, sabiendo que no vamos a matarlo. Y sin embargo no es inaccesible –nada lo es–, de ninguna manera. Todos sus libros son multiplicidad y ninguno de ellos está atrapado por su tema, así que el diálogo es siempre más rico, inestable. Creo que el tema no sirve para armar o colocar un elemento extraño. No creo que se trate del tema. El tema no gobierna mi escritura. Nunca estoy pensando qué estoy escribiendo, no cuento con referentes claros.

La falta de referentes es aquí algo saludable, una espesa sustancia, difícil de navegar pero absorbente y clara, como el aroma de una flores a punto de secarse. El amor entre madre e hija, el matrimonio, los bebés, la pedofilia –palabras que no habrían de escribirse juntas– aparecen en su literatura tan sólo como una puerta de ingreso a lo subterráneo –“le falta humanidad, pero quién quiere humanidad”, dice en algún punto de Matate, amor, y desde ahí arranca–, a buscar libros que la mayoría de los editores desprecien o no entiendan, o no quieran entender, o desprecien una vez que los hayan entendido, libros que no estén contenidos dentro de la agenda, con tema de época, con temas contundentes.

Desde luego no todo es, pero sí, y en buena medida, una sana negatividad. Como a todos, a Ariana Harwicz le gusta que se haga justicia con los libros. Aplaudo esa posibilidad. Siempre. Mientras un solo hombre siga teniendo pesadillas, el crimen no terminó, lo que no soporto es lo que eso le ocasiona a las estructuras de la literatura y, en particular, con mayor desgracia, lo que eso le hace a la figura del escritor o el artista. Un escritor no es un ministro. Un escritor no puede ser un esclavo de la tendencia, no puede estar mirando qué hay en la agenda y escribir sobre eso con el afán de ser publicado. Pound dijo que el negocio de los libros franceses atiende a la gente que lee periódicos. Uno podría actualizar, en un acto de atrevimiento e insensatez, dicha afirmación, diciendo que el negocio de los libros atiende a la gente que lee redes sociales.

Una incisión en el paisaje

Se supone que los escritores ahora deben tener una presencia social. Yo también estoy en Twitter y muchas veces no sé qué hacer al respecto. Porque sé que estoy hablando desde la voz del enemigo. Estoy denunciando la violencia, la injusticia, etcétera, pero desde la sintaxis y los canales del enemigo. La vieja querella de separar al autor de la obra quizá haya entrado en un estado de abstinencia. Sería más interesante revisar si es posible separar al autor de su capital social. No sabemos, y eso es algo que me da mucha intriga. Lo que reemplaza al género epistolar es la exposición. Las redes sociales, es verdad, concentran grandes niveles de discusión, pero esta discusión suele asentarse en pequeños consensos egoístas. Las plataformas lo facilitan al permitir que cada uno siga lo que quiere seguir. Nosotros somos el sesgo. Hay algunos escritores que escaparon a las redes, pero son los menos. La gran mayoría escribe desde esa trampa. Para los más jóvenes es aún más enloquecido, porque parece que no supieran existir sin hacerse ver. Nadie quiere ser marginal. Ser marginal de verdad es muy doloroso. Tiene un costo muy alto. Ser invisibilizado, no sólo por el algoritmo sino por una demarcación del gusto y las buenas ideas que tienden a uniformar perspectivas. Los autorxs están al tanto de esto, y tampoco se les puede culpar por vigilar su propio capital social. Harwicz no lo rechaza, trabaja con él, es vocera a medias, pues su discurso sigue estando cercado por el matasellos de las plataformas, pero en cualquier caso habría que aspirar a eso: creer que una postura puede ser una pequeña pero significativa incisión en el paisaje, un elemento extraño, desconcertante, una apertura, el perro en los cuadros de Velázquez.

No es la primera, ya Diamela Eltit había puesto el dedo sobre nuestras llagas cuando señaló que no deseaba escribir literatura que pudiese ser recibida con algún consenso determinado, y María Moreno dejó hartas pinceladas de desesperación que le permitieron estirar la liga más allá de los referentes cotidianos de la literatura argentina. Harwicz no está sola; las Furias, es verdad, están cantando para ella, pero incluso con esa melodía esquizoide la argentina ha sido capaz de aterrizar los efectos de su escritura y destilar su presencia a través de la creación de personajes confeccionados con la escrupulosidad de una bomba. Ahí están los protagonistas de MatateDegenerado o la madre y la hija de La débil mental (2014), siempre rebasados, siempre deformados, violentamente reales. Personajes sin miedo a exponer sus vicios, sus temores y sus encuentros con lo terrible y lo inhumano. Nosotros nos identificamos con ellos porque se parecen más a los que somos que a lo queremos ser.

La misma y sin embargo otra

Como Raskólnikov, el personaje de Degenerado es rodeado por su propio pensamiento, por su idea del crimen, por un lenguaje que al no poder justificarlo sólo lo invade, como un malware. Una más: “Los lazos familiares son un problema mental”, dice en Matate y ya está, en una frase queda expuesta toda falsa nostalgia, todo posible rescate de la institución familiar como un refugio. Dicho esto, no es casualidad que la novela haya sido leída en clave feminista, aunque la intención de la autora distaba mucho de esa interpretación. Lo interesante es que yo la escribí en 2011, cuando todavía no teníamos esos movimientos tan afianzados como ahora. Nunca pensé en el feminismo. Pero el signo político sufrió también un cambio radical, se habilitó una lectura que no estaba planeada desde el principio y entonces el libro y sus lectores se enriquecieron en partes iguales. Deleuze lo dijo mejor: “no existe ningún gran artista cuya obra no nos haga decir ‘La misma y sin embargo otra’”. Si todos leen Matate, amor del mismo modo, se volvería piedra. Me gustan esas lecturas que llevan al libro hacia el campo semántico de la época, pero hay que ser capaces de despegar los libros de la doxa.

Los libros de Ariana Harwicz se comportan así, como cargados de incisiones. Jamás se ven eclipsados por su argumento o por su tema: no requieren un director de orquesta, no pueden ser contenidos por una lectura fundamentada en sus referencias. Se escabullen de la crítica cuando ésta pretende catalogarlos en un ejercicio de poder. En ese sentido son libros más contemporáneos que los que tratan de temas o tecnologías propias de nuestra época. Hablan con franqueza feroz, son maniáticamente habitados por la maleza de las palabras. En ellos el autor y el lector, a veces en compañía, a veces cada uno por su cuenta, se ven obligados a desenmarañar lo que ambos –y ese monumental tercero, el libro– traen adentro. Harwicz lo sabe, se está acostumbrando a poner a sus lectores contra las cuerdas. Cuando escribe, reta; cuando reta nos obliga a mirar más allá de la comodidad de nuestro teléfono y la seguridad de nuestros amigos, mostrándonos el caótico clima que erosiona lo social, recordándonos la función incendiaria que mantiene viva a la lengua.

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