No es fácil pensar el año que inicia como el tercero de una década que se ha sentido, más bien, como la expansión en loop de un mismo silencio congelado. Durante la segunda mitad del año pasado –más o menos del Festival de Cannes en adelante– brotaron las primeras películas rodadas, terminadas de rodar o posproducidas durante la pandemia. El futuro dirá si algún síntoma retrospectivo puede verse en ellas, tal como hoy hablamos del cine de entreguerras, el alemanista mexicano o el de la Perestroika como etapas cuya claridad discursiva sólo puede distinguirse desde la tranquilidad futura. ¿Existirá, en ese sentido, un cine pandémico? ¿Existe ya, ha comenzado a producirse?
Nuevas miradas
Las óperas primas La hija oscura (Estados Unidos), de Maggie Gyllenhaal, y Playground (Bélgica), de Laura Wandel, estrenadas respectivamente en Venecia y Cannes, destacan entre las varias filmografías autorales que nacieron en medio del confinamiento. La primera, basada en una novela publicada por Elena Ferrante en 2006, es un sensible y minucioso estudio de personaje interpretado en edades –y crisis– distintas por Jessie Buckley y Olivia Colman. Gyllenhaal tuvo el buen cálculo de no dirigirse a sí misma en ningún personaje, permitiendo a su voz, invisible y madura, expresarse a través de un montaje preciso y un tono elegante, elegiaco y contenido.
En una arista diferente, la de la infancia escolar, Playground dibuja la experiencia del acoso estudiantil desde la perspectiva de una niña, Nora, que termina siendo la única testigo de la violencia que rodea a su hermano ligeramente mayor. Al adoptar su punto de vista en todo momento, desde la altura de la cámara hasta el sonido, la película de Wandel echa por tierra la demagogia construida desde la adultez sobre el bullying, para convertir la experiencia individual de Nora en un relato angustiante, intimista y silencioso que acierta al absorbernos en una mirada infantil que no idealiza ni minimiza a su protagonista: la desarrolla como un personaje completo con –como indica el título original, Un monde– un mundo interior propio y complejo.
La cercanía del Oriente lejano
Es interesante notar que mientras Occidente tuvo la atención partida entre la economía pandémica y la vacuidad industrial de los superhéroes, el cine de Asia oriental y Asia menor –casi esquina con los Balcanes– presentó relatos maduros e intemporales, reposados y sabios, cuya precisión y buen oficio parecen ir a contrapelo de su entorno. El caso más sorprendente es el del ya indispensable Ryūsuke Hamaguchi (Asako I y II, 2018; Happy Hour, 2015), quien presentó Drive My Car y La ruleta de la fortuna y la fantasía (Japón), dos obras maestras con exploraciones narrativas colindantes, en los festivales de Cannes y Berlín con apenas tres meses de distancia, ambas después de ser posproducidas durante la pandemia. Sencillas en forma y profundamente modernistas en la estructura de caja china que las soporta, este díptico está entre lo mejor de este y varios años.
Aunque el primero es un largometraje lineal y el segundo una antología de tres relatos independientes sobre el deseo, ambos se comunican por una misma poética basada en la reelaboración oral de aquello que ya ha sucedido cuando inicia el relato, otorgando a la memoria de los personajes un matiz delicado de ambigüedad que, al mismo tiempo, nos sumerge en relatos de simpleza cotidiana mientras nos empuja a cuestionar la naturaleza de lo que estamos viendo. Drive My Car, además, tiene la virtud de ser una de esas extrañas películas que se comunican con Antón Chéjov precisamente por no adaptarlo, sino interpretarlo. Si se recuerdan Vania en la calle 42 (1994), de Louis Malle, o Sueño de invierno (2014), de Nuri Bilge Ceylan, también exploraciones libres y creativas a partir de Chéjov, se entenderá mejor lo que Hamaguchi hace al insertar a Tío Vania como trasfondo, pretexto y detonante para el trayecto del protagonista.
