Un hombre solo de mediana edad, entre cuarenta y cincuenta años, observa en medio de un espacio grande y vacío. El cielo sobre su cabeza, un horizonte vasto frente a él. De pronto se mueve, siempre en silencio. Se desplaza casi invisible, porque es lo que hace cada día desde hace muchos días, desde que él no era él sino otro, uno que se creía feliz y pleno, hasta que un día pasó algo que lo convenció de disolverse en la nada sin palabras ni explicaciones y dejar atrás todo, menos a sí mismo y su silencio. Hay varias formas de decirlo: que era un ángel con alas blancas antes de renunciar a la inmortalidad, o que alguna vez tuvo una familia –la familia perfecta del Midwest americano, esposa e hijo rubios, una vida completa–, o que otrora fue un empresario próspero que terminó limpiando baños públicos porque así lo decidió.
Cuando encontramos a este hombre podemos saber por su mirada que en su silencio habitan multitudes: un pasado cargado de penas sin tiempo, recuerdos que se alejan y algún remordimiento pendiente que lo sigue como sombra. Dentro de esa soledad el hombre sin nombre –un nowhere man ambulante sin caballo ni armónica– construyó algo parecido a la paz. El mismo día se repite una y otra vez en torno suyo, sin palabras, con pocos gestos. Pero él sabe que en cualquier vida, desde la de las plantas hasta la suya, el cambio es lo único perpetuo y algún día esa tranquilidad ermitaña va a disolverse, cuando el pasado vuelva por él o alguna persona irrumpa en su ermita para sacudirlo.
Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) ha contado la historia de este hombre y su redención en tres películas, países y lenguas distintas: en las planicies fronterizas del sur estadounidense –París, Texas, 1984–, en los años finales de la Berlín dividida –Las alas del deseo, 1987– y en el quinésico y sobrepoblado Tokio del siglo XXI –Días perfectos, 2023. Detrás de su coraza de silencio el hombre protege una sensibilidad lastimada que le hace percibir y entender el mundo a través de sus detalles y susurros. El hombre en cuestión puede ser un ángel que escucha los pensamientos del mundo como un flujo perpetuo, un trabajador de limpieza sanitaria –otra forma de ser invisible en las metrópolis– o un nómada sin techo ni nombre, empolvado y arisco, que va a pie por los caminos del desierto.
El hombre –da lo mismo si se llama Damiel, Travis o Hirayama, qué idioma habla o si no habla nunca– se mueve como un migrante perpetuo, fascinado al observar en silencio todo lo que le rodea. Los niños, que comparten su capacidad de asombro, son quienes mejor le entienden. Solo ellos podrían ver a un ángel en las alturas o a un trabajador de limpieza sin prejuicios. Si el niño en cuestión fuera un hijo abandonado años atrás, algún rechazo habría al inicio, pero al final se entenderían. En cualquier caso, este hombre solitario, disociado, sabe ver el mundo como lo ven los niños: como una mezcla de descubrimiento infinito y amenazas constantes.
Este hombre –homus wenders– existe fuera del tiempo que lo circunda, a una velocidad distinta, como un ángel que se vuelve humano para entender qué es un minuto o un nómada que se pierde en el desierto y cuando vuelve no sabe si pasaron tres meses o cuatro años. Wenders, de alguna forma, ha sido ese mismo extranjero en cualquier punto de su filmografía; ha sido un observador foráneo de ciudades y culturas cuya identidad termina por absorber y transformar: La Habana (Buena Vista Social Club, 1998), Portugal (Historia de Lisboa, 1994) o Australia (Hasta el fin del mundo, 1991), entre un largo etcétera. En las tres películas que nos ocupan es evidente que sus personajes, historias y espacios físicos surgen de la misma necesidad, como si las ciudades mismas –Berlín, Texas, Tokio– encarnaran en ellos. Ni el ángel Damiel (Bruno Ganz) ni el errante Travis (Harry Dean Stanton) existirían en otro espacio, clima o paisaje. Es como si hubieran brotado de la tierra misma.
Como en Tokio-Ga (1985), el primero de sus tres largometrajes dedicados a Japón –el tercero es Notebook on Cities and Clothes (1989)–, no hay nada que quede al azar cuando se trata de tributarle ofrendas a Yasujiro Ozu. La más evidente es que el protagonista de Días perfectos, Hirayama-san, comparte apellido con las familias que protagonizan Cuentos de Tokio (1953) y El sabor del sake (1963); por otra parte, la fotografía de Franz Lustig –en su quinta colaboración con Wenders– trabaja con la proporción de encuadre (1.37:1) y los métodos de luz natural empleados por Ozu en sus 54 películas.
