¿Cuánto tiempo lleva asimilar (¿reponerse de?) un acontecimiento musical? ¿Uno que, además, no sólo pasa por los oídos sino que empuja, violentamente, el cuerpo?, ¿que se alía con un rompecabezas visual para dejar poco espacio para su decodificación?
En algún momento del concierto de Squarepusher, el pasado 25 de noviembre en Fábrica, el espacio que el festival Mutek acondicionó para su edición 14 en México, le comenté a mi acompañante: “nunca se había visto un concierto semejante en la historia de este país”. No sé por qué tuve que exagerar de esa forma, pero ahora, a diez días de distancia, puedo aventurar algunas respuestas, acaso un poco más matizadas:
1) El cúmulo de estímulos auditivo-visuales generaban, casi por inercia, respuestas con ese grado de contundencia, poco meditadas, más bien simples.
2) Es cierto, por otra parte, que en este país estamos malacostumbrados no sólo a los foros indignos sino a los sistemas de audio deficientes y, en general, a nivel técnico, a los recitales de segunda categoría, por lo que un concierto que reúne a un músico destacado con condiciones técnicas impecables, como en este caso, destaca en automático.
3) Sobrevolaba entre la audiencia un entusiasmo que relaciono con una época pre-streaming, donde hacía falta cierto esfuerzo para seguir de cerca a un artista como Squarepusher; había, por tanto, una paleta afectiva amplia, hasta cierto punto nostálgica, predispuesta en cualquier caso a la emoción.
4) Lo anterior no implicaba un concierto que apelara a la nostalgia porque, en primera instancia, no hay en la discografía entera de Squarepusher algo parecido a un hit (no tocó el más cercano a serlo, “My Red Hot Car”) del que la audiencia pudiera prenderse.
5) Y, segundo, porque el ethos de su obra apunta, incluso ahora, hacia la conformación de un sonido futurista (vertiginoso, efectista) que no da mucho espacio a referencias pretéritas.
6) Influyó, finalmente, la duración de su set: una hora incontestable que incluyó unos diez minutos finales de deconstrucción sonora total, que difícilmente hubieran sido tolerados por la audiencia con otro músico.
(Por no mencionar que creer que no ha habido «algo semejante» no implica considerar a ese algo como «lo mejor», tan sólo implica remarcar su singularidad).
Es lo que he podido articular hasta ahora. No es mucho. No quisiera, sin embargo, que por este proceso de mediana decodificación del concierto se perdiera la sensación ingenua de emoción que se respiraba en el ambiente (y que generó en mí esa relación casi cómica, por hiperbólica, del músico británico con «la historia de este país»).
Según recuerdo (el brutal golpe de efecto de su música hace que se confundan, también, los recuerdos; al punto que describir su obra como efectista, en su connotación negativa, pierde todo sentido), el set comenzó con “Stor Eiglass”, el primer track de Damogen Furies, su álbum de 2015:
en algún punto se escuchó “Rayc Fire 2”, del mismo disco:
y más adelante “The Modern Bass Guitar”, de su excelente Hello Everything, álbum que está por cumplir doce años y que, representa, otro momento de la carrera de Squarepusher, con el bajo con mayor protagonismo y el jazz fusión aún como eje gravitacional, si bien a punto del quiebre.
No recuerdo muchos nombres más. Tan sólo la experiencia innominada, corpórea, del acontecimiento-Squarepusher. Sospecho que no se ha visto un concierto semejante en la historia de este país.
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