A fines del año pasado Spotify anunció nuevas reglas para el pago de regalías, que empezarían a aplicarse a inicios de 2024: entre otras, todas las canciones que acumularan menos de mil reproducciones en su plataforma recibirían un monto de 0 (cero) por este concepto. La cantidad de las canciones que caen por debajo de ese umbral de escuchas (y que, por tanto, no recibirán pago alguno de regalías) fue calculada por un estudio reciente en 150 millones. El anuncio de la compañía fue recibido con rechazo por parte de buena parte del periodismo musical, así como por una amplia mayoría de las y los músicos independientes. Pero el poder económico, que no es fácilmente conmovible, lo es menos aún a manos de la razón: Spotify logró anunciar esta medida como un aliciente para los músicos y un triunfo para la industria.
Por supuesto, la empresa va a “monetizar” esos 150 millones de piezas, de cualquier manera. El valor de sus acciones está determinado, además de otros factores, por la cantidad de archivos que pone a disposición de sus clientes, así como por las escuchas. Eso también influye en la venta de publicidad. De acuerdo con Spotify las regalías que dejarán de pagarse serán repartidas entre quienes se hallan detrás de las canciones con más de mil reproducciones, una proporción que es menor al 20% del total de las piezas que se hallan en sus archivos. Es decir, solamente la quinta parte de la música que contiene esta plataforma recibirá un pago.
Se trata, además del obvio cálculo económico, de un gesto de intimidación: cualquier pieza musical que no tenga perspectivas de ser atractiva comercialmente o de encontrar un público amplio de forma inmediata (dos cosas que no necesariamente van juntas) será descartada bajo el criterio de su inutilidad mercantil. Lo cual, claro, implica la negación a pagar el trabajo de sus autorxs por parte de la plataforma de escucha más utilizada actualmente.
Este modelo de pago refleja con fidelidad la pirámide de distribución económica en el grueso de la población que vive bajo el régimen capitalista actual, especialmente tomando en cuenta las distintas formas que toma la financiarización. Sólo que aquí las injusticias están, acaso, más acentuadas: los ingresos que generan las cuatro quintas partes de las canciones son entregados en su totalidad a las y los músicos que de por sí tienen mayores ganancias. Además de a la plataforma misma, por supuesto. En los casos de las superestrellas pop (que aquí ocuparían el lugar de los multimillonarios), estas canciones recibirían cheques de miles de dólares sólo a cambio de que su música permanezca en la plataforma, acumulando reproducciones. Enormes ganancias a cuenta, en parte, de quienes ofrecerán su trabajo de forma gratuita a la compañía.
Se puede decir que, de cualquier forma, este segmento mayoritario recibía sólo migajas por parte de Spotify, antes de las nuevas reglas, lo cual es cierto. Eso no excluye el hecho de que se trate de una regresión. Como decía unas líneas atrás, además del aspecto económico (o inseparable de él) está el creativo: se trata de una coerción de facto para hacer y publicar música definida por ciertos rasgos, aquellos del inmediatismo o la posibilidad de masificarse. Esto dejaría excluida a buena parte de la obra con mayor éxito crítico en años recientes. Piezas y álbumes con un impacto que no necesariamente podría estimarse en la semana de su lanzamiento sino años más tarde, cuya vocación (concedamos) no era comercial desde el inicio pero que ahora serán tratadas como desechables. Relleno digital y pastura para accionistas.
El panorama se vuelve más siniestro cuando se toma en cuenta otra de las nuevas reglas de la plataforma: las grabaciones de campo levantadas en sitios naturales, así como de ruido blanco, dejarán de considerarse música y también recibirán regalías que ascienden a cero, aun en el raro caso de que acumularan más de mil reproducciones. Si el modelo de concentración de regalías supone una involución económica, esta exclusión estilística es un retroceso en el terreno estético, tomando en cuenta la forma en que el concepto de lo musical se expandió a lo largo del siglo anterior. Con esto Spotify pretende investirse de facultades para determinar qué es música y qué no lo es. Aunque en los hechos su autoridad crítica para hacerlo sea nula, las consecuencias económicas (es decir, para incidir en los aspectos prácticos de la vida de las y los músicos) es tal vez mayor que la de cualquier otro actor en este terreno. Si alguien piensa, al leer esto, en la palabra “fascismo”, para luego desecharla por desproporcionada o encontrarla fuera de lugar, puede que su intuición inicial no esté tan desencaminada y se trate, en este contexto, de algo más que un símil.
