jueves, 3 de agosto de 2023

La curiosa historia del ‘Salvator Mundi’

El lector informado sabrá que durante 2023 el empresario Bernard Arnault ha estado entre las dos o tres personas más ricas del mundo. Su corporativo es dueño de marcas de lujo como Louis Vuitton, Christian Dior, Tiffany, Givenchy, Marc Jacobs, entre otras. Sus competidores, personajes como Elon Musk o Jeff Bezos, pertenecen al ramo de la tecnología y dirigen compañías como Tesla o Amazon. En Enriquecimiento. Una crítica de la mercancía (2017) los franceses Luc Boltanski (de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales) y Arnaud Esquerre (del Centro Nacional para la Investigación Científica) analizan las nuevas formas de producir valor. Una de sus principales tesis es el cambio en el paradigma productivo, particularmente el que busca generar más capital. Si antes, por poner un ejemplo, el modelo a seguir para el crecimiento del capitalismo fue el inaugurado por Henry Ford y la aparición del famoso Ford Modelo T en 1908 –que inició no sólo la época del auto sino la producción en masa– ahora entramos de lleno a los años en los que el enriquecimiento ya no se basa en el ingenio tecnológico o la aparición de nuevos productos en el mercado. El siglo XXI será recordado, entre otras cosas, por el auge de la especulación financiera, la desindustrialización global y –siguiendo los planteamientos de Boltanski y Esquerre– el valor extra que se le da a mercancías existentes dotándolas de una narrativa que genera ganancias desorbitadas gracias al creciente poder adquisitivo de la élite mundial.

Algunos mercados que han sufrido esta transformación son, además de los objetos de lujo que vende el corporativo de Arnault, el turismo, la gastronomía y el arte, particularmente el coleccionismo. Ante el fin o el agotamiento de la explotación tradicional de recursos humanos y naturales, el capital busca en la cultura un medio propicio para acelerar las ganancias. Uno de los casos que cumple con esta definición y que abarca, además, distintas problemáticas del capitalismo tardío es el Salvator Mundi, un óleo datado en torno a 1500 y atribuido –con mucha polémica de por medio– a Leonardo da Vinci. La historia de esta pintura ejemplifica, en cada una de sus etapas, no sólo el cambio de paradigma en el mercado de arte, sino elementos de geopolítica y, por supuesto, la plaga de nuestros tiempos: la posverdad.

El inicio de la historia del Salvator Mundi como fenómeno del mercado del arte inició cuando, en 2005, la obra fue comprada por menos de 10 mil dólares. Aún ignorantes de su potencial, los dueños la entregaron a la especialista y restauradora Dianne Dwyer Modestini, una autoridad en el estilo de Da Vinci. Durante el proceso descubrió rasgos en el personaje representado (un Cristo sosteniendo en la mano izquierda una esfera transparente y bendiciendo con la mano derecha, tema religioso conocido como “El salvador del mundo”) que, según su apreciación, eran una marca registrada del artista italiano: los rizos, la línea de los labios, el efecto cristalino en la esfera, entre otros. Sin embargo, a pesar del dictamen de la especialista, no se pudo garantizar la autoría del cuadro, sobre todo porque, en aquella época, los grandes creadores como Da Vinci eran propietarios de talleres en los cuales decenas de aprendices –algunos muy competentes– creaban obras que imitaban el estilo del maestro. Algunos, como está documentado, podían trabajar casi la totalidad del trabajo para que el dueño del taller añadiera los detalles finales y su firma. Era común este procedimiento, pues en la época de Da Vinci aún no existían los derechos de autor como los conocemos y la originalidad de una obra –con la figura del creador como marca registrada– era ambigua.

Después de la autentificación, no exenta de dudas, ocurrió una historia representativa de nuestros tiempos, una mezcla de especulación, fraude, propaganda y, por último, un conflicto entre Francia y el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammad bin Salmán. El Salvator Mundi fue, en primer lugar, tasado a un costo superior al original para que un traficante de arte lo vendiera a un millonario ruso. En la escala siguiente, el cuadro llegó a la casa de subastas Christie’s. La campaña de promoción contribuyó a crear un icono en el imaginario popular: se presentaba, ni más ni menos, un descubrimiento que no había ocurrido en siglos. La narrativa grandilocuente que faltaba –pues había muy poca información de los anteriores poseedores del cuadro– fue creada con anuncios espectaculares en los medios electrónicos en los que participaban figuras de la farándula como Leonardo Di Caprio. La gente agotó, primero, las entradas para contemplar la maravilla recobrada y, después, siguió la subasta que alcanzó la cantidad de 450 millones de dólares, convirtiendo al Salvator Mundi en la pieza de arte más cara de la historia. Después se supo que la obra estaba en manos del príncipe de Arabia Saudita y que había presionado al gobierno francés para que su adquisición fuera exhibida en el Museo de Louvre en la misma sala que la pintura más famosa de Da Vinci, La Gioconda. Al final el acuerdo no se concretó.

Además del problema de la autenticidad de la obra y de la campaña de legitimación que convirtió al Salvator Mundi en el último gran tesoro del arte occidental, es importante analizar el uso del arte como herramienta especulativa y, sobre todo, como arma cultural para las potencias petroleras de Medio Oriente. De hecho en 2017 se inauguró el Louvre Abu Dhabi, que pudo construirse gracias a convenios millonarios con el gobierno francés. Sin el poder industrial o militar de antaño, ahora puesto en jaque en una realidad multipolar que enfrenta a Estados Unidos con naciones emergentes como Rusia, China, India, entre otras, Europa explota su cultura como último recurso para enriquecer a sus élites y, sobre todo, conservar su legitimidad en tiempos de amenazas a la antigua jerarquía global. Por esta razón el Salvator Mundi no llegó al Louvre “original”, al menos en las condiciones que querían los millonarios árabes, personajes que, de facto, funcionan como altos ejecutivos de corporaciones privadas impulsadas por el petróleo.

Las obras de arte siempre han estado expuestas al robo y, por supuesto, la falsificación. Lo que ocurre ahora es que el engaño no tiene que estar siempre en las sombras. A través de la legitimidad que otorga la mercadotecnia una obra puede quedar libre de casi cualquier mancha. En su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin afirma que la técnica despoja a la creación de cualquier vínculo con la tradición. En el caso del Salvator Mundi se erosiona la tradición –gracias a la puesta en duda de un creador único– con tal de crear una ilusión de realidad, pues estamos inmersos en reproducciones que tienden a desvalorizarse, pues su fabricación es casi instantánea. Se saquea la historia para ofrecer productos que aceleran la acumulación del capital aunque, al final de este proceso, los museos terminen repletos de obras falsas.

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