jueves, 6 de enero de 2022

Fuego a la distancia de un beso

This elusive quality it is, which causes the thought of whiteness, when divorced from more kindly associations, and coupled with any object terrible in itself, to heighten that terror to the furthest bounds.

Herman Melville, Moby Dick

Rodrigo prende fuego a un árbol de Navidad seco para ver cómo se quema. Unos meses antes había bailado con su madre frente a un árbol similar, iluminado por luces multicolores. Eran tiempos más felices, claro, cuando él, su “cachorro”, podía estar solo con ella. Luego llegó Fernando, un intruso. Todo cambió entonces. Metió sus muebles y su coche y sus instrucciones sobre cómo ser un hombre y sus vacaciones en Acapulco y el horrendo color para pintar las paredes. Le llaman blanco de verano porque es el color que más refleja la luz. Pero en esa casa, con su madre amando a otro hombre, ya no hay luz.

En el resentimiento adolescente de Rodrigo hacia Fernando, el hombre que busca ser su padrastro, hay un amor maternal mal canalizado, una ira indomable, un fuego contradictorio y abrasador. Es el centro del conflicto de Blanco de verano, una de las películas mexicanas más interesantes de 2021. La ópera prima de Rodrigo Ruiz Patterson (Ciudad de México, 1987) es un melodrama controlado, claustrofóbico, visualmente arrebatador y sensible.

En esta entrevista el joven director nos cuenta cómo nació la idea de una película tan íntima, corporal y cercana. También nos habla de los símbolos y las líneas narrativas que la atraviesan. Desde el fuego prometeico hasta la idealización de la familia en la clase media mexicana, Blanco de verano juega con las construcciones míticas de nuestras pesadillas más cotidianas.

Te escuché en el FICUNAM y el Festival Internacional de Cine de Morelia. Contaste que tu película empezó en ti mismo, en tu memoria; que pasaste por un período de indagación en tu propia historia y la ficción fue cambiando la dirección de lo que escribías. ¿Crees que necesitamos de la ficción para decirnos?

No sé si para todos sea el caso, pero para mí lo es. No puedo generalizar, pero creo que esa es la historia misma de las historias. Siempre hemos necesitado a las ficciones para entendernos, para narrar los fenómenos que no podemos comprender, desde los dioses que explicaban la lluvia y las cosechas. La ficción es un catalizador, un lenguaje propio que explica y explora al ser humano. Los arquetipos que creó Shakespeare ahí están; hay quien dice que inventó el psicoanálisis y Freud sólo lo puso en palabras. La ficción ayuda a explicar al ser humano y sus relaciones en un lenguaje diseñado por los siglos.

Hay una idea que abre tu película con una cita de Ray Loriga: la memoria no es consecuente, es caprichosa. Vas a pescar un recuerdo, pero nunca sabes lo que va a salir de ahí…

Claro, por eso escogí ese epígrafe de Loriga. Creo que la memoria es el perro más tonto: le avientas un palo y te trae cualquier cosa. Mi película es un ejemplo. Construirla implicó un proceso de psicoanálisis en el que fui reuniendo memorias. De pronto me di cuenta de que mi vida y mi pasado no eran tan interesantes, y decidí virar hacia la ficción. Creo que idealizamos la memoria. La objetividad de nuestros recuerdos es una quimera. Nadie puede saber con certeza lo que sucedió en realidad. En esta película hice un viaje al pasado y, justamente, no encontré lo que esperaba.

Algo que me atrajo formalmente de tu película es la sensación táctil. La cámara se mueve con los cuerpos, los acaricia, cambia el foco, etc. Hay algo muy físico en la forma de filmar. Al mismo tiempo los personajes están enclaustrados en sí mismos: sólo muestran lo que piensan y sienten a través de sus cuerpos. En ese sentido, quería que me contaras sobre la construcción visual de Blanco de verano.