Maurizio Lazzarato sostiene en El capital odia a todo el mundo que el neoliberalismo, que no es otra cosa que un estadio drástico del capitalismo, puede mantenerse en pie gracias, en gran parte, al despliegue de una guerra que llama “contra la población”. En ella el objetivo es imposible de derrotar y no puede consumarse, en tanto se lanza contra las clases trabajadoras y las desposeídas. Para Lazzarato no es suficiente con establecer un régimen de explotación y despojo, ni con implementar un aparato de fuerza armada para garantizar los ingresos de los dueños del capital, sino que es indispensable que éstos se erijan como victoriosos de un combate continuo contra los millones de sujetos a los que explotan. Se trata de una victoria que se refrenda continuamente; primero, en el ámbito territorial y por medio de las armas. Luego, en el ámbito simbólico, entre clases e individuos, hasta llegar a la atomización del “todos contra todos”.
Esta operación, por medio de la cual se interioriza el estado de guerra total, sobrepuesto al de una supuesta paz prolongada en la que se desarrollan las funciones de los Estados, posibilita una identificación con los fines de los opresores y un odio entre los pares. Esta separación entre ganadores y perdedores se vuelve objeto de una campaña permanente: para mantener las condiciones de explotación es precisa una conquista de la subjetividad. En especial se incentiva el odio a los otros, que todo el tiempo suponen una amenaza para quienes temen perder lo que poseen, aunque no posean prácticamente nada. Ese miedo ilusorio puede dirigirse a los migrantes, a los sin techo y a las minorías transgénero y no heterosexuales, por ejemplo. En otras palabras, se trata de la mentalidad fascista.
Las reglas del pago de regalías que aplica Spotify buscaban, desde el inicio, llevar al terreno de la música esta guerra doble, de clase y atomizada: la competencia por la atención, que aquí se traduce en ingresos. Con los cambios recientes se busca que esta competencia sea más incisiva e individualista. Si antes la segmentación del mercado implicaba una jerarquía para los géneros (en sentido crítico, pero sobre todo de ingresos), ahora estos planos han comenzado a pulverizarse: la masificación del acceso a música de todo género, hecha en geografías diversas, ha supuesto que la diferencia entre géneros occidentales y el resto no sea tan determinante, pero que sí lo sea aquella entre la música que se populariza y la que no. En otros términos, la música “exitosa” y la (que aquí se busca categorizar como) derrotada, en un entorno de competencia generalizada.
Spotify ha derivado en años recientes hacia las manifestaciones menos simbólicas, más puramente materiales, de la guerra: a fines de 2022 se dio a conocer que su fundador y accionista mayoritario, Daniel Ek, había invertido cien millones de euros en Helsing, una compañía asociada a la fabricación de armamento y a la investigación en tecnología bélica. Una inversión de ese tamaño no puede tomarse como una diversificación cualquiera de las ganancias y debe responder, necesariamente, a intereses que tiene la compañía con relación a su incidencia en la esfera pública.
El mayor riesgo de la atomización de la política fascistoide, señala Lazzarato, es la emergencia de entidades autárquicas, que pueden convertirse en máquinas de guerra de difícil manejo y que pueden derivar incluso a la autodestrucción. Pero eso, dice, es un riesgo que nunca han dudado en correr los dueños del capital, tan pronto consideran que su propiedad está amenazada. La percepción de esa amenaza puede estar fundada o ser delirante, eso es secundario. “El capital no es un asunto meramente económico, sino de poder, un proyecto político, una estrategia de enfrentamiento político y el enemigo jurado de todo gesto revolucionario por parte de sus esclavos”, en palabras de Lazzarato.
Lo anterior se aplica claramente al asentamiento del poder de Spotify por medio de gestos que, en el ámbito de la música, se leen como pretensiones de totalitarismo. Pero también, en lo que se refiere a su surgimiento (la plataforma fue, inicialmente, una forma de piratería legitimada por enormes flujos de capital de riesgo) y a su conversión en una fuerza que opera, por encima del consenso y los intereses de la mayoría de las y los músicos del planeta, como una máquina de guerra. El efecto de sus nuevas reglas puede tal vez causar un hueco en las finanzas de autores que renuncien a los modos de producción impuestos por la plataforma aunque, más probablemente, modificará el mapa de la representación, dentro y fuera de ella. Puede que, incluso, llegue a representar un descenso en las utilidades y el precio de las acciones para esta compañía. Atendiendo al diagnóstico de Lazzarato, es un riesgo que Spotify estaría dispuesta a correr, en aras de la defensa de su propiedad y de su derecho a imponer la forma de la escucha y creación musical. Una imposición que implica proscribir toda la música que no tenga un atractivo inmediato y favorecer a toda la que cumpla con los ideales de diseminación dictados por esta y otras plataformas.
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