“En el cine la tragedia es un plano general (long shot); la comedia, un primer plano (close up)”. La frase, recurrente en cualquier escuela de cine, suele atribuirse a Buster Keaton, aunque nunca se cite una fuente concreta. Incluso si es apócrifa, sigue siendo precisa. Keaton, primer héroe trágico del cine mundial, fue también el primer pensador en intuir que el estoicismo clásico y la comedia visual podían ser dos caras de la misma luna. El truco está en nunca decidir cuál es el lado oscuro y cuál el luminoso.
Keaton, como Zenón el estoico, no se mantiene inexpresivo frente al dolor, la alegría, el miedo o el placer porque le sean indiferentes. No está alienado ni muerto por dentro: el cinismo es otra cosa. Está siendo en el mundo e intentando hacer lo correcto en silencio, mientras ese mismo mundo se empeña en expulsarlo tirándole casas o trenes encima, lanzándolo a precipicios o de carros en movimiento. Sabemos que al final se saldrá con la suya, con la camisa bien puesta y la chica tomando su mano, sin haber movido un solo músculo facial. Uno de los grandes misterios del cine es que, un siglo después, esa pasividad resignada pero terca sigue conmoviendo a los más cínicos.
El Monsieur Hulot de Jacques Tati fue el primer heredero a la altura de esa tradición. Después están los personajes de cera de Roy Andersson o los alter egos palestinos e impávidos de Elia Suleiman. Son todos paisanos de Keaton y su ternura inexpresiva, nowhere men que se saben diminutos frente al absurdo que los rodea; por eso se dedican a observarlo. Junto a ellos, la galería de obreros fatigados, cuarentones marchitos y parias que habitan el cine de Aki Kaurismäki –incluyendo, por supuesto, a los perritos– constituye uno de los grupos más entrañables de ese linaje. En el panorama actual parece imposible hacer comedia social sin que desemboque en el cinismo o que no proceda de la rabia o el desencanto –piénsese en el fervor hacia Parásitos (2019) o El triángulo de la tristeza (2022) como contrapunto–, pero Kaurismäki persiste como el último cineasta europeo capaz de conciliar humanismo y comedia negra sin abusar de demagogias o retóricas moralistas.
A contrapelo de la crueldad, en Hojas de otoño (2023), vigésimo largometraje del finlandés y primero desde que anunciara su retiro en 2017, florece una de las hierbas más raras de encontrar en nuestros días: el optimismo sensato, una esperanza más lúcida que ingenua. La misma ternura melancólica que irradiaban El Havre (2011) y Al otro lado de la esperanza (2017) encuentran ahora un punto de equilibrio inaudito, entre el humor absurdo y las tragedias de Douglas Sirk, que podría llamarse marxista aunque nadie sabría si a causa de Karl o de Groucho.
Sus protagonistas, Ansa (Alma Pöysti) y Holappa (Jussi Vatanen) son dos solitarios que rebotan entre empleos eventuales que no ofrecen ninguna estabilidad más allá de la siguiente quincena. Son despedidos constantemente por causas absurdas. Él es alcohólico y habla poco incluso con su único amigo, un cincuentón de ojo alegre en perpetua negación de su edad. Ella ha pasado tanto tiempo sola que, cuando al fin tiene una cita, tiene que ir a comprar otro plato. Una noche se miran sin hablarse, en un karaoke de cuarta donde un borracho canta a Schubert. El lugar evoca más a un sótano clandestino de la URSS que a la Escandinavia del supremo bienestar. Ansa y Holappa se miran sin palabras ni expresiones. Después hablan sin decir sus nombres. Después se citan en un cine y al salir, frente a un cartel viejo de Breve encuentro (1945) –ave de mal agüero–, se despiden con la promesa de volver a encontrarse. Pero una cadena de tragedias rocambolescas insiste en impedir la reunión. En el fondo las noticias sobre la vecina Rusia y su invasión a Ucrania se repiten como presagios ominosos: ¿es posible el amor entre dos adultos descastados y marchitos cuando el mundo que habitan se empeña en el odio? La respuesta de Kaurismäki, resuelta con dos giros de tuerca en los minutos finales, es producto de un artista cuya sabiduría narrativa se fermentó por casi medio siglo para alcanzar esta película sabia, humilde y universal.
Esa tonalidad, curiosamente otoñal y vitalista al mismo tiempo, es una sorpresa cálida para el propio Kaurismäki, un socialista de vieja cepa a quien no suele asociarse con la ligereza de espíritu o la comedia romántica, pero cuyo rango tonal es tan amplio que va desde adaptaciones tenebristas de Dostoievski (Crimen y castigo, 1983), de Jules Verne con música de Badalamenti (Contraté a un asesino a suelo, 1990) o a extravagancias de desparpajo inolvidable como Los vaqueros de Leningrado van a América (1989).
En medio de ello, su célebre Trilogía del Proletariado (Sombras en el paraíso, 1986; Ariel, 1988; La joven de la fábrica de cerillas, 1990) destaca, desde el título, como un tríptico obrero protagonizado por estoicos silenciosos que sin haber visto a Keaton ni haber leído a Rosa Luxemburgo los entienden profundamente. Hojas de otoño fue presentada en el pasado Festival de Cannes (en donde recibió el Premio del Jurado) como el cuarto relato de ese conjunto. Aunque su ethos no podría estar más lejos del trío anterior, tiene una coherencia humanista irreprochable, sobre todo para un artista que recién afirmó que sus películas eran más luminosas conforme él se volvía más pesimista.
Hojas de otoño toma prestado el título de ese viejo standard de jazz, “Autumn Leaves”, que a su vez parece evocarla en la letra: “In a crooked little town / They were lost and never found”. El rigor autoral y estilístico de Aki Kaurismäki, tan reconocible como inimitable, no se entienden sin su melomanía –su virtuoso uso de la banda sonora sigue imbatible– o sin el fotógrafo de toda su filmografía, Timo Salminen. En esta, su vigésima película juntos, el viejo adagio sobre la tragedia en long shot y la comedia en close up encuentra a sus mejores estudiantes. Hojas de otoño, en toda su discreta inmensidad, no podría cambiar el mundo ni detener guerra alguna pero lograría algo más difícil: haría sonreír a Buster Keaton.
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