Hacia el final de su discurso por el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2021, Diamela Eltit arroja un planteamiento útil como punto de partida: hay un adentro y un afuera de la letra. En el adentro, dice ella, hay procesos de escritura diversos, sensatos o insensatos, que marcan y demarcan un hacer; en el afuera, imposible de ignorar, hay un campo social de recepción y difusión literaria que está escindido, un espacio binario que distingue entre hombres y mujeres, con claro demérito histórico de estas últimas. O peor aún, donde hay una literatura de mujeres y otra, “la única, la importante, [que] no necesita acotación alguna”. Para ella, la apuesta está en pensar en “un horizonte en construcción” que lleve a “desbiologizar completamente la letra”, un espacio donde “lo importante es la práctica audaz, sorprendente, transgresora” de la literatura, con filiación “no en biologías, sino en poéticas”, mediante una diseminación “parecida al poderoso movimiento de los géneros [literarios], que mutan, se funden, se confunden, emergen”.
Desde luego, en ese afuera del presente, dado el demérito arrastrado desde hace siglos, defiende su razón de ser aquella etiqueta genérica (y de varias otras índoles), a manera de énfasis momentáneo dentro de ese horizonte en curso –dicho esto sin ignorar que el mercado, como también ha señalado Eltit, acude rápida y astutamente a gestionarla y capitalizarla (¿quieren literatura de mujeres?, perfecto, aquí se las venimos manejando). Pero podemos o debemos ir más allá, no sólo porque el problema, evidentemente, desborda lo binario, sino porque aun considerando la multiplicidad del afuera, la reflexión sobre el adentro y sus tensiones diversas a menudo quedan abandonadas, cuando no soslayadas con soberana ignorancia.
Podríamos empezar de nuevo, entonces, pensando ahora en la escritura andrógina que Virginia Woolf proponía hace casi un siglo como corolario de Un cuarto propio (iniciado como serie de conferencias de escritura para mujeres, su ensayo devino lectura clásica del feminismo y hoy conserva, en esa clave andrógina –cumplida, para ella, en un autor como Proust–, una propuesta rebelde a todo estancamiento de géneros, desconcertante o inconcebible para una lectura que se detiene en la consigna), pero sobre todo en algo necesariamente más allá de lo humano. Resulta demasiado poco pensarlo sólo en términos humanos. Quiero decir: por lo menos en este punto acaba siendo igual de limitante, convencional y superficial el todos, todas, todes, todxs, tod@s, siempre que la creación se considere apenas en términos humanos.
Resulta demasiado poco pensarlo sólo en términos humanos. Quiero decir: por lo menos en este punto acaba siendo igual de limitante, convencional y superficial el todos, todas, todes, todxs, tod@s.
Pensemos entonces, por ejemplo, en María Sabina. Tras un sutil martilleo anafórico en primera persona, que sólo una lectura distraída podría confundir con narcisismo (soy la mujer aerolito, soy la mujer constelación huarache, soy la mujer brisa…), cuando lo que hay es la multitud visionaria del agente vocal –con correspondencias asombrosas con la “Canción de Amergin” de los celtas precristianos, “La batalla de los árboles” del poeta galés Taliesin del siglo VI y algunos pasajes de Michaux–, la chamana mazateca o su voz, que viene “recorriendo los lugares desde su origen”, lanza un reenvío: “Pues allí estoy hablando, dice / Con mi lengua y con mi boca, dice / Porque allí lo estoy poniendo, dice /… / Soy la mujer San Pedro, dice / Soy la mujer San Pedro, dice / Soy la mujer Ustandí, dice / Soy la mujer aerolito, dice / Es padre, dice / Es santo, dice / Es santa, dice”, que en dos palabras es radical y fascinante, ya que quien asiste al habla ahora, quien dice –de acuerdo con su traductor, el ingeniero mazateco Álvaro Estrada– es el hongo. Es-santo-es-santa-dice, ya en una apertura máxima de enunciación vegetal, de espejeo enunciativo al interior del lenguaje. Hay una rebiologización de la palabra, pero ya en una frecuencia muy distinta.