El otro título asiático destacado en el año es ¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze, estrenada en Berlín y actualmente en la plataforma MUBI. Aunque como industria la de Georgia parece una migaja en el panorama de su región, habría que recordar que, durante su dura etapa como territorio soviético, ese país de profunda raíz tradicional, mitad eslava y mitad balcánica, con acento mediterráneo, fue patria de Mijaíl Kalatózov, Serguéi Paradzhánov y, más recientemente, Otar Iosseliani. La película de Koberidze, una fábula amorosa revisada aquí a detalle por Laura Pardo, es una tierna indagación en la cultura de una ciudad georgiana de provincias, un cuento de realismo mágico en clave de “cine dentro del cine” y un meticuloso ejercicio de montaje visual y sonoro que no por exotista o distante debería pasarse por alto.
Pasado y futuro: los consagrados
Finalmente, varias películas presentadas por cineastas de trayectoria larga y consolidada destacaron por su cambio de registro, voluntad para tomar riesgos o por la sostenida calidad de sus propuestas. En los meses por venir se hablará mucho de Licorice Pizza (Estados Unidos), noveno largometraje de Paul Thomas Anderson, quizás el autor más sólido e impredecible de la Norteamérica de este siglo. Ubicada en la misma California setentera resucitada hace poco por Quentin Tarantino, Licorice Pizza es una manzana envenenada sobre la ingenuidad juvenil y el primer romance entre un actor infantil –que a los quince ya está en decadencia– y una estudiante diez años mayor quienes, en medio de una década efervescente y alocada, terminan por intentar todas las versiones posibles del Sueño Americano, desde emprender negocios de camas de agua o maquinitas (“son el futuro”) hasta sumarse a campañas políticas, especular con los precios del petróleo durante la crisis de 1973 y poner en su lugar a una versión extravagante de Kris Kristofferson (Bradley Cooper). Tierna y cínica a la vez, es una película mayor de su realizador.
Dado que el score de Licorice Pizza está compuesto por el colega habitual de Anderson, Jonny Greenwood, habrá que mencionar también las piezas fantasmales y sincopadas compuestas para la lograda y expresiva Spencer (Reino Unido), de Pablo Larraín. Sin embargo, otros dos relatos sobre mujeres al borde de un ataque de nervios son igualmente meritorios: Benedetta (Francia), de Paul Verhoeven, es un ejercicio de equilibrio. Es probable que el director holandés sea una de las tres o cuatro personas en el mundo eruditas en el extinto nunsploitation, un género guarro, precario y a veces disfrutable cuyo único propósito era someter a monjas de ficción a todo tipo de excesos: satánicos, eróticos o gore. En México las dudosas pero divertidas Alucarda (1977) y Satánico Pandemonium (1975) son dos ejemplos que continúan en la memoria de aquel subgénero que nació y murió en las funciones nocturnas de las salas llamadas “piojito” y en la contracultura. Verhoeven tuvo el buen y el mal gusto de revivir esa tradición filmando Benedetta con la elegancia formal de una coproducción europea de arte y ensayo, lo que la vuelve una de las cintas de género más arriesgadas, y por lo tanto afortunadas, del año recién terminado.
Para quien busque un personaje femenino que sea revolucionario en un registro distinto, en La peor persona del mundo (Noruega), del escandinavo Joachim Trier, encontrará lo que busca. Es cierto que su protagonista, Julie –¿guiño a Strindberg?–, está escrito a cuatro manos por dos hombres (uno de los cuales, Eskil Vogt, dirigió este año el hipertenso thriller Los inocentes), pero curiosamente eso no es detrimento para el liberador desarrollo del personaje, que avanza entre varias facultades, relaciones amorosas y expectativas a lo largo de los años, incluyendo una complicada relación con la maternidad, para terminar siendo lo único que de verdad buscaba ser: libre. Emotiva, fresca y elegiaca en su tramo final, es otra muestra palpable de la buena salud que siempre muestra el cine del norte de Europa, a pesar de su breve producción.
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