jueves, 23 de enero de 2020

Mentira y memoria

Nacimos en un mundo que fue creado previamente a nuestra existencia, un mundo formado sin nuestra intervención. Es muy doloroso esto. Porque las reglas y directrices que nos llevarán a la muerte no son opcionales. A esto hay que sumar el azar de las almas, el inclemente sorteo de las eras que nos coloca a placer donde no. John Maxwell Coetzee, el Nobel de Literatura sudafricano, nació el 9 de febrero de 1940.

Su libro Desgracia es, para quien esto escribe, una de las mejores novelas de la literatura reciente. En sus páginas ocurre una desgracia que destruye para siempre el supuesto equilibrio entre hombres y mujeres. Me refiero a la desgracia entendida como la ausencia definitiva de Dios en las cosas.

Pero es de la trilogía «Escenas de una vida de provincias», que narra su vida, de la que me toca hablar en esta ocasión.

Si hay algo que desprecio son los comerciales publicitarios en los que, en un spot audiovisual de veinte segundos, se narra el total de una vida. Me parece injusto encapsular la aventura humana en etapas preclaras como la infancia, la juventud, la madurez y el climaterio. Cuatro veces tronar los dedos. «Escenas de una vida de provincias» contiene en un solo volumen, con gusto a ladrillo, las novelas Infancia, Juventud y Verano, las memorias noveladas de Coetzee.

Infancia es un libro fantástico. El autor se nos presenta como un niño asustado e inseguro. Una existencia que está descubriendo ese mundo previamente creado del que hablo al inicio de este texto. Y es un mundo hostil y carente de sentido. En la primera página, su madre le corta las lenguas a las gallinas, él la mira aterrado. Más adelante, el niño se une con el padre para burlarse de que la madre no es hábil andando en bicicleta y entonces el niño se da cuenta de que tácitamente a él le tocó estar del lado de los varones. Más tarde el niño discute con sus compañeros de colegio si es que los bebés nacen por el ano o por el otro agujero. El pequeño John descubre que no es lo mismo haber nacido blanco que nacido negro. Descubre que nació en el continente africano. Con candor elige una religión y por eso es bulleado. Es un niño inteligente, por lo tanto los maestros no lo azotan con sus varas. Y sin embargo él desea ser golpeado para poder ser como todos los demás. A lo largo de una buena serie de capítulos escritos con una prosa iluminadora, el autor nos va exponiendo uno a uno los muros contra los que se va a estrellar cualquier ser humano conforme pierde la infancia. El amor de la madre es infinito pero acaba estorbando. Son duras escenas de, en efecto, una vida de provincias; crueles y desesperanzadoras. ¿Para qué sirve el deseo?, se pregunta nuestro jovencito premio Nobel de Literatura. No hay madalena que provoque la evocación, sólo un ir sobrellevando los días en los que los bordes de los muebles pueden sacarte un ojo. Cuando está amargada, su madre le dice: “espera a que tú tengas hijos”. Esa frase maldita que nuestros padres nos comentan como un talco. Infancia es un libro hermoso sobre la maldición de estar vivos. Un detalle: el tomo está escrito en tercera persona, Coetzee prescinde de su derecho a ser personaje y nos narra desde la distancia esta primera fase. Desde lejos pero a la vez con sinceridad y escaso maquillaje. La palabra “Coetzee” aparece por vez primera ya muy avanzada la lectura. Es como si el autor deseara desesperadamente prescindir de sí mismo. No por nada en su discurso al recibir el Nobel se puso a hablar de Robinson Crusoe.

En Juventud, Coetzee ya no vive con sus padres. Podríamos decir que más bien está huyendo del amor de su mamá. También está huyendo de una posible guerra a la que tendría que enlistarse como sudafricano. El niño asustado ahora es un joven cobarde, medroso y –usando sus palabras– carente de aura masculina. Consigue un primer empleo mediocre en IBM que le impide dedicarse de lleno a su literatura. Escribe usando palabras rimbombantes, porque todos alguna vez pensamos que la literatura es meter palabras raras en un texto. Cuando renuncia se da cuenta de que lo están obligando a decir estupideces. La vida moderna lo manipula, se disfraza de humano. Ve a Pasolini, lee a Beckett. Pierde la virginidad y tiene relaciones con mujeres que en el fondo no le interesan en lo más mínimo. No hay patina de gloria en lo que Coetzee decide relatarnos de su vida. Uno se ve incluso en la necesidad de buscar en Wikipedia la biografía del autor. ¿Es verdad lo que se está leyendo? ¿Esta es la vida del creador de Desgracia? ¿Este hombre gris es dos veces ganador del Booker? Esta segunda entrega también está escrita en tercera persona. Si somos francos esta poca glamorosa vida de escritor se parece mucho a la que cualquiera que oficie tal disciplina lleva hoy en día. No se puede vivir de escribir.

En Verano Coetzee ha muerto y un estudioso de su obra prepara un texto a su respecto, para eso se lanza a entrevistar intercontinentalmente a un grupo de personas que tuvieron relación con el escritor en la fase de su vida en que sólo había publicado una primera novela. «Escenas de una vida de provincias» da un vuelco estrepitoso, se transforma en un ejercicio sumamente experimental. Es como la entrevista que Capote se hace a sí mismo, pero a la máxima potencia. Ninguno de los entrevistados muestra simpatía alguna por Coetzee. El hombre aborda las voces de los otros, siempre auto-juzgándose. No se tira para que lo levantemos. Es una suerte de mecanismo de sinceridad: jamás sabremos qué piensan los demás, la literatura es un ejercicio inútil, un monólogo dicho a un muro. En los testimonios y las entrevistas descubrimos que la vida de Coetzee sigue siendo un eterno desasosiego. Su madre murió, su anciano padre depende de él, nunca se reprodujo, nunca fue amado. Y, siguiendo las reglas de esta ficción, jamás consiguió el Nobel. Aunque no me extrañaría que aparezca un cuarto tomo que vuelva obsoleto al actual esfuerzo de Penguin Random House.

Llega a mí –benditos vasos comunicantes– una cita de un libro que no he leído. Las palabras de François Augiéras caen como anillo al dedo para ir rematando este texto:

Al terminar el siglo las novelas serán desdeñadas, sólo serán recordados los relatos auténticos, testimonios de algunos cuantos seres que, con o sin la aprobación de sus contemporáneos, vivieron intensamente en un punto de flexión de los Tiempos.

Esto, precisamente esto, es lo que ocurre con las memorias novelizadas de Coetzee. Y por eso tienen un regusto a lo que en la contraportada del libro llaman mercadotécnicamente: el futuro de la novela. Estas páginas son, además, un golpe de autoridad literaria; un mecanismo narrativo que establece sus propias reglas, una renovada forma de literatura: poner una candileja encima de nuestras vidas y descubrir que, para los demás, somos el villano en su rincón. Es todo lo contrario al comercial de champú donde en veinte segundos vemos nacer, crecer, reproducirse y morir a un individuo. Lo he dicho antes: el pasado no es otra cosa que el resultado del matrimonio fallido entre mentira y memoria. Coetzee transforma esa plataforma frágil en una poderosa trinca novelística.


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