No es difícil escribir acerca de lo que nos sucede cuando leemos un poema malo, pero es prácticamente imposible hacerlo sobre lo que sentimos cuando leemos uno bueno. A Paul Chowder, el protagonista de El antólogo (2009), de Nicholson Baker (Nueva York, 1957), le sucede lo mismo: sabe qué tipo de poesía le gusta pero no consigue explicarse por qué; su perro está perdiendo pelo, su mujer lo ha dejado, está en la ruina y su editor lo presiona para que escriba un prólogo a una antología de poesía rimada que ha preparado hace tiempo. Chowder simplemente no puede hacerlo, sin embargo: se encuentra en ese punto (habitual en la vida de muchos escritores, al igual que en la de los taxistas y de los empleados de comercio) en el que ya son demasiadas las oportunidades perdidas y poco el tiempo que queda, y Chowder se odia a sí mismo con la misma vehemencia con la que odia el canto de los pájaros, las cartas de rechazo de los editores del New Yorker, las personas que declaman poemas, los medicamentos para evitar el llanto, las antologías, los jueves, el pentámetro yámbico, las clases de literatura en la universidad (“la muerte en canapé” las llama), los poemas que califica de “gramos de flacidez” o “trenecito de juguete de falsas estrofas de basura picada” y el haiku en inglés. Pero sobre todo se odia a sí mismo y a su incapacidad para escribir “un poemita minúsculo de cinco versos acerca de un ciempiés en la pernera de mi pantalón” que lo haga sentir nuevamente un poeta.
Chowder pasa horas enteras en el granero de su casa entre cajas con libros y polvo procurando escribir un prólogo a su antología, pero todo lo que se le ocurre son melodías para sus poemas favoritos y afirmaciones que no caben en el prólogo requerido. Muchas de ellas son brillantes y ejemplifican la forma en que el poeta (y Baker) conciben la poesía: “Un poema de Ted Roethke es como un zapato vacío que te encuentras en la cuneta, abandonado en el paseo de un demente, pero los poemas de Louise Bogan son como cuidados zapatos en un armario, tersos y ceñidos a sus hormas crujientes”, por ejemplo. “La poesía todavía está recuperándose de Swinburne” o “La poesía americana perecerá con la lengua; pero, por su parte, los sitcoms son una novedad en la evolución humana, y por lo tanto, menos perecederos”.
Según Chowder, “suprimir tan completamente la rima fue un error, fue un error olvidarse de que era necesario marcar el ritmo con el pie, pero fue un error útil, un error bello, porque nos enseñó cosas nuevas”. Quizás no sea sorprendente que William Carlos Williams haya pensado algo similar: “El ‘verso libre’ […] nos ha llevado a la deriva. Como los líderes de la Revolución francesa antes de él, Whitman quedó cautivado por la idea abstracta de la libertad […] Pero era una idea letal para toda clase de orden, particularmente para ese orden que tiene que ver con el poema […] No hay verso que pueda ser libre, debe ser gobernado por algún tipo de medida, mas no la vieja medida”.
Williams solucionó el problema del “desorden” inducido por el “verso libre” mediante la invención de lo que llamó el “pie variable”, un tipo de ritmo y de organización del poema que surgía de la necesidad de una nueva forma poética “que nos permita poner orden en nuestros poemas al igual que en nuestras vidas”. Para Chowder, para quien el desorden del “verso libre” es también uno de índole existencial, la solución pasa, sin embargo, por un viaje a un congreso de poesía en Suiza en el que un hombre le pregunta: “¿Cómo adquiere usted la presencia de ánimo necesaria para iniciar la composición de un poema?”. La respuesta es de una puerilidad y de una simpleza inesperadas pero es todo lo que Chowder necesitaba para volver a escribir poesía, para acabar el prólogo (que es, algún lector puede haberlo intuido ya, el volumen que éste tiene en sus manos) y comenzar de nuevo, de alguna forma.
“Uno necesita el arte para amar la vida”, dice Chowder, y su afirmación es válida tanto para la poesía como para este libro de Nicholson Baker y para otros, por ejemplo los relatos de Miel del desierto (2015), de Edith Pearlman (Providence, Estados Unidos, 1936): a menudo los personajes de Pearlman no tienen nombre o tienen uno que el lector olvida, pero lo que les otorga personalidad (y, por consiguiente, sentido) es el tipo de amor por la vida que para Baker sólo es posible sentir si uno se recuesta en el arte, así como una relación muy particular con los espacios: el torreón desde el cual un hombre espía a una pedicura (y la consulta de la pedicura, desde la que ésta puede ver perfectamente el torreón), una habitación demasiado pequeña en la que una niñera hace un descubrimiento involuntario, el bar de un hotel, el dormitorio de un profesor que yace junto a su esposa, la biblioteca de un crucero por el Caribe, un hospital que parece un castillo, el “salón monocromático” de una pareja que necesita algo más de color en su vida, un anticuariado por el que circulan personas no mucho más jóvenes que los objetos exhibidos en él, un internado para señoritas; la vida de la Ingrid (de “Piedra”) sólo adquiere interés cuando ésta deja Nueva York por una ciudad del sur de los Estados Unidos, las amigas de la narradora de “Calle sin salida” se definen exclusivamente por el valor potencial de las casas que ocupan (“estilo victoriano, necesitada de restauración”) y el centro emocional de “Niños soñados” no es sólo el tipo de saber que la niñera posee por venir “de otro lugar”, sino también la destrucción lenta pero deliberada de la casa de enfrente.
Aunque los personajes de Pearlman exhiben profesiones singulares (pedicuras, anestesiólogos, anticuarios, escritores de “ficciónhistoriografía”, sic), sus vidas rotas y malamente recompuestas, sus destinos algo banales en los que imperan la soledad y la vejez, llevan a que su única singularidad esté precisamente en la forma en que se constituyen en relación con el espacio que ocupan. Algo de todo ello (quizá la ironía de la autora, o su tendencia a los finales melancólicos pero felices) recuerda a la literatura de O’Henry y ratifica el hecho de que, a pesar de que su tema es a menudo el transcurso irreversible del tiempo, los cuentos de Pearlman procuran situarse “fuera de su época”, en la carencia deliberada de referentes temporales que caracteriza a la cuentística norteamericana canónica de la primera mitad del siglo XX. Al final, personajes y autora de estos cuentos se parecen más de lo que posiblemente desearían a esa planta en “Bendito Harry” que nadie sabe cómo llegó allí y a la que se alimenta con café, enjuague bucal, ceniza de tabaco y comida para peces y, sin embargo, resiste y prospera.
Nicholson Baker, El antólogo, trad. del inglés de Ramón García, Duomo, Barcelona, 2010
Edith Pearlman, Miel del desierto, trad. del inglés de Ramón Buenaventura, Alianza de Novelas, Madrid, 2017
Publicado originalmente en El Boomeran(g), 2010 y 2017
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