jueves, 13 de enero de 2022

Sintonizar la estación interior

Los primeros días del año están atravesados por una descompresión que puede ser desconcertante. Luego de que cae la dictadura del bullicio, vigente durante diciembre, nos envuelve un vacío sordo (placentero o desolador, dependiendo de nuestra personalidad). Aunque seguramente no soy el único para quien los últimos dos diciembres han sido distintos. Los encuentros sociales y familiares de la temporada recién finalizada desinflaman un poco el solipsismo de la larga pandemia, pero como cualquier paliativo, el cambio es sólo superficial: este diciembre no podía ser igual a los anteriores. Hay una pérdida colectiva que no deja de acumularse, fracturas que se ahondan en la vida social y afectiva, un deterioro económico que deja a gente desempleada o con un sueldo recortado. En fin, un panorama que nos es conocido desde hace años, podría decirse, aunque intensificado por el telón del virus.

En cualquier inicio de año puede ser invaluable la compañía de la música destinada a la escucha atenta de la vida interior y que funciona como antagonista de la banda sonora decembrina (no hablo de los villancicos, o no necesariamente, sino de la que se destina a acompañar las fiestas y sitios públicos en la temporada: generalmente acompasada y enemiga de la complejidad, caracterización vaga, seguro, aunque difícilmente disputable). Después de un diciembre tan complicado como el anterior, esa música contemplativa es incluso más preciada.

No se trata de que ella tenga el monopolio del autodescubrimiento o la reflexión. Hay suficientes testimonios, por ejemplo, de quienes han llegado a conocerse o sentirse más “ellos mismos” en medio de la pista de baile, con ayuda de la música menos apacible que pueda imaginarse (otra manera de decirlo podría ser que la euforia de esos momentos revela algo nuestro en la misma medida que los estados de ensimismamiento) y garantizo que con algo de buena disposición se pueden encontrar estados de plenitud (“vibrar altísimo”, en tulumense) gracias al noise industrial. Pero la música contemplativa sí facilita una manera de leernos que va a contracorriente de la imposición de rapidez que tan familiar nos resulta en los ámbitos laboral y mediático, sobre todo, así como en buena parte de lo cotidiano: ya sabemos que hoy el influjo de lo económico llega a todos los rincones, como por capilaridad. Hay, eso sí, una condición: para llegar al sitio al que puede llevarnos esa música debemos entregarnos lo más posible a ella, no tratarla como instrumento o decoración.

La etiqueta de #ambient es tal vez la que se ha multiplicado más aceleradamente en los últimos años, tanto en tiempo de escucha como en número de autores o piezas. No se trata siempre del género que lleva ese nombre, sino que en ella se llega a agrupar, más bien arbitrariamente, new age, clásica contemporánea, grabaciones de campo o paisajes sonoros. Todo lo que pueda pasar por “música tranquilita”. Esa etiqueta, entonces, la mayor parte del tiempo no alude a una genealogía ni a cualidades estéticas, sino que se vuelve una sugerencia de uso (o de consumo): se trata de música lo bastante poco intrusiva como para hacer algo más mientras se le oye, que no mientras se le escucha. Sobre todo, trabajar.

De hecho, con frecuencia nos encontraremos horas y horas de sonidos, etiquetados de esa manera, que no entregan nada a cambio de la escucha atenta: timbres acolchados y ondas sinusoidales sin rumbo ni mayor sentido que dar una sensación de comodidad, desconectada de todo lo que le rodea. Música para la evasión o peor, para la alienación. Hay cada vez más “artistas” prácticamente anónimos, en las plataformas de escucha en línea más comunes, que tienen bajo su firma una cantidad descomunal de piezas bajo el supuesto género del ambient. Cuando se indaga un poco sobre ellos, nos encontramos con que se trata de sonidos producidos por inteligencias artificiales, algo que no es de extrañar: es mucho más sencillo diseñar un software que arroje murmullos (drone) que otro dedicado a crear sones huastecos, por decir algo, si es que tal cosa llegue a ser posible algún día.

Para retomar, hay una diferencia entre utilizar la música que tiende a lo ambiental como herramienta para la productividad y colocarla como un telón que redibuja lo cotidiano. O claro, como ventana para la inmersión, para perder el miedo a los abismos (casi siempre propios) de la quietud. Esto último, claro, es sólo un parafraseo de la sucinta, genial (y multicitada, me disculpo de una vez) caracterización que hizo Brian Eno del ambient desde su nacimiento: música que “debe ser tan susceptible de ignorarse como interesante”. Algo que, además, se alinea en más de un sentido con su metodología creativa de las estrategias oblicuas (aun si se ignora el ambient, el lugar y el momento donde suena se vuelven otros) y en las antípodas de una de las etiquetas que más suelen acompañarle en sitios como Spotify: “música para trabajar”.

