miércoles, 21 de febrero de 2024

El mundo cambia y la literatura no

La editorial Gris Tormenta publicó el título número doce de su colección Editor: Momo en los infiernos, del ensayista Guillermo Espinosa Estrada (Puebla, 1978), autor de La sonrisa de la desilusión (2011) y Entre un caos de ruinas apenas visibles (2017). Acompañado de un prólogo de Daniela Tarazona, el libro presenta una serie de voces que, a manera de coloquio, examinan la labor de los dictaminadores literarios, un eslabón dentro de la industria editorial del que poco se conoce.

Momo en los infiernos toca uno de los temas menos glamorosos, acaso uno de los más conocidos para los que estamos dentro del mundo editorial, y sin embargo inhóspito para los lectores comunes: la dictaminación de manuscritos. ¿Cómo nació este libro?

Los editores de Gris Tormenta me hicieron la propuesta de escribir un volumen para Editor alrededor de la dictaminación. Durante un fin de semana platicamos de varias cosas, entre ellas sobre mi trabajo como dictaminador, que disfruto mucho porque es uno de los raros momentos en que te pagan por leer, aunque lo que leas sean cosas muy raras o muy malas. Yo creo que a Mauricio Sánchez o a Jacobo Zanella se les ocurrió la idea en ese momento, y unas semanas después me lo propusieron. Acepté no porque yo tuviera cosas muy importantes que decir sobre la dictaminación o porque tuviera una perspectiva única, sino para formar parte de la colección, que me parece extraordinaria.

¿Es un tema que te interesa particularmente o descubriste el interés a partir de esta provocación?

La provocación me hizo repensar este asunto, al que yo nunca le había dado muchas vueltas. Descubrí que vivimos en una época donde ciertas prácticas muy importantes en el siglo XX están cayendo en desuso o están en franca decadencia. Una de ellas es la dictaminación, que es como el espejo de la reseña literaria, la crítica de suplemento o de revista. A final de cuentas un dictamen es como una reseña impublicable, un informe puertas adentro; la reseña es la crítica pública. Me gusta hacer las dos cosas, pero al menos de unos años a la fecha ambas prácticas han entrado en crisis, quedan pocas personas que las hagan, hay poco dinero en torno a eso y definitivamente se han ido desprofesionalizando.

¿Encuentras algún vínculo entre la desprofesionalización de una y otra? Es decir, ¿hay algún síntoma en el interior del mundo editorial que también se deja ver en el exterior cuando los libros ven la luz?

“Descubrí que vivimos en una época donde ciertas prácticas muy importantes en el siglo XX están cayendo en desuso o están en franca decadencia. Una de ellas es la dictaminación.”

Tal vez haya algún fenómeno que provoque ambas. En el caso concreto de los dictámenes es la aparición de un nuevo personaje, propio de finales del siglo XX pero sobre todo del siglo XXI: el scout, una persona que va con las editoriales y les lleva los títulos que han visto la luz en otros países. Ese scout ha ocupado el espacio que antes ocupaba tal vez el dictaminador, el de leer los manuscritos no solicitados con seriedad para ver qué iba a formar parte del catálogo. Ahora este scout, como un agente libre, muy dinámico, conoce los catálogos de varias editoriales, lee mucho y entonces conecta al autor o la obra con el editor. Al editor le da tranquilidad saber que ese libro ya fue un éxito en otro país. El trabajo del dictaminador –mucho más lento, mucho más incierto, alrededor de autores que nadie conoce– está cada vez más al margen de las decisiones que se toman al momento de publicar.

Guillermo Espinosa Estrada

Cortesía de Gris Tormenta

¿Cómo resumirías tu visión del mundo editorial actual?

Es un monstruo que ha terminado por devorarnos. Nos acercamos a la industria editorial como aspirantes a escritores, pero no es fácil entrar, o al menos no de la forma en la que soñamos hacerlo: con un libro que creemos que vale la pena en una editorial que respetamos. Pero luego, muy pronto y casi sin darnos cuenta, nos convierte en creadores de contenido para esa industria que nos exige producir lo que sea, porque a las editoriales y los conglomerados lo que les urge son palabras para imprimir, encuadernar y colocar en mesas de novedades. Y puedo decirlo con toda la seriedad y con muchas pruebas: son palabras que no son leídas muchas veces ni por los propios editores.

Al escribir Momo en los infiernos llegué a la conclusión de que hay que tratar de salir de esta industria, porque está uniformando groseramente la producción literaria. Al final lo que ellos quieren son volúmenes con llamativas portadas, muy atractivas contraportadas, que puedan tener una vida de tres meses en una mesa de novedades y ya. Nosotros no escribimos para eso —o no deberíamos—, habríamos de tener otros ritmos, otras prioridades. No sé si la industria editorial está ahí para satisfacer esas prioridades. Creo que la literatura tendría que moverse hacia otros lados, y tal vez ya lo está haciendo, pero como seguimos siendo librocéntricos y libreriacéntricos tal vez no lo logramos ver.