Otro caso lo tenemos en el Völuspá (decir de la vidente o sibila), inicio de la Edda poética y fuente principal de la mitología nórdica, en el que al principio se sabe que quien pide la palabra es la sibila para interpelar tanto a la descendencia santa de Heimdall como a Odín, el Padre de Cadáveres, pero luego todo se va oscureciendo con la aparición de un “ella” (ella recuerda la guerra…), donde ya no se sabe si la vidente habla de sí misma en tercera persona o si ha aparecido un nuevo personaje hablando de ella, con una nueva interpelación que sólo enrarece aún más el discurso: “¿lo sabes mejor o qué?”. Ya no sabemos quién habla o qué, quién o qué interpela a quién o a qué.
Los ejemplos pueden continuar, pero pensemos, por último, en el Canto del Castaño, presentado en la amazonia brasileña por el chamán araweté Kãñïpaye-ro, y que Eduardo Viveiros de Castro emplea para ilustrar la complejidad enunciativa-citacional de los cantos chamánicos de ese pueblo. El canto apunta a un solo vocal de vocabulario sencillo, pero que lingüísticamente es “un diálogo o una polifonía”, “canción de canciones”, “cita de citas”, donde diversos personajes acuden de distintas maneras, creando una maraña que dificulta saber quién canta –el chamán, su hija muerta a los dos años de edad, los maí (dioses), el “padre” muerto o “espiritual” de la niña, el chamán declarándose muerto mediante la voz de su hija, los dioses en la voz de la niña, etcétera. Es en ese enmarañado donde sucede la voz de un “cuerpo resquebrajado”, por usar una expresión del artista Ko Murobushi.
Si para Beckett era necesario “horadar agujeros” en el lenguaje para ver u oír “lo que se oculta detrás”, habría un momento agujereado en el que ya no se sabe si quien habla es hombre, mujer, piedra, estrella, planta o animal.
Es eso lo que hay. Una voz no supeditada a una cabeza; una voz de voces en devenir, en la intrincada y remota enunciación de lo que se gesta. Si para Beckett era necesario “horadar agujeros” en el lenguaje para ver u oír “lo que se oculta detrás”, habría un momento agujereado en el que ya no se sabe si quien habla es hombre, mujer, piedra, estrella, planta o animal. Esto es, no importa si hay un agente identificable, porque quien habla es lo que habla. O como advierte Oscar del Barco: “Heidegger dice: ‘El habla habla’, y es cierto; pero si cortamos allí la frase la despojamos de su esencia, pues a mi juicio la frase completa debe ser: el habla habla cuando lo que habla en el habla habla. En realidad el habla como tal no habla: ¿con quién podría hablar el habla? No hay habla, o el habla es un infinito silencio afirmándose. No hay quien hable en el habla. Nadie habla a nadie. Nadie habla, ni el habla habla, pero hay habla, o simplemente hay, el solo hay”. Y ahí tal vez se cifre lo que la crítica no ha logrado desentrañar en la profecía de la vidente: no hay quien hable en el habla. Es el murmullo de la poesía apuntando a su nacimiento en un más del más donde todo lo dicho desfallece y a cambio intuye su apertura.
El sujeto se constituye en el habla, dice a la vez Del Barco en aparente contradicción. Pero no es un sujeto dado, prestablecido, sino un arco de enunciación donde hay ahora un adentro que pugna por un afuera, que gesta o supura un afuera (no dado) del lenguaje: “Yo soy Apis. Soy un egipcio, un indio piel-roja, un negro, un chino, un japonés, un extranjero, un desconocido, yo soy un pájaro del mar y el que sobrevuela en tierra firme, soy un árbol de Tolstói con sus raíces”, dice el bailarín Nijinsky en su diario alucinado, esta vez agujereando ese simple punto de equilibrio que es el yo, para entrar en una condición de extranjería y desconocimiento, una arborización del ave o de la voz con sus raíces entramadas en el humus del mundo. No yo: una voz venida de otra parte, como quería Blanchot. En el tembladeral del mundo donde no yo sino ya acontece (pues qué yo –como se pregunta Gadamer– puede decir yo tiemblo, si lo que está en crisis es la propia enunciación), la desembocadura de Dante: artista es aquel que tiene el hábito (la técnica) del arte, pero cuya mano tiembla. Y aquí no cabe la objeción de la captura poética formulada desde las políticas identitarias en torno a la reivindicación urgente de un lugar, pues de lo que se habla es de otra cosa. Madame Satã –el negro, el homosexual, el marginado, el criminal, el travestido, el artista: en el meandro de lo que habla, que incluye la trama más íntima de la vida, acontece una potencia. ¿Qué pulsión, qué tensión puede surgir desde los fondos diversos? Ésa es la intriga y lo que a menudo queda de lado, incluso al abordar al grandísimo Madame.
