lunes, 24 de enero de 2022

Derivas terrestres de Fernando Zarur

En uno de mis cuentos supongo un desplazamiento humano que se resguarda de la hecatombe. Se trata de un grupo que expulsa toda forma de vida a viejos sitios desocupados, al tiempo que deshabilita los nuevos lugares silvestres y salvajes. “Alguien estará para habitar la catástrofe”, se sugiere todo el tiempo en la narración mientras otras biologías se reorganizan desde las ruinas. En el relato alguien registra las formas de mutualismo que brotan y tratan de seguir el ritmo a una nueva actualización de mitos sobre los bosques y las piedras. En las narrativas especulativas del fin del mundo es constante anhelar flujos que imiten a los líquenes, aquella lava verde diseñada con algas y hongos conocida por alentar ciclos.

El agotamiento que nuestros sistemas de producción representan para los ritmos planetarios explica múltiples fenómenos que amenazan la vida en la Tierra. Sin arrojarse sobre los cataclismos o las ideas sustentables, Fernando Zarur manifiesta el riesgo de perder los ensamblajes de la naturaleza, aquellos de diseño e inteligencia particular alentados por un ritmo multiespecie de acciones y reacciones. En Insurrección de la naturaleza, a la vista en la Galería Fernando Cano de la Universidad Autónoma del Estado de México, el artista introduce las estrías entre lo que resiste y se pudre para presagiar nuevos estomas e insurgencias.

Con una sucesión de metabolismos, Zarur plantea un aparente idilio natural que comparte lengua y sitúa en un mismo momento a distintos sistemas vivos que no andan en nombre de la fragilidad de las ecologías sino que urden una transición en defensa propia. Ante los comportamientos de una humanidad recalcitrante, esta muestra implica dos lecturas: una futura y otra impostergable. Ambas transgreden su residencia en la erosión presente del entorno cuando reconsideran el extravío radical del hogar, resultado de la grave incomprensión de corte instrumentalista que entiende al entorno natural como telón de fondo, que afirma el dominio de la imagen e insiste en que la humanidad puede adueñarse, ocupar o agotar la tierra.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

Lo impostergable comparte la visión de Donna J. Haraway y Anna Tsing, ya que desde los fragmentados sistemas de opresión, dominación e invasión que capturaron a la naturaleza como terreno de producción y competencia, propone reinventar las relaciones humanas con la naturaleza al imaginarlas genuinamente sociales y activamente relacionales. La pintura reacciona a las prácticas comunitarias donde el agotamiento del mundo es tan constante que es irremediable para cada elemento. Fernando Zarur reflexiona sobre el despojo de recursos al norte del Estado de México, el tiempo suspendido por el descuido y el olvido gubernamental; así, postula que lo natural vive en igualdad de condiciones con el resto de las especies, que cada movimiento afecta a todos y las amenazas son compartidas.

El artista está interesado tanto en los frutos como en lo que parece un residuo del bosque, ensaya el momento en que lo natural negocia sus respiraciones con el entorno, momento en que la espera y los temporales no pueden silenciarse. En esta suspensión de espacio y tiempo, por olvido o negligencia, ocurre una alianza entre las especies. La pintura cultiva las relaciones de las comunidades animales y los conjuntos vegetales para que ahí emerja la profecía de una nueva posibilidad: otro espacio social natural. Con todo esto pasando, y a través de fluctuaciones insistentes de contornos imprecisos, la serie que se expone en la galería del Edificio de Rectoría de la UAEMéx, en Toluca, hasta finales de febrero, manifiesta las biopolíticas que mutaron a oportunidad de conservación.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

El resultado pictórico es que no existe tratamiento privilegiado. La pintura como entorno natural no admite punto que no sea afectado por otro, pues acumula, libera y congrega reacciones simultáneas. Charco, animal, agave, insecto y humanidad asimilan el abandono de igual forma, la gobernabilidad empobrecida les cruza de tajo, la humedad los alienta a crecer y los sistemas de destrucción los vuelven indeterminados. Los linderos entre especies se presionan, migran y reparten mediante texturas pactadas. Algunas de estas mudanzas promueven la sensación de estar frente a la catástrofe, pero les cruza un brillo radioactivo que impulsa la ambigüedad de una esperanza; ahí donde late una urdimbre que promueve nuevas interpretaciones.

Lo que se presenta en Insurrección de la naturaleza se escabulle entre los primeros y los últimos encuentros de la humanidad en el espacio abierto. El entorno natural acusa las marcas de violencia y constantemente nos cuestiona si estamos frente a sobrevivientes o ante los primeros indicios de vida terrícola, aquellas pequeñas organizaciones celulares que conformaron otras existencias como resultado de ser resistiendo y de hacerlo en conjunto. La obra también incluye la perspectiva de otras especies: tenemos narraciones desde el ojo de un cacomixtle que pasa la tarde cambiando de residencia entre árboles y relatos que parecen pertenecer a un renacuajo que, esperando a ras de un charco, tiene la certeza de que las líneas en el revés de una hoja son ineludibles a toda puesta de Sol, estrella que no le parece semejante a un círculo brillante. Fabulaciones especulativas que nos recuerdan que como lengua futura y multiespecie, la naturaleza recela de nuestra mirada y se descubre cada tanto pensando en los ojos de un insecto.

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