¿Crees que el interés de las editoriales por el contenido antes que por los libros de calidad está afectando la evolución o el desarrollo de la literatura mexicana?

Definitivamente le afecta, porque ha transformado todas nuestras prácticas y nuestros modos de producir. Estoy pensando, desde la instalación del neoliberalismo en México, en las becas o en la premiarización de la literatura, donde hay fechas límite y períodos de convocatorias que nos ponen a todos en un extraño calendario burocrático. Me imagino hablando con Rulfo o con Gorostiza de mi proyecto y, no sé, seguro lo verían con indignación. La proyectitis y estas manifestaciones sin duda afectan a los escritores. Como en todas las épocas de todas las literaturas, en el presente hay pocos buenos escritores. No importa si vivimos en un Estado neoliberal u otro que vaya a surgir, siempre habrá pocos buenos escritores. En el presente cuesta más trabajo encontrarlos porque hay que buscar entre mucha producción. Ahora hay los seis o siete grandes nombres que una literatura como la mexicana tiene en cada generación. Siguen ahí, pero en una dinámica industrial muy particular.

Demos un salto. Momo en los infiernos está escrito en forma dramática. ¿Por qué esta decisión?

“Como en todas las épocas de todas las literaturas, en el presente hay pocos buenos escritores. No importa si vivimos en un Estado neoliberal u otro que vaya a surgir, siempre habrá pocos buenos escritores.”

La forma dramática implica que este texto está en potencia, esperando ser acto. El texto solo existiría en realidad si se juntan cuatro personas a leerlo en voz alta. La estructura dramática tiene esa promesa: esto es solamente un esbozo de lo que el texto podría ser. Otra respuesta tiene que ver con mi búsqueda como ensayista. Soy un escritor muy lento al que le cuesta mucho trabajo mudar de forma. Escribí un primer libro de ensayos breves y luego, aunque seguí escribiendo, me tardé mucho en dejar de pensar en forma breve. Pude finalmente, cinco años más tarde, publicar un libro de fragmentos. Estoy tal vez en el proceso de escribir ensayos de largo aliento. Pero esta invitación me tomó en un momento en el que la longitud del fragmento estaba aún muy cercana a mí. Yo no quería hacer otro libro en fragmentos. Georg Lukács dice que el mejor ensayo jamás escrito es El banquete, porque el diálogo platónico es el origen del ensayo. No sé si estoy de acuerdo, pero definitivamente hay algo en la forma del coloquio o del diálogo –como la práctica de Platón y varios textos en el Renacimiento– que es protoensayística. Entonces me planteé no hacer otro libro de fragmentos sino un ensayo dialogado, un coloquio. Es una forma de explorar las muchas maneras que hay de ensayar.

Momo, el dictaminador que está en el centro del ensayo, parece ser una mezcla entre alguien completamente decepcionado y alguien que todavía guarda la esperanza de encontrar ese manuscrito, porque significa algo para él y para su carrera. ¿Es para ti el prototipo de dictaminador o lo relacionas contigo?

Definitivamente se asemeja a mi personalidad: es alguien pesimista, un poco atormentado, angustiado, y que probablemente se aferra a su capacidad de distinguir, entre lo que lee, el arte del porvenir. Porque una idea que a mí me obsesiona es que el mundo cambia y la literatura no, o lo hace muy lentamente. Como crítico literario mi queja con mis colegas es que parece que seguimos en el siglo XX. Estoy leyendo novelas que pudieron publicarse en el siglo XX. Mi problema como reseñista es ese: buenos o malos, son textos que ya he leído antes. Ese personaje –Momo– es un poco mi forma de ver la industria editorial, esa personalidad que sale en mí cuando voy a la FIL. ¿Para qué escribimos otro libro? Si es tan difícil escribir un texto publicable, ¿cómo es que hay tantos? Hay una aritmética que me desconcierta.

Del otro lado están las Benévolas, chicas de distintas formaciones y procedencias. ¿Cómo llegaste a ellas y por qué nombrarlas así?