Qué bueno que mencionas lo formal. En México se discuten mucho las películas temáticamente y muy poco en términos formales. No tengo más que agradecimientos para Maria Sarasvati Herrera, la fotógrafa de la película. Se comprometió muchísimo. Pensamos que los rostros de los personajes eran lo que iba a contar esta historia. Sabíamos que íbamos a tener a un chico sin experiencia actoral, entonces decidimos liberar a la cámara del tripié para no entrar en un esquema de marcas para los actores y ser más móviles. Nos subordinamos al movimiento y a la comunicación entre ellos.

Elegimos un formato cerrado, no tan apaisado, para restar la información que no importa al espectador y permitirle concentrarse en los rostros. Así, usamos diafragmas muy abiertos para poder sacar de foco el fondo. Nos propusimos contar este drama, esta claustrofobia de tres personajes encerrados en una casa, con close-ups. Por contraste creamos planos abiertos con el respiro que dan los lentes angulares. En el deshuesadero el chico ve el cielo, forma un hogar propio, decide…

Rodrigo Ruiz Patterson

Fotograma de Blanco de verano (2020), de Rodrigo Ruiz Patterson

Claro, ahí está el contraste. La imagen de él soñando que conduce una carcasa en el deshuesadero es muy diferente a cuando está en el coche aprendiendo a manejar con la presión del padrastro…

Sí, exacto, ésa es la apuesta. De hecho, la película era todavía más cerrada. Originalmente estaba en 4:3… Luego, en la corrección de color, nos pareció demasiado y decidimos abrir el ratio. Nos hizo falta verla respirar un poco más y nos echamos para atrás. Pero esa era la idea y creo que se sigue sintiendo la claustrofobia, el aspecto físico del encierro. Hay películas que se filman a la distancia de un saludo, otras a la distancia de dos manos que se estrechan y otras a la de un beso. Blanco de verano se filmó a la distancia de un beso.

Más allá de lo cinemático que es el fuego, de lo impresionante que es grabar su sonido, hay algo muy interesante en su simbolismo, en las ideas de construcción y destrucción, lo prometeico y lo asesino.

La película se llama Blanco de verano porque es el nombre del tono de la pintura con la que pintan la casa. Como dice el diálogo, es el color que mejor refleja la luz. Es lo que piensan la madre y el padrastro. Pero para el chico es lo contrario, algo bastante oscuro y opresivo. Creo que la metáfora del fuego funciona mejor en imágenes que en palabras. Hay algo que se está consumiendo, que se está destruyendo, y que al mismo tiempo es hermoso. Es un reflejo del interior del personaje y de la realidad de sus represiones.

El cine mexicano actual parece dividido entre el realismo social que retrata la violencia y el melodrama de entretenimiento que repite fórmulas de hace 70 años. Tu película crea un microcosmos propio, pero que también habla de nuestra realidad: interpela la educación sentimental masculina, la relación problemática de los mexicanos con la madre, la idealización de la clase media, etc. ¿Crees que hay otras formas de contar nuestro presente?

Sin duda, creo fervientemente en eso. Creo, por otro lado, que no deberíamos tratar al melodrama en términos peyorativos. Es un género noble que se adapta a la realidad del país. También creo que en el cine mexicano se busca generar empatía a través de la lástima, lo que me parece lamentable. Las personas tienen más profundidad que la que permiten ver los roles de víctima y victimario. Lo personal es político y mi película, en ese sentido, es política. Cada película te interpela en un momento de vida y habla de lo que quieres hacer, de los temas con los que te identificas en el presente.

Te haré, a propósito, una pregunta medio tonta, porque así me gusta acabar mis entrevistas con directores: ¿crees que el cine puede cambiar al mundo?

La verdad, no lo creo. Creo que puede cambiar a una persona, pero más allá de eso la idea es demasiado romántica. El cine puede cambiarme personalmente y eso ya es muchísimo. Me cuesta trabajo creer que pueda cambiar al mundo. Lo veo como un fenómeno mucho más acotado, reducido, a escala. Me encantaría creer que las películas pueden cambiar al mundo, y que haya gente que lo crea, pero mentiría si te dijera que yo también lo creo.

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