Utilizar al ambient como mecanismo para el rendimiento económico y laboral puede tener su paralelo en el uso contemporáneo que muchas veces se da a los alucinógenos: de haber sido vehículos para la exploración radical de la subjetividad y las relaciones sociales y afectivas, para el rechazo de la moral conservadora y el autoritarismo, hoy se les degrada a combustible para aumentar las horas hábiles y para la innovación en el contexto productivo, en la forma de microdosis. Puede que ese intento de raptar y domesticar al ambient haya llevado al abierto rechazo de la concepción del arte como empresa por parte de Eno. Pero como siempre, él estará un paso adelante: es patente la incomprensión que hay hacia el trabajo musical y extramusical de Eno en el entorno de las startups y el criptoarte.

Dicho esto, llego a una parte feliz: durante 2021 aparecieron decenas de discos, favorables a la contemplación, que me gustaría recomendar, pero me limitaré a unos pocos. (No se trata de ambient en todos los casos, aunque tal vez todos puedan encontrarse erróneamente bajo esa descripción, en más de un sitio). Son obras muy favorables para la escucha atenta y no tanto para desaparecer en el segundo plano.

Éliane Radigue, Occam Ocean 3

El tercer volumen de este vasto trabajo (vasto en términos de duración, aunque más en espacio interior o tiempo fenomenológico) contiene una tercera y última pieza que se llama Occam Delta III, y esa referencia a la desembocadura de un río evoca el tono de la serie entera: la de un cauce que llega a un espacio ilimitado. Una referencia acaso obvia sería aquello que Freud (en una de sus escasísimas nociones auténticamente felices) llamó el “sentimiento océanico”, los atisbos o el anhelo de una sensación de plenitud que sucede al perder las ataduras, de sentirnos fundidos con el todo. Éliane Radigue cumplirá 90 años el 24 de enero y es una invaluable, enormísima artista.

Zpell Hologos, Birmania

Claudio Szynkier, el brasileño detrás de este proyecto, trata de imaginar pasados y futuros alternativos, formas distintas de habitar lo colectivo, en medio de un año fatídico para su país, no sólo por el devastador paso del virus en su territorio sino por el régimen de Bolsonaro (y las dos cosas están unidas por varios puntos). Aunque algunas de las referencias puedan ser evidentes (Gas, Hoedh, entre otras), los métodos y el resultado evocan un lugar único, en el que el tiempo parece perder el rumbo, en un delirio.

Gi Gi, Lumino Pleco

El material base son fragmentos musicales de nombres tan diversos como Miles Davis, Prince y Vangelis, que fueron sometidos a un tratamiento para dejarlos irreconocibles, flotantes, casi inmateriales. Su autor me contactó cuando descubrió que estaba compartiendo el álbum en una plataforma de piratería. No se trataba de un reclamo, sino de un aviso: la versión que yo tenía era una previa, menos trabajada. Me facilitó la descarga de la versión nueva, que él consideraba (acertadamente) mejor, tanto en piezas separadas como en una mezcla continua. La anécdota, por supuesto, es irrelevante para fines de la escucha del disco, pero espero que transmita el feliz hallazgo de encontrar a un artista que piensa antes en la importancia de la circulación de su obra que en la absurda tentación de poseer sonidos.

Lighght, Holy Endings

Una crítica frecuente dirigida al ambient es su supuestamente absoluta carencia de humor. Cualquier vuelta por la cuenta de Twitter del productor irlandés que va por el mundo con el impronunciable seudónimo de Lighght contradice de inmediato el prejuicio. En este breve álbum no hay pasajes que sean precisamente hilarantes, pero la sensación de desconcierto, inducida por la superposición de elementos discordantes (ecos parabólicos, pedazos de conversaciones anodinas de gente desconocida, distorsionados hasta sonar oraculares), lleva un guiño, un recordatorio de lo absurdo y divertido que puede ser el acto de escuchar.

Concepción Huerta + Mabe Fratti, Estática

Por último, pero más importante, un EP en el que dos artistas se afianzan en las vertientes que mejores resultados les han dado y exploran otras, en excursiones que les llevan muy lejos (entre otras cosas, lejos de la comodidad). No es la primera vez que colaboran y esto es patente en la manera en que unen sus sonidos en un trabajo que se muestra sin fisuras interiores. El perfil de Mabe Fratti se ha vuelto, merecidamente, más visible en los últimos años y Concepción Huerta lleva desde hace tiempo un rumbo consistente como una de las mejores creadoras de música experimental trabajando en México.

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