La cofradía de los que conocen todas las gamas del espectro sonoro la tiene clara: se trata de validarse y proyectarse mediante nombres y registros poco concurridos, especialmente si el nicho es ceñido. A los coleccionistas y los insufribles melómanos engafados les gusta partir el queso con las próximas Karen Dalton, la Sibylle Baier local, los Daniel Johnstons del último lustro o los Nick Drake de Pantitlán. El name dropping os hará distintos a los demás. No obstante, cuando el río suena…
Más allá de malas lecturas y excesivos abrazos mediáticos al mito (Sixto Rodríguez) o de la reincidencia infructífera (Oksana Linde, Anna Homler) existen nombres fuera de serie que son eso que se dice hasta la náusea, y un poco más, especialmente en el ámbito de las reediciones, las compilaciones y los oportunismos. De esos estuarios musicales, que oscilan entre la música culta y el pop, la figura del estadounidense Arthur Russell ha salido más o menos bien librada, ya sea por su contundencia o por el cariz accesible de su obra, una música que siempre impone el soliloquio diáfano y emocional sin ser demasiado cursi, grandilocuente o impostada.
Arthur Russell (1951-1992) se presenta como un prolífico mito tras la publicación temprana de su segundo opus, a un año de distancia de su fallecimiento a consecuencia del sida. Tres décadas han pasado desde entonces, pero el programa de rescate discográfico se ha intensificado de forma notable de 2017 a la fecha: reediciones, homenajes, ediciones en vivo, reversiones, pero sobre todo un abundante material inédito dosificado con cuentagotas. El último de ellos, Picture of Bunny Rabbit (2023), recopilado por Steve Knuston (fundador de Audika Records y principal archivista de la obra de Russell) parece dividir por primera vez a los fans.
Mientras algunos adeptos a la obra del chelista dicen que la reciente compilación revela al músico en su mejor momento, ahí donde la voz y el instrumento se articulan con el alma, para otros el disco no es sino una golosina irregular de proyectos a medio gas, que parece querer hacer sangrar, una vez más, la nostalgia de los recién llegados a la obra del de Iowa. A estas alturas Arthur Russell ya es reconocido como una figura importante de la Nueva York decadente de la segunda mitad de los setenta, donde la música disco, la poesía, el teatro y la danza se dejaban querer junto a experimentaciones pop, beats trasnochados y elegantes no waves con trajes de tres dólares.
Si con el lanzamiento del compilado Love is Overtaking Me (2008) constatamos que la vida difícil e incomprendida de Arthur Russell caminó también, en sentido franco, por canciones íntimas, folk sensible y rancherito, en obras recientes como Iowa Dream (2019) percibimos eso que los detractores de los lados B llaman “las servilletas”: reiteraciones, proyectos inacabados, intimidades escondidas, todo en pos de que la gente conozca la magnitud de Russell. O de que abran su cartera en uno de los momentos de mayor mercantilización del pasado cultural.
Como si pudiéramos asir la figura del fantasma editando más y más hasta la náusea, los ensayos de propios y extraños, el libro y el documental que se meten hasta la cocina y, especialmente, la puerta abierta a los archivos del compositor norteamericano comienzan a edificar una suerte de “falso recuerdo”, construido en su mayoría desde la imaginería post mortem. ¿Cuánto material rescatado del baúl y escondido en los archivos estaba terminado o en fila para ser publicado según los criterios del autor de World of Echo (1986)?
La obra de Arthur Russell se acerca a la veintena de registros oficiales, sin contar sencillos, remixes o la maravillosa faceta abstract disco bajo el nombre de Dinosaur L. Más de la mitad de ese trabajo echa mano de los mismos clásicos, mientras que el resto puja por curar de forma más bien aventada todo lo que se encuentra. Las últimas dos compilaciones nos dicen que al archivo aún le queda qué rascarle, y 2024 nos traerá una fotobiografía y más cosas “que se han venido encontrando”. El músico de sensibilidad artística excepcional va dejando su lugar a un héroe hipster.
Más allá de los precios obscenos de las ediciones coleccionables, la posibilidad de escuchar la obra de Arthur Russell y conectar con ella en distintos niveles es un zaguán sin candado, abandonado y a la espera. Su música puede resultar íntima y accesible, pero surge de una inteligencia y una sensibilidad genuinas, honestas incluso en sus hipérboles. El sentido crítico nos dice una obviedad: en medio del ruido hay ocasiones en las que podemos escuchar la voz de Russell diciéndonos que una cosa son los discos y otra la música. Y algo importante: ¡así caminamos en la Luna!
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