Aunque Días perfectos fue grabada en formatos digitales, con lentes esféricos y sin usar celuloide, la comprensión que Lustig y Wenders tienen de la luz japonesa, tal como la entendía Ozu, va más allá de la técnica o los formatos físicos. Que la mayor parte de su primera mitad se desarrolle en inodoros públicos y parques apacibles rodeados de árboles no es gratuito; las raíces culturales de esa decisión pueden intuirse en un fragmento del célebre Elogio de la sombra (1933) de Tanizaki:
Cada vez que me muestran un baño viejo, poco iluminado y, yo añadiría, impecablemente limpio en Nara o Kioto, quedo impresionado con las virtudes singulares de la arquitectura japonesa. Puede que el salón tenga su encanto, pero el baño japonés es verdaderamente un lugar de reposo espiritual. […] El novelista Natsume Soseki consideraba que sus viajes matutinos al baño eran un gran placer, “un deleite psicológico”, lo llamó. Y seguramente no podría haber mejor lugar para saborear este placer que un baño japonés donde, rodeado de tranquilas paredes y madera de finas vetas, se contemplan cielos azules y hojas verdes.
Los japoneses llaman komorebi a la luz que pasa por los árboles y las sombras cambiantes que provocan, un motivo visual recurrente en la película, y Komorebi era también el título original del guión, que cambió a Perfect Days a causa de la canción de Lou Reed que Hirayama escucha para relajarse y, quizá, para favorecer su distribución en mercados occidentales. Así, Wenders parece haber usado la filosofía visual de Ozu, Soseki y Tanizaki para “aprender a ver” el entorno tokiota de la mano –o con los ojos– de quienes lo vieron antes, de forma similar al proceso que siguió con Rubby Müller para la fotografía de París, Texas a partir de la iconografía de Edward Hopper o para Las alas del deseo a partir de los fotógrafos alemanes de posguerra.
Días perfectos se parece a París, Texas en el camino narrativo que elige: una punta de iceberg cuya inmensa masa de hielo bajo el agua apenas puede ser intuida por la audiencia. En la versión final del guión de París, Texas firmada por Wenders y Sam Shepard en septiembre de 1983, se cuenta con detalles escabrosos lo que pasó en la relación de Travis y Jane (Nastassja Kinski) antes de su huida, algo que el espectador nunca llega a ver en pantalla. De la misma forma, para el guion de Días perfectos, coescrito por Wenders y el novelista Takuma Takasaki, exisitió una historia detallada del pasado de Hirayama como comerciante exitoso y su renuncia al éxito financiero, algo que queda oculto por completo en pantalla pero que sirvió a Koji Yakuso para construir un personaje que desborda humanidad y verismo.
Relatos de redención, incomunicación y renacimiento, las tres forman un arco involuntario que brota de la melancolía para desembocar en alguna forma de esperanza. La comunicación y el aislamiento afectivo están en su centro, pero desde las planicies áridas de París, Texas hasta las plantas que cuida con afecto el señor Hirayami hay una emocionante defensa y descubrimiento del humanismo contemporáneo. En una de las alegorías más dolorosas del cine de su tiempo, Travis y Jane solo consiguen sanar su herida mutua en una cabina erótica con vidrio polarizado, que permite ver solo de un lado mientras la otra persona se refleja a sí misma. En otra ciudad y otro tiempo, el ángel Damiel aprende que para comunicarse con los demás y confesar su amor por la trapecista el precio a pagar es la mortalidad en carne propia.
En Días perfectos Hirayama-san vuelve a hablar para comunicarse con su sobrina, pero su salida de la caverna es más liberadora que dolorosa, y lo conduce a una serenidad que estalla en alegría, en un solo plano final, para devolverlo después a la calma de sus días. Mono No Aware es una idea nipona de difícil traducción que describe la melancolía serena y agridulce de aquello que es efímero y cambiante: la luz y la sombra, el paso del tiempo, la juventud, los ciclos vitales, la música, la fugacidad de los placeres, un ángel sobre Berlín, un nómada errante, un hijo que crece, un matrimonio roto, una trapecista en el aire, la luz entre los árboles.
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