Mi primer encuentro con el Quijote no fue a través de la lectura —era yo apenas un niño— sino de una duda: ¿realmente alguien creía que un libro así podría leerse? Recuerdo varias ediciones en casa, pero siempre estaban cerradas. La más atractiva era una edición española en dos tomos, en papel Biblia y encuadernada en piel natural café oscuro con letras grabadas, pero era sólo eso: una presencia en una estantería que no se consultaba muy a menudo. Parece que en esas casas con niños pequeños basta con que los clásicos de la literatura se hagan presentes —como si leerlos fuera una actividad opcional. No entiendo qué pasó después, pero nunca cursé esa asignatura en donde tienes que leerlo en clase, y no parece ser uno de esos libros a los que uno se acerque por gusto o por curiosidad, al menos no en la juventud.
Mi segundo encuentro con el Quijote fue mucho después, y fue accidental. Y en inglés. Me encontré con un extenso fragmento en una revista —una antología sobre el humor— y me maravillé y me sorprendí al encontrarme leyendo el texto y descubriendo que era, efectivamente, humorístico. Pero no sólo eso, no sólo había humor: había gracia e inteligencia, había una voz cálida y memorable. No era una voz contemporánea, quizá no, pero leerla hacía mucho sentido —un gran contraste con lo que pasaba en los libros y en la vida del momento que entonces vivía. Cálido, gracioso, relevante: no son los adjetivos con los que, supongo, alguien que no ha leído el Quijote lo imagina.
Unos años después, en una feria de libro, me encontré con una edición conmemorativa —como, supongo, lo son todas. Exaltado por el recuerdo de aquel encuentro sorpresivo, compré el libro y comencé a leerlo unos días después. Pero mi lectura fracasó: no había ni humor ni calidez ni mucho sentido. ¿Qué estaba pasando? Traté de localizar aquel pasaje que unos años atrás había leído en la revista, pero no pude encontrarlo. Mis intentos de lectura se entorpecían y terminaba buscando auxilio en el diccionario o en las notas del editor: no precisamente la imagen que uno tiene de la lectura por placer.
Y entonces hice algo que pensé que iba a conservar en secreto: comprar el Quijote en inglés y ver qué pasaba. Me encontré con una edición reciente, traducida por Edith Grossman, que había recibido los mejores elogios. Leí un fragmento del libro en internet antes de comprarlo y ahí estaba: la lucidez, la luz y la gracia que recordaba. (Cuando Cervantes escribió el Quijote, su lenguaje no era arcaico o pintoresco —dice Grossman—, lo escribió en un español moderno, de su tiempo, que reflejaba y al mismo tiempo moldeaba la manera en que el lector experimentaba el mundo. Esto significaba que no tenía que encontrar una voz especial, anacrónica o que se escuchara como del siglo XVII, sino que podía traducir su escritura, increíblemente magnífica, al inglés contemporáneo.) Lo pedí de inmediato y lo comencé a leer cuando llegó. ¿Cómo era posible que la voz de Cervantes me hablara mejor, fuera más cercana, si había una traductora estadounidense de por medio —como digiriendo las palabras por mí—, y no en español, que era nuestra lengua compartida? (Y aquí tengo que hacer una breve aclaración. Leer el Quijote en inglés iba a ser la primera excepción a la regla de solo leer en inglés aquello que originalmente esté escrito en inglés —o que no esté traducido al español. Con los años me he dado cuenta que leer en esa lengua con la que no tengo ninguna relación biográfica me desconecta de una parte racional, como si la mente que lee en inglés fuera distinta a la que lee en español: como si en inglés leyera más del lado orgánico del cerebro y en español lo hiciera más del lado racional y crítico.) Leí los primeros capítulos con un placer adulto —que no creo que pueda sentir un adolescente o un joven—: estar leyendo el Quijote completo por primera vez a los cuarenta años me pareció lo verdaderamente justo.
En esos días encontré en internet, de nuevo al azar, otro Quijote: el de Andrés Trapiello. El autor español había decidido, hacía unos años, «poner» el Quijote en «castellano actual íntegra y fielmente», con el previsible rechazo de la academia y los lectores que sí lo habían leído en su versión original. Mi primera reacción fue de rechazo también, por supuesto, pero al escuchar sus razones encontré un eco: me pareció que había estado preguntándose lo mismo que yo: ¿por qué el Quijote se actualiza (una o dos veces por siglo) en todas las lenguas, con nuevas traducciones —y se hace así accesible a nuevas generaciones de lectores—, pero en español tenemos que leer la versión de hace 400 años, intocable, imposible de actualizar? ¿Por qué un lector de, digamos, Escocia o Brasil puede leer a Cervantes como a un contemporáneo y nosotros no? Hacía todo el sentido, aunque la controversia académica seguía siendo válida —al menos hasta cierto punto. Compré, pues, esa traducción de Trapiello. Era mi quinto Quijote, y comencé a leer un capítulo de Grossman y otro de Trapiello, alternados. La experiencia de lectura se parecía mucho, la voz de Cervantes era la misma, el experimento funcionaba. Dejé la versión en inglés para seguir con el libro en la nueva versión española, y así lo terminé. Para alguien sin pretensiones, para el lector común, estoy seguro, es la mejor manera de leerlo. Hacerlo en su versión original se parece a la experiencia de lectura investigativa: una lectura técnica de la que tenemos poco contexto, por lo que hay que recurrir a las citas y al diccionario varias veces por página, y no veo la justificación para hacerlo —a menos que se lo esté estudiando o se tenga tiempo libre ilimitado. La lectura por placer no debe ser eso. Puede ser compleja, claro, pero en este caso era compleja a un nivel más técnico que literario.
Cuando terminé de leer el libro regresé al original y estuve comparando algunas páginas. ¿Qué había hecho Trapiello que había transformado de esa manera la lectura? La sorpresa fue más bien darme cuenta de lo contrario: las modificaciones que había hecho eran mínimas —imperceptibles, casi—, pero el trabajo había sido tan preciso, con tanta certeza de lo que estaba haciendo, que parecía que había reescrito el texto —cuando en realidad había solo reemplazado poquísimas palabras. Esta sensación de sencillez y facilidad, lo sabemos todos, es solo la representación del trabajo más arduo (la tarea le tomó catorce años).
Mi determinación (¿o curiosidad, o extrañeza?) de leer el Quijote me llevó por cinco versiones en cinco décadas, pero al final lo hice. La versión de Grossman logra algo que me parece improbable, extraordinario: hace que el inglés hable en español; logra lo mismo que logra la mejor literatura: la universalidad, la ausencia de tiempo; la sensación de estar leyendo fuera del lenguaje, de estar en un lugar sin referencias físicas ni lógicas. Quizá los no hablantes del español que quieran leer el Quijote en el original encuentren eso en la versión de Trapiello. Algún día, creo, lo releeré, y quizá entonces lo haga en aquella versión de la infancia, que todavía está en la casa familiar.
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