Años después, rodeado por el Sindicato de Directores que lo premiaba como el mejor realizador del año por Contacto en Francia (1971), William Friedkin aún recordaba la tarde en que Alfred Hitchcock, frente a todos, lo reprendió por dirigir sin corbata. Era 1965 y Friedkin, un cinéfilo que no había estudiado cine y había crecido en la periferia de clase media baja de Chicago, hijo de judíos ucranianos exiliados tras un pogromo zarista, dirigía episodios de televisión por encargo y documentales en 16mm con temáticas sociales y ásperas.
Uno de ellos, The People vs. Paul Crump (1962), había sido fundamental en conmutar la pena de muerte de un preso afroamericano cuya culpabilidad –argumentaba la cinta– dejaba margen para la duda. Paul Crump salió del corredor de la muerte y Friedkin ganó el primer premio de su carrera. Tres años después, en ese otro día a inicios de mayo en que grababa el episodio televisivo “Off Season” (1965), se rumoraba que Alfred Hitchcock pasaría por el set de la NBC para supervisar los trabajos. Se trataba del último episodio de aquella temporada de La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965), que resultaría la última de la serie. Friedkin debutaba como director en el programa después de haber dirigido varios mediometrajes de no-ficción y especiales de TV y de haber escrito en la sombra episodios para otros realizadores. Pero aquella tarde iba a conocer a Hitch, cuya Psicosis (1960) era la película que afirmaba haber visto más veces después de Ciudadano Kane (1941). El propio Robert Bloch, autor de Psicosis –la novela– era el guionista de “Off Season”. Friedkin, cabeza baja y rodilla en piso, estaba dispuesto a besar la mano del amo del suspenso.
El momento fue fugaz, pero la incomodidad duró varios años. Friedkin se acercó a Hitchcock y su comitiva de asistentes, extendiendo la mano y presentándose como el director de ese episodio. Sin devolver el saludo, Hitchcock señaló a su pecho: “Sr. Friedkin, no está usando corbata. Nuestros directores siempre vienen a trabajar con corbata”. Y se fue. Ocho años después, William Friedkin recibía el premio a mejor director por un thriller rasposo y grasiento que escupía sobre la elegancia perversa del noir americano para transformarla en crónica con olor a basurero, cloaca y cuero viejo. Durante la fiesta posterior, Friedkin se acercó a la mesa en donde estaba Hitchcock. Con el premio en la mano, le espetó de frente: “Mira este premio, Alfred. ¿Hoy sí te gusta mi corbata?”.
Dentro de una generación de cineastas estadounidenses marcada por el desafío al sistema de estudios, la independencia a ultranza y las temáticas de borde afilado, sólo Friedkin se sentía capaz de guardarle un desplante al mismo Alfred Hitchcock para cobrárselo en público años después. De Palma, Bogdanovich, el primer Scorsese, Bob Rafelson, Barbara Loden, así como los documentalistas D.A. Pennebaker y Barbara Kopple, encapsulan un reverso más oculto y subterráneo de las revoluciones millonarias encabezadas por Spielberg, Lucas o Coppola en esos mismos años. Eran la generación nacida y criada durante la Segunda Guerra Mundial, en medio del milagro económico americano, la nueva Guerra Fría y el ascenso del rock and roll. Veinte años después, cuando esa misma generación era enviada en batallones a librar una guerra sin sentido en Vietnam, cineastas como William Friedkin ya habían recogido las herencias contraculturales de los sesenta, descubrieron el LSD y la Nouvelle Vague, cambiaron a Audrey Hepburn por Gena Rowlands y se metieron en Hollywood rompiendo la puerta de atrás.
Fue ese entorno el de Friedkin (1935-2023), un muchacho de Chicago sin padres profesionistas que estudió hasta los quince y siguió su formación yendo al cine, dirigiendo televisión y ayudando a su tío a despachar en una carnicería. Pero no era ningún naíf, y a pesar de que sus memorias, The Friedkin Connection (2013), deben leerse con la desconfianza natural de un artista narrándose a sí mismo, traslucen la sinceridad de alguien tan consciente de su talento como de lo inconveniente de su carácter. Aquella anécdota con Hitchcock era apenas preámbulo de una conflictiva y desgastante relación con el sistema de estudios y sus ejecutivos.
Después de dos maremotos de rentabilidad como Contacto en Francia y sobre todo El exorcista (1973), por dos años la película con mayor recaudación en la historia estadounidense hasta el estreno de Tiburón (1975), se embarcó en una cadena de proyectos de ambición autoral, presupuesto robusto y poca rentabilidad comercial como Carga maldita (1977) –segunda versión de la obra maestra de Clouzot, El salario del miedo (1953)–, el asfixiante noir homoerótico Encrucijadas (1980) o el nihilismo californiano de Vivir y morir en Los Ángeles (1985). Ese quinteto de thrillers basta para dibujar la filmografía ineludible y arriesgada de un autor que forcejeó siempre para escapar a las tenazas de dos éxitos industriales.
En cuanto el código Hays de censura cinematográfica fue derogado en 1967 abrió la puerta a un caudal de narrativas, personajes y temáticas que Hollywood había barrido debajo de la alfombra por décadas: raciales (Al calor de la noche, Jewison, 1968), sexuales (Perdidos en la noche, Schlesinger, 1969), mentales (Taxi Driver, Scorsese, 1976), criminales (Bonnie y Clyde, Penn, 1969). Para calibrar la dimensión de William Friedkin y sus diversas rupturas con el statu quo convendría pasar por alto la más evidente (El exorcista) para navegar en sus años previos, en especial sus adaptaciones teatrales de Harold Pinter (The Birthday Party, 1968) y Mart Crowley (Los chicos de la banda, 1970).
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