El pasado septiembre revisé algunos libros del poeta y ensayista inglés Al Alvarez. Entonces anoté una hipótesis que me dejó con la incómoda sensación de tener una tarea pendiente: no había leído aún otro par de sus libros, Poker. Crónica de un gran juego (1983) y Alimentar a la bestia (1988), pero intuí que en ellos se detectaba una especie de programa o continuación de una obsesión. Es como si su libro sobre el suicidio, El Dios Salvaje (1972), hubiese marcado un camino a seguir, en el que podría confirmarse que detrás de ciertas actividades humanas, freudianamente, se va más allá del principio de placer, “avivados”, paradójicamente, por gestos autodestructivos. Astuta o perversamente, pero siempre fiel a sus propios intereses, Alvarez enfocó esa cuestión en actividades placenteras, aparentemente inocuas, como el juego de azar o el alpinismo.
La cuestión, claro, es que ciertas personas han logrado ahondar en esas actividades más allá de la profesionalización: en cierto punto un especialista deja de apreciar su actividad como una ciencia y comienza a experimentarla como un arte. Comprendo ahora que el programa creativo de Al Alvarez es especialmente atractivo por su insistencia en valores modernistas, que ahora parecen entrar en una especie de ocaso. Cambian, también en las artes, los valores. Y los de Alvarez podrán parecer cada vez más anacrónicos: aprecia las miradas particulares de ciertos individuos, incluso la herencia romántica capaz de convertir una vida en una obra de arte (como jugador profesional de póker, como alpinista).
Mi hipótesis era correcta en el caso de Poker (publicada en nuestra lengua en Hueders, en 2011). Es una crónica extensa –escrita originalmente por entregas para la New Yorker– sobre la Serie Mundial de póker celebrada en un pequeño casino de Las Vegas, el Horeshoe, durante el mes de mayo de 1981. Por las mismas fechas Bobby Sands se dejó morir de hambre en Irlanda y dispararon cuatro veces a Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Son los eventos históricos más prominentes que se mencionan en el libro, pero el espíritu de los agrios ochenta lo atraviesa (también en 1981 inició la presidencia de Reagan en los EEUU).
Aunque tiene momentos ensayísticos, lo que abunda en la crónica son descripciones de la población y la atmósfera de la extraña ciudad de Las Vegas. No es raro encontrar, en el libro, catálogos como el siguiente: “la mayoría de ellos ancianos y vestidos para matar: mujeres viejas en pantalones verde limón o amarillo plátano o naranja Florida, que con una mano agarran firmemente vasos de papel con monedas de baja denominación, y con la otra tiran la palanca de las 50 miles máquinas tragamonedas de Las Vegas; hombres viejos con dentaduras de plástico y trajes celestes lanzan los dados por un dólar, juegan blackjack de cincuenta centavos y póker abierto con límite de tres dólares; ruinas en silla de ruedas o con muletas –el jorobado, el chueco, el flaco esquelético o el obeso– cobran cheques de la seguridad social, subvenciones por incapacidad y pensiones, con la esperanza de que un milagroso premio gordo transforme sus últimos días de pobreza. A todos los anima una jovialidad terrible de noche de Walpurgis, el optimismo de los jugadores acrecentado por la nostalgia”.
Basta enlistar lo que se ve para dar cuenta de la atmósfera trágica y vulgar que se respira en esa ciudad; es el tipo de líneas que años más tarde volverían en la vigoréxica prosa de David Foster Wallace (o, como lo puso alguna vez Carla Faesler, refiriéndose a otros despliegues de atención, “el texto mamado”). En ese sentido es un libro difícil de leer: lleva el disfraz de una crónica dirigida a los amantes del juego de azar profesional (informativa, incluso instructiva), pero cada tanto se asoman simultáneamente el asombro y el desdén causados por las vidas y decisiones ajenas. Pero en última instancia triunfa el asombro por la psicología ¿psicopática? de los hombres (y algunas mujeres) que pueden jugar con millones de dólares, con indiferencia aprendida. Bajo la mirada de Alvarez, estos individuos tienen algo de los viejos vaqueros del oeste, recurriendo a la “emoción del macho” que encuentra placer en arriesgar cantidades de dinero paralizantes. A diferencia del supuesto grado cero de humanidad necesario para tolerar y sobrevivir a entornos límite (una guerra, digamos, en la que la muerte es constante y arbitraria), en la apuesta continua de cifras obscenas sobrevive –a menudo bajo personalidades encantadoras– quien sea más agresivo.
Hasta acá alcanza, me parece, la sombra del problema del suicidio (Al Alvarez fue un suicida fracasado). Los riesgos extremos no asustan a ciertas personas de temperamento artístico: los estimulan. Pero esta hipótesis no se sostiene del todo con relación a su libro posterior, Alimentar a la bestia (publicado en nuestra lengua en Libros del Asteroide, en 2020), que funciona más bien como un ágil y breve homenaje a su amigo, el alpinista Julian “Mo” Anthoine. Al concentrarse en una sola persona, a quien conoció íntimamente, resulta un libro mucho más contenido. Por supuesto, una obsesión está en juego. Al final el alpinismo puede ser un deporte extremo, “una adicción capaz de alterar la química de la mente del mismo modo que la heroína altera la del cuerpo”. Pero la carrera y la amistad de Mo (quien era diez años más joven que Alvarez) parecen haberle ofrecido cierta luminosidad a su perspectiva vital.
Escalar montañas no deja de ser un “juego profundo”, como lo ponía Bentham. “Según Bentham, en casos así los riesgos son tan elevados que sería insensato siquiera participar; lo que se puede perder excede por mucho las exiguas utilidades que reportaría un posible triunfo”. Pero una y otra vez vuelve a insistirse, en este libro –que recorre hitos en la carrera alpinista de Anthoine, de los Dolomitas al Everest–, que el principio de placer siempre estuvo por encima de los calculados riesgos que estuvo dispuesto a tomar. Las expediciones, para Anthoine, siempre debían ser gratas: “Yo no creo que llegar a la cima sea tan importante”, predicaba Mo, “lo que uno recuerda después de un viaje así no es el momento en que pisó la cumbre, sino lo que sucedió en el trayecto hasta allí. No hay sentimiento más hermoso que confiar plenamente en otra persona y saber que esa persona confía plenamente en ti”.
En su juventud, Al Alvarez tuvo amistades intensas pero oscuras, como Ted Hughes y Sylvia Plath. Y, aunque nunca dejó de estar interesado en las vidas llevadas al límite, es agradable saber que, en su madurez, conoció a personas que tenían prioridades que no eran autodestructivas.
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