Tlaxcala se ha vuelto, en esta era de memes y humor involuntario, un tema recurrente cuando alguien quiere hacerse el gracioso: que si no existe, que si fue todo un acontecimiento la inauguración de unas escaleras eléctricas, más lo que se acumule. En realidad, los poblanos deberíamos salir en defensa de nuestros vecinos por dos razones: Puebla también es favorito en el ranking del “hate” nacional y alguna vez no hubo fronteras entre ambos estados. En un mundo ideal deberíamos unirnos y gobernar con mano dura el Altiplano.
Tlaxcala, a pesar de todas las burlas, tiene un arma secreta: un reino. No es un lugar imaginario sino una marca que es continuación de los llamados “pueblos mágicos”. Si estos lugares explotan el folclor mexicano para captar una buena tajada de los millones de turistas que visitan el país todos los años, ahora la visión emprendedora de los empresarios nacionales trae al público conocedor un pedazo de Europa para deleite de los que quieren una experiencia de primer mundo sin salir del país y, de paso, comprobar que Tlaxcala sí existe, aunque en una versión ligeramente aspiracional y un poco alejada del nacionalismo que nos han inculcado desde la escuela. De esta manera se fundó el primer reino de México, Val’Quirico, inspirado en la siempre idílica Toscana italiana, escenografía ideal de varias películas románticas hollywoodenses en las cuales hombres y mujeres con buenas cuentas bancarias viajan al Viejo Continente para encontrarse a sí mismos.
Los pueblos se legitiman a través de leyendas y mitologías. Si nuestros ancestros fundaron la capital del país a través de la profecía del águila devorando la serpiente, el mito empresarial de Val’Quirico ocurre cuando un emprendedor mira unas hectáreas vacías o poco productivas y decide ir tras el sueño inmobiliario. De esta manera, Adolfo Blanca fundó en 2014 la Toscana tlaxcalteca. El evento se llevó a cabo, irónicamente, un 15 de septiembre. Tal vez en el transcurso de esa noche patria, al calor de los tequilas y aguijoneados los sentidos por las especias del pozole, los asistentes pensaron que las banderitas mexicanas eran italianas, que hemos ganado cuatro mundiales de futbol y que los excesos de Luciano Pavarotti con la pasta eran extrañamente similares a los de José José con el alcohol. Al inicio, según cuenta el fundador, tuvo que invitar a sus amigos para que comieran gratis en los restaurantes y la gente percibiera que el lugar tenía el potencial para estar de moda, pues la población acaudalada de la región es la que dicta adónde hay que ir.
Si el centro comercial moderno –sustituto de la plaza pública que creó el capitalismo del siglo XX– trata de imitar una ciudad con todos sus servicios, el primer reino de México es un centro comercial con inquilinos de alta gama incluidos –“comunidad”, le gusta decir a su creador– disfrazado de pueblito mediterráneo. Mientras uno se interna en sus callejuelas tiene la sensación de estar en la película The Truman Show, en la que un hombre vive en un lugar artificial, controlado hasta el último centímetro para que crea, en todo momento, que está viviendo una experiencia “real”. Por esta razón Adolfo Blanca se enorgullece del estricto reglamento que debe cumplir el habitante del reino para no echar abajo la fantasía.
Imagine, curioso lector, que a un valquiriano se le ocurra poner, en el balcón medieval de su casa, una bandera del América para festejar el triunfo de su equipo. Como en el cuento de Cenicienta, el entero desarrollo inmobiliario, orgullo de Tlaxcala, se convertiría en calabaza y los bellos habitantes en vulgares ratones mexicanos. A pesar del celo histórico con el que los valquirianos protegen sus bienes arquitectónicos de 10 años de antigüedad, hay pequeñas inconsistencias que, quizá, generen alguna duda a algún visitante al reino o, acaso, un déjà vu del mundo que intenta dejar atrás, pues lo mismo puede encontrar un restaurante de comida argentina o uno de comida española, lugares un poco lejanos a la Toscana que se intenta clonar. Lo único excluido, por supuesto, es la comida mexicana. Para eso está Tlaxcala.
Val’Quirico rompe con el modelo de turismo tradicional. Nos quejamos de que muchas ciudades del país son asediadas por la gentrificación para solaz del visitante que quiere relajarse en México sin México y los mexicanos. El primer reino de nuestro país no tiene que lidiar con ese señalamiento, pues gentrificó una hacienda abandonada –Santa Águeda– que no prosperó por la falta de poder visionario de sus antiguos dueños. No hay ambulantes ni la polémica música de banda. Parecería que, cuando la gentrificación no tiene nada de qué alimentarse, sólo le queda asentar sus reales, enraizarse en su utopía y vender sus bondades para quien pueda comprarlas.
El experimento ha tenido tanto éxito que Val’Quirico, como todo reino de hadas predestinado a la buena fortuna, ha creado su propia leyenda. Según su fundador no sólo es visitado por miles de personas de la zona centro del país sino también del norte y del extranjero. Incluso, menciona, los valquiricofans de muy lejos llegan directamente al aeropuerto de Puebla –Tlaxcala no tiene aeropuerto– y, desde ahí, se transportan sin escalas al paradisiaco enclave medieval de lujo. Quizá la única experiencia mexicana que tenga un visitante extranjero sea la vista de los puestos de comida a lo largo del estrecho camino que conduce a su destino.
Imagino a la gente del futuro, en una distopía en la que los archivos históricos hayan desaparecido con gran parte de la cultura nacional. En un año muy lejano un guía de turistas llegará a las ruinas de Val’Quirico, les mostrará a los asombrados visitantes la placa de fundación –año 2014 d.C.– y procederá a enseñarles los restos del lugar para que conozcan cómo vivían los auténticos mexicanos.
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