Momo es el dios griego de la sátira. Como a mí me interesa el humor desde hace muchos años, lo tenía muy bien ubicado. Cuando pensé en Momo inmediatamente recordé a las Erinias, personajes también mitológicos y que me llamaron la atención en una obra de Jean-Paul Sartre, Las moscas. Ellas son al mismo tiempo los remordimientos del héroe y sus pensamientos obsesivos. Imaginé que a Momo probablemente le recuerden que tal vez es incapaz de reconocer el talento de los otros escritores. Las Erinias eran los personajes que me hacían falta, y encontré que los romanos las llamaban Benévolas. Es el nombre ideal, porque ven el vaso medio lleno. Su conflicto con Momo es que él es incapaz de ver el valor de lo que está leyendo. Por eso incluí dictámenes reales de obras literarias importantes, y todos son negativos, porque obviamente como dictaminadores también nos equivocamos. Ellas son la gran inseguridad de Momo. Tal vez el mundo no es tan oscuro como él lo ve; las Benévolas son más prudentes y realistas.

¿Al empezar el libro sabías que querías tener esta relación intertextual con las citas de estos dictámenes que no forman parte de la historia de la literatura (sino al contrario)? ¿Por qué te parecieron importantes y por qué ponerlas en voz de Momo?

Cuando recordé mi experiencia como espectador de Notas de cocina, una obra de Rodrigo García, la volví a leer porque había algo de su atmósfera que quería tener. En ella, en ciertas escenas se detiene la acción y los personajes se ponen a cocinar recetas reales de Leonardo Da Vinci. La obra de García me dio una estructura. En la investigación encontré algunos dictámenes reales, muy pocos porque las editoriales son muy celosas con sus archivos. Pensé que tal vez así podría construir el texto.

¿Hay alguno de estos dictámenes de la historia que te haya parecido particularmente interesante o errado?

Hay dictámenes negativos famosos que se me hacen particularmente errados, pero nunca los encontré textuales, son más bien un rumor: son famosos el de André Gide al primer tomo de En busca del tiempo perdido o el de Virginia Woolf a Ulises en su editorial. Me esforcé mucho buscándolos, pero solo hallé dictámenes textuales de dos fuentes: de Knopf (la editorial estadounidense) y de la censura franquista (de la que hicieron una exposición hace poco). Los dictámenes franquistas me fascinaron porque son propios de censores medievales y eso me parecía, que mi trabajo como dictaminador tiene algo de censor medieval, algo de esos curas. De los de Knopf me llamó mucho la atención un dictamen hecho por una mujer en contra del último libro de cuentos de Alice Munro. Decía que Munro es cuentista y no tiene el largo aliento de la novelista. Esa línea se me hizo demoledora porque yo siempre he creído que es mejor un cuentista que un novelista, pero el mercantilismo de la industria editorial prefiere siempre al novelista. Me pareció escandaloso, definitivamente.

“He notado en la lectura de mis contemporáneos que hay un énfasis muy infantil en que la respuesta a cómo representar esta realidad sea temática: la novela de migrantes, el libro de cuentos sobre feminicidios, el poema de desaparecidos.”

Me da la impresión de que en el centro de Momo en los infiernos hay una especie de paradoja: Momo está preocupado por definir si su criterio es el correcto para encontrar el nuevo gran texto literario, pero quizá lo que no tiene es ese ojo que funciona para elevar las ventas de la editorial, que es el parámetro de quien lo contrata. Estaría, entonces, en un choque eterno de parámetros, y eso me parece divertido; en el libro hay cierta imposibilidad de comunicación de los lineamientos que conforman un dictamen.

Es muy interesante, porque lo primero que un dictaminador hace es ponerse la camiseta de la compañía. Si es la editorial de un conglomerado europeo, que se ha caracterizado en los últimos años por publicar literatura muy comercial, esas son las gafas que te pones antes de abrir el documento. Es una lectura sesgada. Pero al mismo tiempo estás leyendo con tu sensibilidad y tus gustos. También me ha pasado –no mucho, en un par de ocasiones– que leo textos valiosos en un lugar equivocado: un buen texto, pero que no es para esa editorial.

Mencionaste que te inquieta que el mundo cambia y la literatura no. ¿Podría asumir que la literatura que vale la pena para ti es la que le sigue el paso a la realidad?

Creo que la literatura que vale la pena es la que se pregunta cómo representar esta realidad. He notado en la lectura de mis contemporáneos que hay un énfasis muy infantil en que la respuesta a cómo representar esta realidad sea temática: la novela de migrantes, el libro de cuentos sobre feminicidios, el poema de desaparecidos. Pero no hay una aproximación conceptual, y creo que es ahí donde hace falta reflexionar. No en el tema –lo más superficial de un texto– sino en las formas con las que tratamos de representar el horror, lo irrepresentable. En mi perspectiva son pocos los textos donde puedo decir que ahí hay una búsqueda formal por hablar de los desaparecidos o por criticar el capitalismo, y no solo que pongan el personaje de un empresario explotador que mete a la cárcel a los líderes sindicales de su compañía. Ese es creo que lo que yo busco como lector, como editor de mi propia biblioteca.

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