I
La cámara se detiene, deja que el personaje desaparezca y se instala ahí, lejos de él, durante algunos minutos. El emplazamiento impide que nuestra vista abarque la acción; los sonidos y ciertas sombras permiten, acaso, intuirla. Sin embargo, estamos ansiosos por atestiguar lo que sucede. ¿No trata de eso ser espectador?
El director sueco Ruben Östlund ha sabido hacerlo de nuevo, como en todos sus trabajos: ese momento, marcado por un gesto formal calculado, abre de golpe el filme a otra capa de interpretaciones. En esta secuencia, que no será la única en la que ensaye el recurso, la falta de visión logra incomodarnos hasta que caemos en la trampa. Entonces nos estiramos, ingenuos como sólo podemos serlo en la sala oscura, capturados por el brillo de la pantalla. Queremos alcanzar un sitio que nos permita ver, ejercer nuestro derecho como espectadores. Porque lo tenemos, ¿cierto? Y si es así, su reverso son las obligaciones, pero ¿existen? Nosotros, los que miramos, somos interpelados por aquello que no ocurre frente a nuestros ojos, por el deseo de ver lo que alguien (y aquí recordamos que alguien está detrás) nos niega. Y las preguntas no paran: ¿confiamos en lo que vemos tanto como en quien decide qué mostrarnos?, ¿sobre qué ejes depositamos esa confianza?
El núcleo de The Square, la cinta ganadora de la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes, se encuentra ahí, en la confianza. Porque el título no alude solamente a la obra de la artista argentina Lola Arias por la que apuesta (en la que confía) Christian (Claes Bang) –curador en jefe del X-Royal Museum y protagonista del filme– como pieza estrella del recinto, un cuadrado dibujado con luz a las puertas del lugar, que delimita una zona segura. O a la plaza, en otra acepción del término square, donde el propio curador es víctima de un robo por ayudar a una mujer en problemas (o por confiar demasiado). El cuadro no es otro que el del cine mismo. El mantra que da sentido a la obra de Arias (la artista argentina de la que se tomó el nombre, por cierto, no es la creadora de la pieza) se repite con frecuencia a lo largo de la cinta, para que no lo olvidemos cuando llegue el momento de las interrogantes: «”The Square es un santuario de confianza y empatía. Dentro de él tenemos los mismos derechos y obligaciones”.
A callar, conciencia de espectador incómodo, que todavía estamos dentro.
II
Como hizo antes en Involuntario (2008), Play (2011) y Fuerza mayor (2014), Östlund elige una anécdota mínima para volver a poner en el centro su gran tema: la responsabilidad del individuo ante sus actos y las consecuencias de éstos. Es así: el robo en la plaza desencadena una serie de absurdos pasajes en la vida del curador, que está a punto de estrenar una importante exhibición. Distraído al intentar recuperar sus pertenencias, comente errores por los que deberá responder. O no.
Si en Fuerza mayor el objetivo era agrietar la máscara de un matrimonio próspero, europeos pequeñoburgueses de vacaciones cuyo bienestar nunca parece perturbarse, en The Square se trata de desenmascarar a la sociedad entera y ponerla frente a sus actos: artistas famosos, miembros connotados del mundo del arte, consumidores culturales que encumbran a ambas tribus, millonarios mecenas, jóvenes millennials en busca de éxito, el público que dicta tendencias y hasta niños sobrados de soberbia y hastío. Nadie se salva de la mordaz manera en que Östlund captura esos momentos de duda, de torpeza o de franca impotencia ante sucesos que los rebasan y los orillan a mostrar el reverso de su fachada, como sucede con Christian tras la entrevista con Anne (Elisabeth Moss), una reportera deslumbrada que le devuelve lo disparatado de su discurso en forma de pregunta imposible de contestar. Pero si algo define al cine del sueco es el empeño de incomodar a los personajes tanto como al que mira (y ya hemos dicho que lo consigue también desde la forma): algo de esa contrariedad permea en el espectador cuando se hace evidente que la máscara se ha fracturado, como –mejor ni pensarlo– alguna vez podría sucedernos. Más tarde se verá que, con o sin ella, todos los actos tienen consecuencias. Para recordarlo está la aparición de un niño indignado que busca que restituyan su honor. Ocupamos un lugar en la cadena de desatinos e injusticias que moldean el contrato social, más vale aceptar la responsabilidad con aplomo.
III
The Square satiriza a las sociedades boyantes, desmitificándolas con la presencia de indigentes, ladrones y obreros (porque los hay, subraya Östlund, aunque no sean muchos los que se detienen a mirarlos). Una lectura fútil apuntaría a que el objeto de su burla es, sobre todo, el arte contemporáneo. ¿Habrá presa más dócil, hoy? Para ello la cinta tendría que presumir, entre otros defectos, un tono moralizador del que por fortuna carece. La secuencia clave para entender lo que The Square realmente revela sobre el arte es la cena de donadores, cuyo momento estelar, el acto de un hombre convertido en salvaje orangután, atenta contra la seguridad de los asistentes. Hay un riesgo latente en la creación, cualquiera que sea su forma, y como espectadores debemos asumirlo. ¿Estamos dispuestos a hacerlo desde la comodidad de nuestros asientos, cobijados por la oscuridad? Las obligaciones adquiridas dentro del cuadro van quedando claras.
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