En El castillo, la novela de Kafka que se lee como un chiste que ya se ha prolongado demasiado, cuando K, el agrimensor, llega al pueblo y duerme improvisadamente en la sala de la posada, es despertado por el hijo del alcalde, quien delicadamente lo amenaza: “Este pueblo es propiedad del castillo, quien vive aquí o pernocta, vive de cierta manera en el castillo. Nadie puede hacerlo sin autorización del conde. Usted, sin embargo, o no posee esa autorización o al menos no la ha mostrado”. La situación abre varios caminos narrativos que, de cierta manera, en la forma en que se siguen hasta ser clausurados, son los que le dan forma a la novela (necesariamente inconclusa). Es una estrategia genial pues causa que la narración avance aporéticamente: crea nuevos problemas, a menudo absurdos o disparatados pero siempre envueltos en la nebulosa lógica de lo narrado, que se solucionan o no para abrir, sin tregua, problemas renovados. Es, por supuesto, una de las estrategias que han abierto o consolidado tradiciones literarias más o menos ocultas. La sospecha es que uno podría establecer aquí una constelación de autores que han usado esas estrategias narrativas, pero también otras, que sirven a un deseo por avanzar relatos bajo el embrujo que arroja una prosa que se desenrosca.
Como ocurrió con sus dos libros de 2015, Kafka en traje de baño (de crónica) y Los gatos de Schrödinger (una novela), en Mil monos muertos, compuesto por ocho relatos, Franco Félix no se apura por ocultar –más bien, parece que la presume– la tradición narrativa a la que aspira. No se trata, insisto, de una tradición necesariamente oculta pero sí exigente, no sólo para el lector sino para la estirpe de autores que han buscado formar parte de ella. “Este pueblo es propiedad de Irán Castillo”, uno de los mejores relatos del volumen (si medimos con la vara humorística), es también uno donde se hace referencia explícita a esta resistente tradición.
Dos cuentos más destacan especialmente: “La inutilidad de volar”, con el que abre el volumen, y “Objeto A goza la muerte”, con el que cierra. En ellos una situación cotidiana (la discusión de baño de una pareja) o una disparatada o fantástica (un tipo hace un pacto con un demonio de poca monta) dan para construir complejos edificios intelectuales (de la misma manera en que dormir donde no es permitido detona un castillo narrativo clásico). Aunque hay un tema que más o menos hila a los ocho relatos (se insiste en el problema del suicidio y la muerte) resulta más interesante cómo algunas situaciones –algunas decididamente disparatadas, otras menos efectivas– dan para construir relatos, aprovechando canteras conceptuales de la pseudociencia pero también del psicoanálisis, la filosofía y la teología (y ocasionalmente a la cultura popular). Aunque la sombra de Donald Barthelme (un valiente narrador que, como Lydia Davis, se exigió escribir a la sombra de Beckett) también se proyecta sobre varios de los relatos de Félix, debe decirse que la prosa entre neurótica y vigoréxica lo acercan más a la órbita de David Foster Wallace, un ensayista destacado que, en contraste, fue desigual en sus relatos. Es la razón por la que relatos contenidos y breves como “Este pueblo pertenece a Irán Castillo” sean más efectivos que el arriesgado “Muertes falsas” (que puso y disparó la trampa de engolosinarse con ciertos recursos narrativos, como el uso del pie de página, que famosamente Foster Wallace exprimió).
Algo más debe decirse sobre la capacidad imaginativa que delata el libro: los personajes-situaciones colindan a menudo con lo inverosímil, en vecindad con lo absurdo, sin demasiada ceremonia. En “Esto es, innegablemente, una pipa”, un trío de drogadictos descubren su vocación empresarial después de exhumar un cráneo con el que crean una mítica pero efectiva pipa para fumar mariguana. En “Chicas suicidas” una estudiante es persuadida por su novio, un practicante de sumo a quien sólo conoce en línea, de ingresar a la industria del porno, sacándole provecho a una malformación que la hace ideal para un nicho de mercado. La malformación, un grotesco lunar con forma de calavera, repentinamente comienza a hablarle a la estudiante. ¿A quién se le ocurren cosas así? A Franco Félix.
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