Con demasiada frecuencia el presente artístico, conforme apenas con una agenda social y política de reivindicación de la diversidad, cierra el espacio para un fondo poético de lo diverso y, en el peor de los casos, copta todo acto crítico (que a nadie se le ocurra cuestionar un libro de poesía gay, indígena, afroamericana, etcétera), confundiendo militancia política con poética. Con ello se cancela toda posibilidad de un desplazamiento no limitado al encierro de un sujeto o identidad dados; de “una hiancia”, según Foucault, “que durante mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto”. Hay una sujeción de la poética a un interés determinado. Así, como advierte Paulo Leminski, quien busca que la poesía sirva para algo, para alguna determinada bandera (no importa cuán legítima sea), no ama la poesía, ama esa otra cosa a la cual quiere que sirva la poesía: “No digo que la poesía no pueda brotar de lo político o social más explícito. Puede. Y hasta diría que debe, en un país como este [Brasil]. Pero que salte al modo específico de la poesía, en el ser del lenguaje” –en el entendido obvio de que no se trata de lanzar una consigna en una especie de adorno o empleo “eficaz” de lo literario, pues es precisamente lo literario lo que ha de ser socavado o agujereado en primerísima instancia, en ese movimiento centrífugo y centrípeto de lo poético.
Con demasiada frecuencia el presente artístico, conforme apenas con una agenda social y política de reivindicación de la diversidad, cierra el espacio para un fondo poético de lo diverso y, en el peor de los casos, copta todo acto crítico, confundiendo militancia política con poética.
Tras señalar que “hay poca innovación para tanta reivindicación” de voces históricamente excluidas y que hay una especie de marca de “verdad” por pertenecer a determinados segmentos sociales, además de “una negativa a una pertenencia más general, incluso diría cósmica, y a una discusión estética sobre poesía”, el poeta Ricardo Aleixo se desmarca a la vez de los críticos del identitarismo y advierte: “En mi obra no hay reivindicación alguna de identidad, porque yo ya fui definido previamente, al margen de si yo quiero ser negro o no; es así como me ve la policía, el mesero, el cajero del banco, el sistema literario. Lidiar con el concepto de identidad para mí es volverlo problemático, caminar con él como yo quiera y luchar para no ser leído a partir de ese concepto que no sirve para nada, porque lo que me interesa es la contestación de la sociedad brasileña en sus fundamentos humanos; es en la forma en que esta se organiza donde está lo perverso”. En ese caso específico, tenemos tanto el énfasis en una pertenencia cósmica, o una aspiración cósmica, como la problematización de una identidad asignada o programada. En ese cruce podemos leer su célebre capa-poema “Meu negro”, que va en la estela del “Manto da Apresentação” de Bispo do Rosário, los parangolés de Hélio Oiticica, la chaqueta de Agnès Richter y mucho más, siempre más.
En “La literatura y la vida” Gilles Deleuze dejó tal vez el componente más osado, fecundo e incómodo del problema: escribir no es imponer una forma (de expresión) a una manera vivida; la literatura se decanta más bien hacia lo informe o inacabado, es un asunto de devenir que desborda toda materia vivible o vivida, es un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido: se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible. Son devenires eslabonados unos con otros según una sucesión particular, o bien que coexisten a todos los niveles, de acuerdo con compuertas, umbrales y zonas que componen el universo entero, con una salvedad: “el devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir?”.
Hasta ahí, tal vez, todo mundo coincidiría, pero lo más incómodo y lúcido viene enseguida: “incluso cuando es una mujer la que deviene, esta posee un devenir-mujer, que nada tiene que ver con un estado que esta podría reivindicar”, en tanto devenir no es alcanzar una forma, sino hallar “una zona de vecindad, de indiscernibilidad o indiferenciación tal que no quepa distinguirse de una mujer, un animal o una molécula”. La literatura, continúa, “sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo”, la “potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada”, donde los personajes, por ejemplo, ni generales ni imprecisos, son arrastrados a un indefinido en tanto devenir demasiado poderoso para ellos que es visión. La literatura como paso de Vida por lo vivible y lo vivido es un tránsito de visión. Es eso lo que se ha logrado en diversos momentos de la historia y lo que siempre está pendiente, en esa tradición de lo desconocido, pulsando como una estrella. O como lo sintetizó Leminski en una carta: una célula, una sílaba, una ameba, una konstellazion, una galaxia.
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